martes, 16 de diciembre de 2008

4º Adviento, 21 Diciembre 2008.

2º Samuel 7: 1-5, 8-12, 14. 16; Salmo 88; Rom. 16: 25-27; Lc. 1: 26-38.

El Señor nos esclarece más y más la razón de nuestra alegría, la invitación que nos dejaba algo perplejos la semana pasada, pues nos sentíamos como sin luz, sedientos, perdidos en el camino, hoy se ve iluminada por la misma Palabra de Dios a través de Isaías, Palabra que anuncia, para nosotros, lo que ya es Historia, pero que la humanidad tuvo que aguardar siglos para contemplarlo: “Destilen, cielos, el rocío, y que las nubes lluevan al Justo; que la tierra se abra y haga germinar al Salvador”. Unión de lo divino y lo humano, el cielo, que sensiblemente imaginamos “arriba”, y la tierra, nuestro barro, nuestra pequeñez, nuestra debilidad, pero que recibe una fuerza tal que, por la presencia activa del Dios Trinitario, es cuna humana de Jesús, el Emmanuel, el que realiza, desde la Encarnación hasta la Resurrección y Ascensión, sin olvidar el paso amargo de la Pasión y de la Cruz, la total afirmación del “Dios con nosotros”.

En la primera lectura, David desea construir una “casa” para Yahvé, pero a través de Natán, Dios mismo le hace cambiar la visión: no quiero un espacio reducido, mi casa son los hombres, mi casa no son piedras inanes, es mi Pueblo, ustedes “piedras vivas en las que se va edificando el templo espiritual” (1ª. Pedro 2: 5); especialmente es “la dinastía que te prometo, es tu hijo y es Mi Hijo”, “es el trono y el reino que será estable eternamente”. Ya está gestado el Misterio que se mantuvo secreto durante siglos y que ahora ha quedado de manifiesto, en Cristo Jesús, “para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe”. Sin duda resuenan las palabras de Jesús: “Dichosos ustedes porque oyen”; el misterio aunque siga siendo misterio, ahora nos permite entrever su contenido porque el Señor se ha hecho presente entre nosotros; pero no basta con oírlo, la respuesta ha de ser: aceptar a Jesús “todo entero”, sin convencionalismos, sin partijas, en la radicalidad de su entrega, de su amor, de su obediencia al Padre. Por eso, “el Hijo de las complacencias del Padre”, ya heredó y convirtió la promesa en realidad “al heredar el trono que será estable eternamente”. Están abiertas las puertas del Reino, e invitados todos los hombres a pasar el umbral y unirse al canto de alabanza con todos los que han aceptado y seguirán aceptando, -confiamos contarnos entre ellos-, ingresar a la Gloria: “Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor”.

En los domingos anteriores, personajes sin tacha, que no pusieron “peros” al Espíritu de Dios, Isaías y Juan Bautista, nos mostraron cómo prepararnos a la venida del Señor. Al concluir el Adviento, María centra nuestra atención; Ella es el último eslabón en la larga cadena de personas a las que Dios invitó a colaborar para hacer posible que el Verbo de Dios, Jesús, se hiciera hombre. ¡Cuánto debemos aprender de Ella!

María, “llena de Gracia”, aprendió a decidir desde la fe y la confianza, desde la penumbra de lo incomprensible, pues no puede acceder a la evidencia que proviene de la clara manifestación del ser, y acepta la palabra del ángel, testigo que sabe lo que dice y dice lo que sabe, al fin y al cabo cumplidor de la misión recibida de parte de la Trinidad, y se deja cobijar por “la sombra del Espíritu”.

La total disponibilidad de María, aun cuando le sea imposible entender todo lo que encierra la petición de Dios –Él siempre pide permiso para entrar a los corazones-, accede a salir de sí misma y deja que Dios disponga de su vida: “Yo soy la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que has dicho”. Dios quiso y quiere tener necesidad de los hombres. Que en cada uno de nosotros, como en María, “Jesús se haga carne y habite desde nosotros, para todos los hombres y mujeres de nuestro mundo”.

martes, 9 de diciembre de 2008

3º Adviento, 14 Diciembre 2008

Is. 61: 1-2, 10-11; Salmo Lc. 1 “Magnificat”; 1ª. Tess. 5: 16-24; Jn. 1: 6-8, 19-28.

Estamos a mitad del Adviento, tiempo de preparación que nos ha sugerido penitencia, austeridad, conversión y ahora se abre la liturgia con una exclamación de Alegría; es el gozo que florece en rosa: “Estén siempre alegres en el Señor, se lo repito, estén alegres. El Señor está cerca”.
¡Señor, Tú conoces mejor los tiempos que vivimos: violencia, secuestros, seres que vienen desde Ti y han olvidado la sensibilidad con que los creaste, problemas económicos y a pesar de ellos, consumismo desbordado; ¿a cuántos inocentes has recibido últimamente, lastimados, heridos, balaceados?, y nos pides que estemos alegres!, ¿de dónde provendrá la fuerza que provoque y mantenga la alegría?

Buscamos en nuestros interiores y encontramos vacío; ansiamos una paz que no puede brotar desde nosotros; se ha perdido el amor entre los hombres y con él la convivencia y la sonrisa franca; nos acechan temor y desconfianza, la mirada se nubla y el corazón se seca, ¿dónde encontrará su estancia la alegría?

Bordeamos tu misterio y el nuestro, nos urge tu presencia, con ella, como guía, podremos traspasar la nube que nos cerca y encontrar, en claridad, la Luz de tu Palabra.
Para ello te pedimos “¡danos un corazón nuevo!”, una inteligencia limpia y transparente que discierna, separe, “y conserve lo bueno”. Así podremos penetrar la promesa y su entraña; llegar a las raíces del ser que somos para Ti, “ungidos por tu Espíritu”, como nuevos profetas, captaremos tu mensaje de salvación, de cura, de liberación y gracia y entonces llegaremos al fondo, donde nace la fe, el cauce que desborda toda limitación y que llena de paz el ser entero: “espíritu, alma y cuerpo”, para prorrumpir en cantos de alabanza y gratitud; revestidos de Ti, con corona y vestido de bodas, surgirá, como árbol frondoso, la auténtica alegría. ¡Es otro el nivel al que nos llamas! “Tú eres fiel y cumples tu promesa”.

Pensando en los testigos, encontramos cuatro voces en bello tetragrama: el Profeta, María, Juan y Jesús; acordes componen la sinfonía perfecta que teje la esperanza. La relación entre Dios y el ser humano se transforma, es el tono concreto de Isaías, vuelve a ser una alianza de amor, cimiento firme en donde crezca el Reino.

María que al aceptar, confiada, la propuesta de Dios, exulta en el júbilo que sólo puede llegar por el Espíritu.

Juan, interrogado, niega y afirma, “Yo no soy el Mesías, ni Elías ni el profeta”; no rehuye la confesión personal: “¿Qué dices de ti mismo?”, su afirmación es clara: “La voz que grita en el desierto: enderecen el camino del Señor”. Pudiendo hacerse pasar por el Mesías, rodeado del apoyo y admiración del pueblo, opta por la verdad, por lo que es, por lo que quizá desde la obscuridad de la fe, ha recibido como misión: ser heraldo y advertir que “El que viene, ya está entre ustedes”, ¡abran los ojos, el corazón y los oídos, pues de otra forma no lo reconocerán! (¿Qué decimos nosotros de nosotros?)

Jesús, el Esperado, “el Hijo de las complacencias del Padre”, no habla ahora, pero ya prepara la presentación definitiva al citar en la Sinagoga de Cafarnaúm, las palabras que hoy hemos escuchado de Isaías y afirma, sin rodeos. “Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy”. (Lc. 4: 16-21)

Con esta compañía y con sus vidas, resuenan nuevamente, ahora comprendidas, las palabras con que abrimos la liturgia: “Estén siempre alegres en el Señor, se lo repito, estén alegres. El Señor ya está cerca”. Señor que podamos decir: ¡ya estás dentro!

miércoles, 3 de diciembre de 2008

2º de Adviento, 7 Diciembre 2008.

Is. 40: 1-5, 9-11; Salmo 84; 2ª. Pedro 3: 8-14; Mc. 1: 1-8.
“Mirar y oír”, nos pide la antífona de entrada; captar y aceptar que la “voz del Señor es alegría para el corazón”. Prosigue el juego de “los encuentros”; el Señor que viene, nosotros que, esperanzadamente, lo esperamos. Jesús ya vino, sigue viniendo y volverá definitivamente. Nuestra vida se va desarrollando entre dos realidades: la historia y el proyecto; entre ellas, nuestro presente que rápidamente se vuelve historia y que, ojalá, llene de luz los momentos que sigan, sean cuantos sean, porque, fincados en la Palabra de Dios, sabemos que nos acercamos al consuelo, sabemos que han sido purificadas nuestras faltas, no por méritos nuestros, sino por su misericordia.
Oigamos, con corazón dispuesto, “la voz que clama”: preparen el camino del Señor, que el páramo se convierta en calzada, que no se encuentren honduras tenebrosas ni cimas egoístas prepotentes, nada de senderos con espinas ni curvas que retrasen la llegada. Que retumbe, sonora, en los oídos, la Buena Nueva, la Noticia que deshace los nudos y aleja los temores; no es un desconocido quien se acerca, es el Señor que en su bandera ya tiene grabada la señal de ¡Victoria!; triunfa no a base de fuerza ni violencia, sus armas son la ternura y la bondad. La imagen del Pastor se vuelve realidad: “llevará en sus brazos a los corderitos recién nacidos y atenderá solícito a las madres”. ¿En qué mejores manos podemos descansar, seamos pequeños o adultos, pecadores o esforzados sinceros que, en verdad, deseamos encaminar los pasos y deseos, ya no sólo a la voz sino aún más allá, a la Palabra que le da sentido y cumplimiento?

Al meditar el Salmo, lentamente, hallamos la súplica cumplida: “La misericordia se ha mostrado por entero, entre nosotros habita el Salvador”. Con Jesús en el pesebre y en la vida, llegaron la paz y salvación; se han unido, de modo inseparable, la justicia y la paz que tanto deseamos; Él abre ancho el camino para que, siguiendo sus pasos, podamos dar la dimensión exacta a las creaturas, -todas y cada una relativas-, y evitar los tropiezos que impidan coronar los esfuerzos por llegar, con la Gracia, al goce de la Gloria.

San Pedro nos recuerda que el tiempo es solamente nuestro, que vamos de un “antes” a un “después”; una invención que atrapa y nos enreda, nos agita y preocupa, nos sirve de pretexto para impedir confrontaciones serias y alargar decisiones indefinidamente: “después pensaré y podré realizarlo”…, en vez de pisar realidades, vivimos en conceptos, en “terrenos aéreos” que podemos manejar al antojo, hacer y deshacer la exigencia molesta y convertirla en sueño, en lejano deseo, en ausencia que borra el esfuerzo y la entrega, en vano intento de evitar el encuentro final con el Señor que está a la espera de cumplir su promesa hecha mucho antes del “tiempo” y durará “sin tiempo”.

¡Nos urge estar en sintonía de eternidad! ¡Ya la estamos viviendo! “Vamos dando pasos “sin tiempo”, en “tiempo apenas” pues “somos una conjunción de tierra y cielo”. Aceptar el concepto y volverlo concreto. Retornar a la actitud de escucha de esa “voz que clama” pero no en un desierto, sino en seres capaces de florecer en actos de amor y cercanía, de conversión constante, que confían en la fuerza del Espíritu y descubren tras la voz, La Palabra. Así “prepararemos el camino del Señor”.

martes, 25 de noviembre de 2008

1º Adviento, 30 Noviembre 2008.

Is. 63: 16-17, 19; 64: 2-7; Salmo 79; 1ª. Cor. 1: 3-9; Mc. 13: 33-37.

La búsqueda de Dios ya ha sido encuentro, y es Él, como, sin fin, lo hemos comprobado, quien da el paso hacia nosotros; siglos de espera, de súplica, de esperanza no quedan defraudados. Gozosos y admirados, constatamos que Dios, Padre amoroso, nunca olvida su alianza.

Isaías contempla a la Ciudad y al Templo derruidos, mira al Pueblo, y a sí mismo, a todos los elegidos y en ellos a todos los hombres de la tierra, que llevan y llevamos un “corazón endurecido”; eran y somos “como trapo asqueroso, como flores marchitas”, pecadores impuros y lejanos de la justicia y la verdad, paja inerte que arrebata el viento; “nadie invoca el nombre del Señor ni se refugia en Él”; todo es tiniebla y desolación; mas se eleva el grito de la fe que halla pronta respuesta: “rasgas los cielos y bajas, eres, Señor, nuestro Padre, vuelve a moldearnos con tus manos de incansable alfarero”.

Reconocer de dónde viene la verdadera sabiduría, es don de Dios. Abrir los ojos es dejar que la luz nos ilumine para “mirar su favor y ser salvos”. Por eso cantamos en el Salmo su manifestación y su poder, su visita y protección, la elección que ha hecho de nosotros y cómo nos guarda y nos renueva; sólo por Él conservamos la vida, y con la gracia y la paz que nos ha concedido por medio de Jesucristo, “crecemos en el conocimiento de la Palabra y en la fidelidad del testimonio”, hasta el día de su advenimiento para que “nos encuentre irreprochables”.

Pablo nos ha recordado que “no carecemos de ningún don”, el Señor Jesús utiliza una parábola en la que se presenta a Sí mismo como el hombre que reparte dones y tareas, advierte a todos que “velen y estén preparados porque no saben cuándo llegará el momento”, y luego sale de viaje. Cristo vino “habitó entre nosotros”, algunos no lo recibieron y siguen sin recibirlo, otros afirmamos que lo hemos recibido y que por ello, “nos hace capaces de ser hijos de Dios”, (Jn. 1: 12).

En su primera “venida” abrió caminos, ensanchó corazones, hizo resplandecer la Verdad que brotaba de Él con fuerza suficiente para ofrecer la purificación a todo hombre; si hemos profundizado en la realidad de “ser hijos de Dios”, trataremos de ser coherentes a esa filiación, a la fidelidad en el testimonio y a la actitud de “vigías y porteros” alerta, que estamos “esperando la segunda venida del Señor”, esa actitud impedirá que “nos encuentre durmiendo”, nos ayudará a “poner nuestro corazón no en las cosas pasajeras, sino en los bienes eternos”, (Oración después de la Comunión) y a hacerle caso al Señor que por tres veces nos advierte: “Velen”.

Adviento es tiempo de preparación y esperanza, es tiempo para hacer, con especial finura, el examen de nuestra conciencia y de mejorar nuestra pureza interior para recibir a Dios en Jesucristo; tiempo para pensar, con detenimiento, ¿Quién viene, de dónde viene y para que viene?

Que Jesús mismo, en la Eucaristía que celebramos, nos llene de estas actitudes positivas, para que su llegada produzca frutos de amor y de salvación.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

34º Ord. Cristo Rey, 23 Novembre, 2008.

Ez. 34: 11-12, 15-17; Salmo 22; 1ª. Cor. 15: 20-26, 28; Mt. 25: 31-46.

Finaliza el Tiempo Ordinario con la Festividad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo. Es la coronación del Año litúrgico del Ciclo A. El próximo domingo inicia el Adviento, continuará la invitación para acompañar a Jesús en su “acampar entre nosotros”, a permanecer atentos a la escucha de su voz que nos guía como Pastor, Rey y Soberano; imágenes que utiliza el Profeta para que percibamos la cercanía de Dios, quien, lo sabemos, “aun antes de saber que lo sabíamos”, toma la iniciativa de la búsqueda y el encuentro, del cuidado, del robustecimiento, de la participación de su vida, de poner a nuestro alcance la paz, el bienestar, la felicidad, la seguridad, la novedad siempre nueva, el camino hacia verdes praderas y hacia fuentes tranquilas, y, también, no podemos ignorarlo, a prever el momento final de rendir cuentas, el juicio.

Ya Homero llamaba a los soberanos “pastores de los pueblos”, cuánto más aplicable el título a Jesucristo, “el Cordero inmolado, digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos”. Es la realización perfecta del Pastor, jamás buscó su propio bien, nunca obró por egoísmo, se enfrentó a todos los poderes buscando siempre el bien de los hombres y mujeres marginados, pobres, inútiles y despreciados, “nos rescató, no a precio de oro ni plata, sino por su sangre derramada” (1ª.Pedro. 1: 18-19); “dichosos los que han lavado sus vestiduras con la sangre del Cordero, estarán ante el trono de Dios, sirviéndole día y noche”. (Apoc. 7: 14)

Es Jesús, la Piedra sobre la que todo está fundado, el que libera de toda esclavitud, “primicia de los resucitados”, único Puente para volver a la vida, Mediador entre el Padre y la humanidad, ejemplar del hombre nuevo, Vencedor del mal y de la muerte, Consumador de toda perfección para que “Dios sea todo en todas las cosas”.

Preguntémonos si es Dios, si es Cristo, quien reina en nuestro corazón, si de verdad sentimos en el interior la inhabitación del Espíritu Santo, si en nuestro caminar tenemos a Dios y a Cristo como un mero “factor significativo”, que aparece en algunos momentos de la vida: bautizos, primeras comuniones, bodas, sepelios, que en la alegría o la tristeza, en la angustia y la impotencia, lo traemos brevemente a la memoria, nos conmovemos y después olvidamos. O bien es un “factor determinante”, el que orienta nuestras decisiones para buscar, encontrar y vivir según su voluntad, el que mantiene nuestra mirada hacia el Reino. Mejor aún si ya ha llegado a ser en nosotros “factor único”, de modo que no elijamos sino lo que sea para su Mayor Gloria, entonces sí que habremos escuchado claramente y seguido la Voz del Pastor, Rey y Guía.

El Evangelio de hoy es el mismo que leímos y meditamos el día de la conmemoración de los fieles difuntos. Ellos ya fueron examinados, confiamos en la misericordia de Dios que hayan sido aprobados, pues supieron, de antemano, como ahora nosotros, las preguntas de la evaluación final: ¿Amaste a cuantos encontraste en tu vida?, ¿serviste de enlace entre ellos y Yo?, ¿aceptaste a todos sin distinción y especialmente a los más necesitados?, entonces: “Ven bendito de mi Padre, toma posesión del Reino preparado para ti desde la creación del mundo”. “Entonces irán los justos a la vida eterna”. ¡Señor contamos con tu gracia para que nuestras respuestas ya sean correctas desde ahora!

miércoles, 12 de noviembre de 2008

33º Ordinario, 16 noviembre 2008

Lecturas del día
+ Proverbios 31: 10-13, 19-20, 30-31;
+ Salmo 127;
+ 1ª. Tess. 5: 1-6;
+ Mt. 25: 14-30.

Dios nos abre “su corazón”, ¿de qué otra forma podríamos conocer sus designios?, y al escucharlo, nos reconforta y nos anima, cuanto viene de Él nos llega envuelto en la Paz, “en la que el mundo no puede dar”, la que ayuda a vencer toda aflicción y esclavitud, la que mantiene encendida la lámpara de la oración y la confianza, la que fija el rumbo para lograr la felicidad verdadera; felicidad que todo ser humano desea y aun cuando sea don del Señor, nuestro trabajo y servicio, como seres comprometidos con El, con los demás, con la creación entera, no pueden quedarse al margen.

Las lecturas de la liturgia de hoy ejemplifican, sapiencialmente, la necesidad del trabajo productivo, constante, fiel, generoso, de tal forma, que atienda a propios y extraños. Muy llamativo el que en una cultura que no tenía en gran aprecio a la mujer, ésta sirva como puntal para engarzar las virtudes, las actitudes, las acciones y la practicidad de quien acepta y vive su misión en la tierra, de quien ha aprendido a usar de los bienes y pone los talentos recibidos a disposición de todos. La mujer ideal que presenta el Libro de los Proverbios, la que todos desearíamos conocer y enriquecernos con su trato, tiene como corona, más allá de los encantos y la hermosura, “el temor del Señor”, temor que no provoca rigidez ni encogimiento porque pueda traer un castigo, sino que ha nacido, y perdura, de la convicción del servicio por amor a Aquel de quien todo lo ha recibido y que le hará evitar cuanto pudiera empañarlo.

El Salmo llama dichoso al hombre que ha encontrado a una mujer con tales cualidades, también el “es dichoso porque teme al Señor”, porque mantiene el mismo tono de espiritualidad y el complemento de interioridades hace que la bendición del Señor venga sobre ellos; de sobra sabemos que la bendición encierra mucho más que “el decir bien”, y si abraza a la “trinidad en la tierra”: Dios, el esposo, la esposa, asegura su permanencia. Pidamos al Señor que multiplique su Gracia sobre los matrimonios para que vivan esta íntima comunicación, que es mutuo enriquecimiento, y se prolonga en los hijos.

El fragmento de la Carta de Pablo y el Evangelio, sacuden nuestra modorra; la primera, para que tengamos presente la trascendencia y la vocación de ser “hijos de la luz y del día”, y, consecuentemente, vivamos “sobriamente aguardando el día del Señor”; Jesús, desde la parábola, relato al alcance de todos, quiere que estemos en constante vigilancia, en actividad, en responsabilidad creativa, “esperando su regreso”, porque, ya nos advierte que los talentos infructuosos, egoístas, temerosos del riesgo, acabarían, junto con nosotros, “arrojados a las tinieblas, al llanto y la desesperación”.

En cambio los trabajados con entusiasmo, fueren cuantos fueren, precisamente por la fidelidad en lo poco, pero puestos al servicio del Reino, que no es otra cosa que al servicio de los demás, serán doblados y abrirán el horizonte ilimitado.

La incertidumbre de lo incierto, se transforma en certidumbre de lo cierto: escuchar del mismo Señor el balance positivo, que por su Gracia, nos da la inacabable felicidad: “Te felicito, siervo bueno y fiel. Entra a tomar parte en la alegría de tu Señor”.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

32º Ordin. Dedicación de la Basílica de Letrán. 9 nov. 2008.

Ez. 47: 1-2, 8-9, 12; Salmo 45; 1ª. Cor. 3: 9-11, 16-17; Jn. 2: 13-22.

Conmemorar, traer a la memoria, hacer presente lo que fue y sigue siendo; el domingo pasado hicimos presentes a todos nuestros hermanos difuntos que siguen siendo, el Señor pronuncia sus nombres, porque si “llama a los astros y responden ¡Presentes!”, (Baruc 3: 35), ¿cómo podría olvidar los nombres de sus hijos? Revivamos la historia como “maestra de la vida”. Hoy celebramos la Dedicación de la Basílica de Letrán, la Catedral del Papa como Obispo de Roma, sede-símbolo de la unidad, Ella, “la Madre de todas las Iglesias”, no tanto por la antigüedad de su edificación, que también aceptamos, sino por la referencia que brota como fuente y se expande por el mundo entero: desde Pedro…, luego, en el siglo IV reciben la Basílica Melquíades, después Silvestre…, ahí se celebran cinco Concilios Ecuménicos…, hasta Benedicto XVI, eslabones que seguirán articulándose mientras el mundo dure y harán patente la promesa de Jesús: “Yo estaré con ustedes hasta el final de los siglos”, (Mt. 28:20).

¿Qué podemos aprender?: la necesidad de orar por la Iglesia y por todos los cristianos, para que ni ella ni nosotros nos quedemos apesgados en una mirada triunfalista, piramidal y engarzada con las políticas de poder, sino que volvamos a los pasos de Jesús: “No he venido a ser servido sino a servir y a dar mi vida por la salvación de la multitud”. (Mt. 20:28) Que la Iglesia, nosotros, hagamos realidad la petición dirigida al Padre Celestial: “que tu pueblo te venere, te ame y te siga, se deje guiar por Ti para llegar hasta Ti”.

Penetrando la visión de Ezequiel, encontramos “el agua que brota del templo, que baja por las laderas, que todo lo sana, que da vida, que produce frutos abundantes y duraderos”, es la salvación que viene de Dios, el agua a la que el mismo Jesús hace referencia: “Del que crea en Mí manarán ríos de agua viva”, y esto lo decía “refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él”. (Jn. 7: 38-39) La pregunta surge, inquietante, retadora: ¿es la Iglesia, somos nosotros, soy yo, no sólo reflejo, sino, verdad que va y vamos y voy, con la fuerza del Espíritu, “regando las laderas, sanando, purificando, haciendo brotar flores y frutos, hojas medicinales”? Tema fecundo para examinar y orar y discernir, para retomar ánimos porque se trata de una tarea, un cometido que, si bien nos compete como colaboradores, es obra de Dios, fundamentados en Cristo, Piedra Angular, pero fieles arquitectos, como Pablo quien nos exige, sensatamente: “Que cada uno se fije cómo va construyendo”. Dábamos gracias al Padre, escuchando a San Juan el domingo pasado, porque “no sólo nos llamamos, sino que somos hijos suyos”…Hoy San Pablo nos hace comprender la magnitud todavía más majestuosa que cualquier Basílica: “¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” Creer y actuar esta revelación debe cambiar el mundo, al menos nuestro entorno: ¡Dios está en mí y está en cada hermano!

Actuemos de tal forma que el Señor Jesús no tenga que venir a expulsar de “la Casa de su Padre”, que recalquemos, somos cada uno, a mercaderes, ovejas y bueyes, a volcar las mesas del dinero, sino que nos encuentre convertidos en “casa de oración”, e igual que los discípulos, sepamos “recordar sus palabras y confirmar nuestra fe en la Escritura”.

miércoles, 29 de octubre de 2008

31º.Los Fieles Difuntos, 2 noviembre 2008

Sabiduría: 3: 1-9; Salmo 26; 1ª. Jn. 3: 14-16; Mt. 25: 31-46.
Continuamos la alegría de ayer en que conmemoramos la festividad de Todos los Santos, gozosos con cuantos “alaban al Hijo de Dios”. Santos no son únicamente los que veneramos en los altares, aquellos que han sido canonizados por ser ejemplo de fidelidad en el seguimiento de Jesucristo, sino cuantos el Padre ha recibido en el Reino y cuyas interioridades, decisiones, esperanzas y realizaciones sólo Él conocía, aquellos que ya vieron cumplida su esperanza, la que nos impulsa y alienta a no desfallecer para unirnos a la Iglesia triunfante, fiados en la abundante misericordia de nuestro Dios; Él, misteriosa pero realmente, nos hace participar de su vida divina, como dice San Juan (1ª.Jn. 1:1): “Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”. Oteando el horizonte de eternidad, que escapa a nuestro conocimiento e imaginación, nos asegura la verdad más maravillosa: “seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es”.

Le pedíamos a Dios, en la oración del domingo pasado: “aumento de fe, esperanza y caridad”, la asistencia y fuerza necesarias para cumplir sus mandamientos y llegar al “monte donde ya está preparado el festín con platillos suculentos y vinos exquisitos”; banquete en el que sabemos que conviviremos con cuantos hemos amado, más todavía, con cuantos han amado a Jesús y han vivido su mensaje, “donde ya no habrá pena ni dolor, donde nadie estará triste, y nadie tendrá que llorar”. (Canon Niños III)

Hoy, al recordar a “los que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz” (Canon Romano), los contemplamos y nos contemplamos como lo que somos: caminantes, peregrinos en busca de la Patria, sabedores de que “no tenemos aquí ciudad permanente, andamos en busca de la futura”. (Hebr. 13:14) Por la fe, que hemos pedido al Señor que nos la aumente, por la fe cuyas huellas han dejado nuestros seres queridos porque no se detuvieron en el camino, porque supieron levantarse de tropezones y olvidos, damos la dimensión exacta a la muerte, realidad incomprensible sin la seguridad de la resurrección, “si creemos que Jesús murió y resucitó, así también creemos que Dios llevará con el a los que mueren en Jesús”.
¿Cómo aprenderemos a “morir en Jesús”? San Juan nos responde en su carta: “Conocemos lo que es el amor, en que Cristo dio su vida por nosotros. Así también debemos dar la vida por nuestros hermanos”. Y “dar la vida”, no implica lo cruento del martirio, es, simplemente, hacer presente lo que escuchamos en el Evangelio el domingo pasado: “El segundo es semejante al primero: ama a tu prójimo como a ti mismo”, entonces nos prepararemos para el momento del juicio, recordando lo aplicado a San Juan de la Cruz: “en el atardecer de tu vida te examinarán del amor”, contenido tan concretamente explicitado por Jesús hoy: “cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron”.
Recordemos el cariño con que trataron a tantos nuestros difuntos y avivemos la esperanza de que hayan escuchado de labios de Jesús el llamado final: “Vengan, benditos de mi Padre; tomen el Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo”. Oremos con ellos y que ellos oren por nosotros, pues “ya ven a Dios tal cual es”, para que el Señor nos reúna, a todos, en el Reino eterno de su Gloria.

miércoles, 22 de octubre de 2008

30º Ordinario, 26 octubre 2008.

Éx. 22: 20-26; Salmo 17; 1ª. Tes. 1: 5-10; Mt. 22: 34-40.

¿Buscamos señales que nos confirmen la rectitud del camino en que andamos?, la Antífona de entrada las enciende: “Alegría porque buscamos al Señor”; si alguno se retrasa, surge el imperativo que endereza: “Busquen la ayuda del Señor, busquen continuamente su presencia”. Tres veces nos urge el verbo a movernos, porque cómodamente acomodados nada llegará mágicamente. Profundicemos en el fruto: “alegría”, y subrayemos el adverbio: “continuamente”. El encuentro con Dios es conjunción de dos Personas, Él nos busca desde siempre, no cesa de hacerse encontradizo, somos nosotros los que nos mostramos remisos y retrasamos “la alegría” que proclamamos desear tanto. ¿Tememos, acaso, tratar de ser lo que queremos ser?, repitamos con corazón consciente, la petición que juntos expresamos en la oración: “Aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad…”, actitudes, virtudes, disposiciones verticales que facilitan, desde nosotros, ese encuentro con Dios, con esas fuerzas “cumpliremos con amor sus mandatos” y llegaremos, gozosos, al único final que colme nuestro ser: a Dios mismo en el Reino de los cielos.

Amar a Dios en tono abstracto, está siempre al alcance, sin esfuerzo, vamos llenando la vida con ilusiones bellas; ¡qué fácil es soñar sin que los pies se cansen, sin que el sudor cubra la frente, sin que los huesos crujan, sin fatiga en la mente, sin movernos del sitio en que soñamos!

El verdadero amor, el que desciende y asciende en vertical, si no se muestra activo en forma horizontal, es falso y vano; busquemos en nosotros las señales que arriba pretendíamos: escuchemos al Señor: “No hagas sufrir ni oprimas al extranjero, no explotes a las viudas ni a los huérfanos…”, los he tomado a mi cuidado y “cuando clamen a mí, Yo escucharé, porque soy misericordioso”. Aleja de tu vida abusos, usuras y despojos; haz visible tu amor, ayuda a ser y a crecer, ilumina sus vidas como Yo he iluminado la tuya; te convertí en “mis manos” para alargar mis dones, ¡no las cruces!

En la carta de Pablo vemos las concreciones: los tesalonicenses fueron fuente que regó con su fe y con sus actos las provincias romanas de la Grecia y fueron difusores de la Palabra y de la Vida, su ejemplo convenció y dirigió los pasos vacilantes hasta el encuentro con el Dios vivo; la esperanza los mantuvo despiertos, preparados para la resurrección.

¡Rompamos al fariseo que traemos dentro, no hagamos al Señor preguntas necias, esas, cuyas respuestas sabemos de memoria! No indaguemos, con cara de inocencia, para obtener la clasificación exacta: “¿Cuál es el principal mandamiento?”, porque no son 631 como en el Libro de la Alianza, sólo son 10, que Jesús, paciente y comprensivo, nos reduce a dos, que todos conocemos, que los “teólogos de la Ley”, habrían explicado muchas veces, el “shema Israel”, que repetían mínimo dos veces al día: “El Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios, con todo el corazón” , como está en Deuteronomio 6: 4-5. Pero Jesús completa con el otro precepto, por tantos olvidado, incluidos nosotros: “El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. (Lev. 19: 18). Nos parece escuchar lo que dijo en otra ocasión: “haz esto y vivirás”, porque “en estos dos mandamientos están sostenidos toda la Ley y los Profetas”. ¡La señal luminosa está encendida, no queramos quedarnos en tinieblas!

miércoles, 15 de octubre de 2008

29º Ordinario, Domingo de las Misiones, 19 octubre 2008.

Is. 56: 1, 6-7; Salmo 66; 1ª. Tim. 2: 1-8; Mt. 28: 16-20.

Podemos decir que es “nuestro domingo”, “el domingo especial de la Iglesia”, el domingo del “envío universal” que eso significa Misión.

El Señor Jesús ha completado la Obra del Padre, ha convivido con nosotros, nos “ha dado a conocer todo lo que ha oído del Padre” (Jn. 15: 15), nos llama amigos, ciudad construida en la cima de una montaña, luz que alumbre, por las obras, a los demás hombres para que den gloria al Padre que está en los cielos, Viña escogida, sarmientos que quieran permanecer unidos a la vid para dar frutos abundantes que perduren, fermento en la masa, semillas que crezcan de tal forma que los pájaros puedan hacer nido en “nuestras ramas”.

Podríamos encontrar muchas otras referencias y enriquecerlas con las vivencias de los Apóstoles y de la Iglesia Primitiva que tenía la conciencia de “poseer una sola alma y un solo corazón”, que “se alimentaba con la oración en común, con la Palabra viva y con el Pan compartido”, que hacía vibrar los interiores de quienes la miraban, al grado de exclamar: “miren cómo se aman”. (Hech. 2: 42-47) Iglesia que había nacido del último deseo de Jesús: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”, (Jn. 13: 34-35); deseo y ejemplo que permanecen activos y que Él sigue aguardando que se conviertan en signo convincente de una comunidad que alienta, que contagia alegría, que ora y trabaja para que surja una humanidad nueva guiada por la unidad de la fe y la promoción de la justicia.

Los cimientos aparecen, en el mensaje que Yahvé proclama por boca de Isaías: “Velen por los derechos de los demás, practiquen la justicia…”, tan actual como lo es su Palabra; tan comprometedora para todo tiempo, y si cabe, más, en la época y circunstancias que vivimos y que envuelven, prácticamente al mundo entero, pues no solamente parece, es real la despreocupación por esos derechos universales, por la justicia que libera, que, de vivirse honestamente, se convertirá en camino que unirá a todos los pueblos, que conducirá a la paz y a la profunda alegría.

Lo que por nuestras propias fuerzas no podemos lograr, sí lo pueden la fe y la oración “por todos los hombres y en particular por los jefes de Estado”, por todos aquellos que tienen la responsabilidad de procurar la paz y el respeto; así estaremos en consonancia con la Voluntad de Dios “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad…, que el mundo se vea libre de odios y divisiones.”

Señor, ¿es lo que esperas de nosotros? Escuchamos su respuesta: “Como el Padre me envió, así los envío a ustedes” (Jn. 20: 21), “Vayan a todas las naciones y enseñen”. Somos Iglesia Peregrina, partícipes de la misión salvífica, fincados en la fe y en la esperanza, en el conocimiento que, con la luz del Espíritu Santo, tratamos de comunicar en fidelidad al Evangelio, en relación Trinitaria, “bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, para cumplir “todo lo que Yo les he mandado”.

El envío y el reto nos sobrecogen, pero Jesús, conocedor de nuestra debilidad y nuestros miedos, nos conforta, nos asegura, nos fortalece: “Sepan que Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. ¡Gracias, Señor!, sólo así podremos “evangelizarnos para evangelizar”.

martes, 7 de octubre de 2008

28º Ordinario, 12 Octubre 2008.

Is. 25: 6-10; Salmo 22; Filip. 4: 12-14, 19-20; Mt. 22: 1-14.

Iniciamos la liturgia dirigiéndonos a Dios desde una proposición condicional: “Si conservaras el recuerdo de nuestras culpas…”, condicional que se purifica con una adversativa que nos llena de paz; “pero Tú eres Dios de perdón”. ¿En Quién sino en Él encontraremos la salvación, la definitiva, la aceptación gratuita al Banquete?

Ya prevemos en la oración la petición que impedirá que, una vez en la sala de la boda, nos mire el Señor sin el traje de fiesta: “que tu Gracia nos inspire y acompañe siempre”, para que podamos hacer vida la Vida del Reino: reconocerte como Padre y servirte, redivivo, en cada uno de nuestros hermanos.

¡Alegría, convivencia, gozo, canto, música, exquisitez, ausencia de temores, de lágrimas, de muerte!, imagen, muy a nuestro alcance, de lo que nos espera. Estar con Dios tiene que ser dinamismo y fiesta porque Él está con nosotros y nosotros con Él; su “mano reposará” en cada ser humano, no sólo sobre “el monte de Jerusalén”, el Señor Dios es “para todos los pueblos”, no solamente no habrá, ¡ya no hay velo que cubra y obscurezca!, porque “la ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero”. (Apoc. 21: 22)

Brilla con nuevo resplandor nuestra esperanza expresada en el Salmo: “Habitaré en la casa del Señor toda la vida”, la causa que la fortalece nos llega desde Aquel que nos guía, la condición: ¡reconocer su Voz!: “El Señor es mi pastor, nada me falta, hacia fuentes tranquilas me conduce y repara mis fuerzas…, Él llena mi copa hasta los bordes”. El camino está trazado, más aún se ha convertido en el Único Camino: Jesús que avanza por llanos y montañas, por senderos escabrosos y a veces difíciles, pero no hay otro; es el que nos llevará, seguros, al Banquete, a la Casa del Padre, a la casa de todos.

Aprendamos, como Pablo, a vivir en la escasez y en la abundancia, a agradecer al Señor en toda ocasión, a encontrar que “en Él, todo lo podemos”, y de modo específico a socorrer a quien lo necesite, conscientes de que, de una u otra forma, “remediará todas nuestras necesidades”.

En la parábola del banquete de bodas, Jesús retoma el mensaje de Isaías, el mensaje del Padre: “todo está preparado”, y ¡con cuánta esplendidez!: es la boda del Hijo, el encuentro proyectado entre Dios y la Humanidad en Cristo Jesús; parece que la fiesta se frustra, los invitados se niegan, unos presentan sus excusas, otros llegan hasta el rechazo violento: agresión y muerte a los mensajeros; de verdad reacción inentendible; pero el Rey, - el Dios siempre Mayor – encuentra soluciones que den paso a la fiesta: “salgan a los cruces de los caminos y conviden a todos los que encuentren, “malos y buenos” , hay sitio para todos, la invitación es universal, se extiende hasta el último hombre. Dentro de la parábola “la cólera del rey”, no deja de estremecerme, no puedo imaginar a mi Dios violento, lo que sí me aplico es ¿cómo intentar pasar inadvertido “sin el traje de fiesta”? En casos semejantes, el rey proporcionaba todo lo necesario a aquel que nada tenía, ¿por qué no lo pidió? Nosotros recibimos el traje regalado: estamos “revestidos de Cristo”, en Él nos reconocerá el Padre…, ¿lo cuidamos con esmero?

lunes, 29 de septiembre de 2008

27º Ordinario, 5 octubre, 2008.

Is. 5: 1-7; Salmo 79; Filip. 4: 6-9; Mt. 21: 33-43.

“Todo depende de tu voluntad. Señor, nadie puede resistirse a ella”. Es verdad, somos creaturas, “hechura de Dios” que gozaremos de esa realidad tanto cuanto aceptemos que “la creación es una dependencia para la libertad”; no es contradicción, es lo más nuestro de nuestro ser: seremos auténticamente libres desde la total aceptación de nuestra cuádruple relación con Dios: creaturas, contingentes, relativos, hijos e hijas; de no convertirla en vida, aunque nunca dejaremos de ser “hechura de Dios”, nos estaremos resistiendo a su Voluntad; somos los únicos que, usando mal del precioso don de la libertad, podemos romper el plan de Dios: “Ninguna creatura estorba a su compañera, nunca desobedecen las órdenes de Dios”, (Eclesiástico 18: 28), por eso le pedimos que continúe “dándonos más de lo que merecemos y deseamos, perdone nuestras ofensas y nos otorgue lo que necesitamos”, para realizar siempre lo que espera de nosotros.

Por tercer domingo consecutivo encontramos la comparación de la Viña; primero fueron los contratados por el dueño, a diversas horas y comentábamos que nunca es tarde para trabajar por el Reino; después la petición del padre a los hijos para que fueran a trabajar, y con seguridad nos vino a la mente la palabra de Jesús: “No el que me dice, Señor, Señor – ya voy – sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos”; ahora “el canto a la viña”, poema de contrastes, desde el cariño del amado que limpia, prepara, construye, confía y aguarda, hasta le decepción: “¿Qué más pude hacer por mi viña que no lo hiciera?”; los frutos jamás aparecieron.
La reacción es violenta: rompe y derriba, deja esa tierra querida a su propia suerte que, alejada de la mano protectora, producirá solamente “abrojos y espinas”. Israel, “la plantación preferida”, se convirtió en erial porque la justicia ya no encontraba lugar en sus corazones. “El dolor y la tristeza” del Dueño, del Señor, parece que no acaba, sigue buscando frutos en el nuevo Israel, en la Iglesia, en cada uno de nosotros. Que encuentre nuestra súplica humilde: “vuelve tus ojos, mira tu viña y visítala; protege la cepa plantada por tu mano…, ya no nos alejaremos de Ti…, míranos con bondad y estaremos a salvo”. Aquí encontraremos “la Paz de Dios que sobrepasa toda inteligencia”, entonces la fidelidad nos sostendrá para buscar y cumplir “lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable y honroso”. Volviendo sobre la no contradicción: “la creación, una dependencia para la libertad”, hallamos su profundo sentido: somos de Dios y para Dios.

Jesús hace la aplicación de Isaías, la actualiza, compromete a los Jefes del pueblo, y en ellos a todo ser humano, a conocer y reconocer “la historia de la Historia”; nadie es simple espectador, todos somos actantes, libres para aprender y decidir, libres para aceptar y proseguir, libres para escoger o desechar la Piedra que sostenga, con firmeza, el proyecto de casa que queremos. El tiempo aún es nuestro, mientras tengamos tiempo.

¡Señor, Tú nos plantaste, nos has cuidado con un esmero que sólo encontramos en Ti, nos llenas de gracias y oportunidades, iluminas las mentes y enciendes los corazones!, una vez más te pedimos nos des “aquello que necesitamos” para que nunca perdamos el Reino, sino que demos frutos que duren para siempre.

lunes, 22 de septiembre de 2008

26º ordinario, 28 septiembre 2008.

Ez. 18: 25-28; Salmo 24; Filip. 2: 1-11; Mt. 21: 28-32.

“Podrías, Señor, hacer recaer sobre nosotros todo el rigor de tu justicia…”. Ese tiempo condicional podría hacernos temblar como resultado de un sincero examen de conciencia, de una introspección profunda, de un recorrer nuestras intenciones y más aún nuestras acciones, porque ¿quién habrá que encuentre en su ser la transparencia total?; lo que ciertamente encontramos es que “hemos desobedecido tus mandatos, hemos pecado contra Ti”; reconocer el desvío es el principio para corregir el camino, eso ya es Gracia, y continuará actuando positivamente al afianzarnos en que Dios “hace honor a su nombre y nos trata conforme a su inmensa misericordia”. Experimentar su presencia, su cercanía, su comprensión, evitará que “desfallezcamos en la lucha por obtener el cielo que nos ha prometido”. No está de más recordar que el cielo no es un sitio, es donde el Señor está, y que inicia aquí, en el cumplimiento de su voluntad.

¡Cómo nos parecemos a Israel cuando nos atrevemos a juzgar a Dios sin habernos visto previamente! ¡Con qué facilidad encontramos culpables a quienes achacar los males, las desgracias, los infortunios y dejamos de lado nuestra responsabilidad al tomar decisiones! Seguirá siendo un misterio la conjunción de nuestra libertad y la acción que Dios nos ofrece para la salvación; el profundo respeto que manifiesta por nuestro ser y al mismo tiempo la paciente espera de nuestra respuesta que anhela en el versículo 23, poco antes de lo que hoy leímos: “que enmendemos nuestra conducta y vivamos”.

¡Vivir en paz y en convivencia, en la seguridad, toda la que pueda darnos una conciencia, avalada por la fuerza del Espíritu Santo, recta y honesta, que pide “encontrar sus caminos para tener todos, los mismos sentimientos que Cristo Jesús, evitar rivalidades y buscar el interés de los demás antes que el propio”.

Aquí está condensado el trabajo en la viña, para realizarlo, no de cualquier manera, sino conforme al Ejemplar: Cristo Jesús, “que no fue un ambiguo sí y no; mas en Él ha habido únicamente un sí” (2ª.Cor. 1: 19), “para mí es alimento cumplir el designio del que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn. 4:34), hasta “la muerte y una muerte de cruz”. Sin duda temblamos otra vez, pero ahora por el horizonte abierto y experimentado por Jesús: por la Cruz y Pasión a la gloria de la Resurrección, temor que amainará porque el Señor aumenta y afianza nuestra esperanza: que a salario de Gloria no hay trabajo pequeño.

El Señor nos hace la misma pregunta que a los fariseos: “¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?” ¿Con qué hijo nos identificamos? ¿Con el de las promesas amables que tratan de tranquilizar al Padre y a la propia conciencia, pero quedan al viento? ¿Ofrecemos la Paz, decimos el Amén, pedimos ser perdonados y todo se vuelve viejo cada día sin llegar a la vida?, o ¿con el de la actitud, inicialmente rebelde y egoísta, pero que aprovechó la capacidad para reflexionar, rectificar el camino y cumplir con la voluntad del Padre?

Muchas voces persisten invitándonos, sabemos que no podemos contentarnos con oírlas; todo tiempo es tiempo para crecer en coherencia de amor, pensamiento y acción. ¡Ya hemos visto!

Pidamos que la conversión prosiga como un “sí” continuado.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

25º ordinario, 21 septiembre 2008.

Is. 55: 6-9; Salmo 144; Filip. 1: 20-24, 27; Mt. 20: 1-16.

El trayecto de relación con nuestro Dios es inalcanzable desde nosotros; inútil entrar en vericuetos intransitables que sobrecogen nuestra mente y nuestro corazón; esas nubes se disipan al escuchar la antífona de entrada: “Yo soy la salvación de mi pueblo…, los escucharé en cualquier tribulación en que me llamen y seré siempre su Dios”. Eres Tú quien acorta el camino para encontrarnos, ¡no podría ser de otra manera!, y en ese encuentro descubrimos, otra vez, “que tu bondad se extiende a todas las creaturas”, y de manera especial, en los hombres, en los prójimos, en los hermanos. Descubrimos el contenido de la Buena Nueva: “Que todos reconozcamos a Dios como Padre y nos amemos como hermanos”; ¡ésta es la Nueva Ley! Amor que no calcula, que no actúa por la recompensa, que se da gratuita, total, enteramente.

Isaías anima al pueblo que sufre el exilio, que busca, sin encontrar, remedio a sus males, a su tristeza, a su tribulación; pero sin mirar hacia arriba ni hacia dentro, sin cambiar de actitud, pertinaz en tener la vista fija en el suelo y no en el cielo. La salvación no llega desde un horizonte terreno, viene desde Aquel que se muestra siempre piadoso aunque las circunstancias digan otra cosa. La inteligencia y la lógica humana, al no poder subir más allá, pierden toda esperanza; ésta renacerá al intentar comprender que “los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, ni nuestros caminos son los suyos”; entonces ¿cómo se realizará nuestra liberación? “Dejemos a Dios ser Dios”, “Él es justo en sus designios y están llenas de amor todas sus obras”, sin que por eso nos ahorremos el trabajo, el esfuerzo, la oración, que no son contrato comercial sino reconocimiento y confianza en su promesa: “El Señor no está lejos de aquellos que lo buscan”. ¡Tenemos alas para llegar al Infinito!

Este nuevo rumbo nos dará la posibilidad, en esa ascensión a Dios por Cristo, de exclamar con Pablo: “Cristo será glorificado en nosotros; porque para nosotros la vida es Cristo y la muerte una ganancia”, y mientras llega esa corona de gloria, “trabajamos todavía con fruto, llevando una vida digna del Evangelio”. Para mantener firmes la mente y los pasos, pedimos: “Abre, Señor, nuestros corazones para que comprendamos las palabras de tu Hijo”.

Sin considerarnos “privilegiados” porque ya nos llamó a trabajar en su viña, hagámoslo “soportando el peso del día y del calor”, ya que el Denario sobrepasa todo esfuerzo, pues como expresa Santo Tomás de Aquino: el Denario es Dios mismo, y, Dios no puede menos de dársenos a Sí mismo.

La elección, el llamamiento nos ha llegado desde el Dueño de la Viña: “no son ustedes los que me eligieron, sino que Yo los elegí a ustedes”, (Jn. 15: 16), esta convicción alejará de nosotros cualquier pensamiento de envidia –tristeza del bien ajeno-, y nos llenará de alegría porque el Señor es de todos y para todos, aun para los que llegaron a última hora ya que ¡nunca es tarde para el encuentro con Él!

Señor, no sabemos si somos de los últimos o de los primeros, lo que sabemos es que no quieres “que estemos todo el día sin trabajar”; deseamos, con tu gracia, esforzarnos y recibir de Ti el mejor salario: Tú mismo en un abrazo gratuito que dura para siempre.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

24º Ordinario, 14 septiembre 2008.

Eclesiástico 27: 33 a 28: 9; Salmo 102; Rom. 14: 7-9; Mt. 18: 21-35.

Reflexionábamos, el domingo pasado, en la justicia, la rectitud, la equidad, la sincera vivencia de esa Ley Natural ya impresa en todo ser humano; ahora el Señor nos invita a dar un paso más: no es suficiente esa Ley, necesitamos completarla con la Ley Evangélica: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. De ahí que pidamos “experimentar vivamente su amor”, como innumerables veces ya ha sucedido, pero que tiene que volverse costumbre impulsadora, a partir de la reflexión, del reconocimiento y de la acción de gracias porque nos ha perdonado y nos seguirá perdonando, para que nos llene de fuerza y decisión, y llegar a ser coherentes, desde el interior, ya purificados gratuitamente, y comportarnos con los demás como Él lo hace con nosotros.

La primera lectura, tomada del Eclesiástico, Libro Sapiencial, insiste en el daño que nos hacemos a nosotros mismos si damos cabida al rencor, que nos amarga, y a la venganza; que nos quita la paz, e insiste en la reciprocidad del perdón, actitud que sólo desde la fe, con la luz de la Gracia y a través del constante recordar que el camino de la vida llegará, por sí mismo, hasta su término, nos ayudará a dar ese paso, que condensaría San Ignacio en el “magis”: siempre más allá de los estrechos límites del cálculo, permítaseme la palabra, de la “desquitanza”. El brillo de “la Alianza con el Señor hará que pasemos por alto las ofensas”.

“Vivos o muertos, somos del Señor”, y ¡Qué Señor! Recordemos el Salmo: Él es: “compasivo, misericordioso, que perdona, cura, rescata, colma de amor y de ternura, no nos trata como merecemos”, su compasión, que “siente con nosotros”, cubre cielos y tierra. ¿Hacemos el esfuerzo por ser algo parecidos a Él? No dudo que el perdonar en serio, sin que permanezcan residuos, más si nos “hemos dejado herir”, parecería imposible, en verdad no lo es si nos dejamos traspasar por el perdón total de Dios, en Jesucristo…, después de mirarnos y mirarlo en su entrega a la muerte para darnos la vida, ¿qué podríamos esgrimir para no perdonar?

En el Evangelio, Pedro se detiene en cifras que considera desmedidas: “hasta siete veces”, pero Jesús, imagen viva del Padre, no sólo expresa el “más”, sino el “Siempre” que Él vive y nos incita a vivirlo desde Él y con Él, no por las consecuencias que se nos seguirían de no hacerlo, sino para ser como el Padre Celestial “que hace salir el sol sobre buenos y malos y deja caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt. 5: 45) Es un “siempre” cotidiano, universal, inacabable.

La parábola, toda ella claridad, nos entrega un termómetro-compromiso: ¿me comporto como el rey magnánimo o como el compañero insensible? Del mismo modo que a los compañeros del “entregado a los verdugos”, nos arrebata la indignación, pero antes de emitir ningún juicio contra otro, volvamos a nuestro interior con toda la sinceridad posible y pidámosle, una y mil veces, las necesarias, al Padre Celestial, que nos enseñe a perdonar como Él, gratuita y definitivamente, pues “si somos fieles, Dios permanece fiel; si somos infieles, Dios permanece fiel pues no puede desmentirse a sí mismo”, (2ª. Tim. 2: 13) ¡qué alivio y a la vez, cómo crecen la gratitud y la presencia de una respuesta fiel!

martes, 2 de septiembre de 2008

23º Ordinario, 7 Septiembre 2008.

Ez. 33: 7-9; Salmo 94; Rom. 13: 8-10; Mt. 18: 15-20.

Reconocer la justicia, la verdad, la rectitud, aun en nuestro tiempo tan envuelto de excesivo subjetivismo, podemos considerar que, racional y primariamente, debería ser lo normal; de hecho correspondería al proceder de una naturaleza humana bien hecha por Dios Creador y Padre: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno”, (Gén 1: 31) Si estamos tan bien hechos, ¿por qué nos encontramos, a veces, quizá más de las que querríamos, tan mal aprovechados? Por ello, en el imprescindible viaje a nuestro interior, en el intento de crecer coherentes a esa maravillosa creación de Dios, descubrimos la necesidad de reconocernos anhelantes de perdón y de fuerzas, de amor y de confianza, de apoyo y de sostén para que, en nuestra libertad, obremos “libremente en justicia, verdad y rectitud”.

Pidamos al Espíritu Santo nos guíe con su luz para que comprendamos y ubiquemos lo que su Palabra nos ha comunicado por medio del profeta Ezequiel y de San Pablo y que Jesús, Palabra Encarnada, nos pide en el Evangelio, con tales acompañantes se hará realidad lo que proclamamos juntos al responder al Salmo: “Señor, que no seamos sordos a tu voz”.

El punto de partida lo marca el primer renglón del párrafo que oímos de la carta a los Romanos: “Hermanos: No tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo, porque el que ama al prójimo, ha cumplido ya toda la ley…” Volviendo con esta perspectiva a lo que el Señor Dios dice a Ezequiel, queda de manifiesto que no se trata de enjuiciar ni condenar a nadie, sino de mirar con verdadero amor, con un deseo enorme de que la salvación se realice en todo ser humano, y todo ello porque hemos “escuchado” previamente al Señor, porque, “el ser constituido centinela para la casa de Israel”, ya es misión que acompaña a todos los hombres y mujeres que nos queremos interesar vivamente por el bien de los demás; lejos de cualquier crítica vana, deseosos de comunicar, con el corazón en la mano, el camino que lleva a la vida porque lo vamos experimentando. ¡Qué gran responsabilidad velar celosamente por el bien profundo de los otros! ¡Qué responsabilidad ser espejos que ejemplifiquen el verdadero uso de la libertad! No es el Señor quien amenaza, no es Él quien condena, recordemos lo que dice Jesús: “Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores” (Mt. 9:13), y lo que dice San Ireneo: “La gloria de Dios es que el hombre viva”, son nuestras decisiones desquiciadas.

Llamar con nuestra vida a la Vida. Hacer Comunidad que atraiga, que ore, que ruegue, que afiance, que se preocupe, efectivamente, por todos; aquí está el verdadero poder de “atar y desatar”, no solamente concedido a Pedro sino a la Comunidad, para atar con los lazo del amor y la comprensión, para desatar del mal.

Sentimos que hay situaciones que nos desbordan, que nos hacen mascar la impotencia, si en verdad le creyéramos a Cristo, no cejaríamos en la oración: “si se ponen de cuerdo en pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”.

¡Señor, ilumina, todavía más a la humanidad, Tú sabes lo que necesitamos; ilumina a nuestro país, ilumina a nuestras familias, ilumina a nuestra Comunidad!

martes, 26 de agosto de 2008

22º Ordinario, 31 Agosto 2008.

Jer. 20: 7-9; Salmo 67; Rom. 12: 1-2; Mt. 16: 21-27.

Ojalá continúe la disposición de ánimo que engendró la antífona de entrada del domingo pasado: “Sin cesar te invoco”, la constancia de esta oración está fundada en lo qué más resplandece de nuestro Padre Dios: “porque es Bueno y su amor cobija a quien lo invoca”. El contacto con la fuente de Bondad, de la que mana el Amor, no puede menos de inflamarnos en ese mismo amor, y, con él, mantenernos perseverantes, cercanos a la fuente que brota y hace brotar la Gracia que enriquece la Vida de Dios en nosotros.

En Jeremías debería calcarse nuestra historia: “Me sedujiste y me dejé seducir”, la aceptación sin medir, porque supo, sabemos de dónde procede la llamada, y la confianza dice el ¡sí! sin condiciones. La calca prosigue: Jeremías se siente perseguido, acosado, objeto de oprobio y de burla porque la fidelidad a la Palabra resuena fuerte en los oídos que no quieren escucharla. ¿Nos sucede lo mismo?, ¿nos dejamos arrastrar por el remolino violento de la Palabra, o comenzamos a claudicar por las dificultades, porque el sacrificio nos cuesta, porque parecería que nos dirigiéramos al desierto, el que inicia en nuestro propio corazón? Y queremos volver la espalda, huir de Dios, olvidar; pero la seducción de Dios es constante, persiste en su llamado, la fuerza de su presencia es avasalladora, Jeremías, lejano ejemplo de Jesús, se rinde y reconoce: “había en mí como un fuego ardiente, encerrado en mis huesos; yo me esforzaba por contenerlo y no podía”. ¿Nos opondremos a la acción del Espíritu?

Lo sensato es cantar con todas nuestras fuerzas el salmo, de modo que lo dicho encienda más y más ese fuego: “Señor, mi alma tiene sed de ti”, “Canto con gozo, a Ti se adhiere mi alma y tu diestra me da seguro apoyo”. Entenderemos en plenitud la exhortación de Pablo: “ofrézcanse como ofrenda viva, santa y agradable a Dios…, no se dejen transformar por los criterios de este mundo, sepan distinguir cuál es la voluntad de Dios lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Es lo que aprendió de Jesús, lo que concluyó, con discernimiento, de la reacción de Pedro.

El único alimento de Jesús: “Hacer la voluntad del Padre”, sin detenerse ante los escarnios, la condenación y la muerte porque es lo que lleva a la Resurrección. Para Pedro: el temor a perder lo que acaba de recibir, se esfuman el poder y el encumbramiento y actúa según “los criterios de este mundo”, se enfrenta a Jesús, ¡lo incomprensible, y, más después de la confesión que ha hecho!: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. ¡Superficialidad e incongruencia nacidas del inmediatismo, del desear mantener lo que apenas tiene en promesa y negarse a la aventura de ser lo que el Señor le ha ofrecido! No nos extrañemos, de igual forma actuamos en la vida cuando aparece, aun cuando sea a distancia, le realidad del sacrificio y el valor de la entrega.

¡Cómo deben sacudirnos las palabras de Cristo!: “Apártate Satanás no quieras hacerme tropezar… tú no piensas según Dios sino según los hombres”. No te pongas delante, tu vocación es seguirme, donde voy pisando, que coincidan tus huellas, sólo así salvarás tu vida.
Señor, ¿de verdad Te quiero y me quiero?, si me encierro en mí mismo, ¿quién podrá liberarme? Nada tengo ni puedo darte a cambio sino mi fe en Ti y mi cariño sincero que sobrepase todo otro criterio; no espero recompensas, Tú no eres comerciante, simplemente espero poseerme cuando Tú me poseas por completo.

viernes, 22 de agosto de 2008

21º Ordinario, 24 Agosto 2008.

Is. 22: 19-23; Salmo 137; Rom. 11: 33-36; Mt. 16: 13-20.

La antífona de entrada nos hace prolongar el eco de la mujer cananea: “Salva a tu siervo que confía en Ti”; la confianza, nacida de la fe, nos ayuda a mantener constante nuestra voz: “pues sin cesar te invoco”.
¿A Quién invocamos?, “a Aquel de quien todo proviene”, a nuestro Padre “que todo lo ha hecho y hacia quien todo se orienta”. Otro momento propicio para adentrarnos hasta lo hondo de nuestro ser y preguntarnos si de verdad tratamos de vivir la realidad de ser: creados por Dios y encaminados, diariamente, hacia su encuentro, en alabanza, reverencia y servicio, en agradecimiento y en compromiso; si encontramos momentos de vacío, insistiremos en ese “invocarlo sin cesar”, para amar y anhelar lo.que nos promete y poder superar las preocupaciones, porque Él será nuestra única preocupación.

La relación de la primera lectura con la misión que confiere Cristo a san Pedro, reluce por sí misma; el Señor, por boca del profeta, confiere a Eleacím “la túnica, la banda y las llaves”, poder y autoridad para abrir y cerrar; todo en servicio del pueblo, para obrar siempre, con el cariño que distingue a quien es y se ha de comportar como “padre para todos los habitantes de Israel”. Jesús nombra a Simón Pedro, “Piedra sobre la que edificará su Iglesia”, la da la misma autoridad de “atar y desatar”, ya no limitada a Jerusalén sino que abarque todas las naciones, para el servicio y la liberación de todos los hombres. Ocasión propicia para pedir a nuestro Padre Bueno por el Papa, los obispos y cuantos tienen alguna autoridad, dentro y fuera de la Iglesia, para que no caigan en la tentación de buscarse a sí mismos, ni su propio provecho, su enriquecimiento, su encumbramiento…, sino que sean como el Señor Jesús “que no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida por todos”. (Mt. 20: 28)

En el pasaje del Evangelio continúa resonando en cada uno de nosotros y de cuantos buscan con autenticidad la verdad, la pregunta que Jesús hace a los discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”... Las respuestas genéricas, comparativas, totalmente extrañas al corazón, no le interesan y por ello su precisión: “¿Quién dicen ustedes que soy Yo?”. ¿Cuál es la realidad de tu relación conmigo, cuál la visión, la imagen, el compromiso, la adhesión, la fe? ¿Te dejas iluminar como Pedro, aunque de momento no alcances a comprender la hondura de tu respuesta? ¿Qué decirle y cómo decírselo, sin quedarnos en conceptos aéreos que alejan?
Pienso que pueden servirnos como pista las reflexiones de San Alberto Hurtado: “El cristianismo no es una doctrina abstracta, no es un conjunto de dogmas, preceptos y mandatos, ¡El Cristianismo es Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios, (que fue, y sigue siendo lo insoportable para muchos): “El Padre y Yo somos Uno…, quien me ve a Mí, ve al Padre…, Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Que la persuasión llegue desde dentro: “Cristo no es una devoción, ni siquiera la primera ni la más grande, ¡el Cristianismo es Cristo!” Que Él se apodere de mí, que deje que su Gracia actúe eficazmente y me atreva, por la fuerza del Espíritu Santo a expresar, humilde pero gozosamente: “Mi vivir es Cristo… Vivo yo, ya no yo, sino que Cristo vive en mí”; porque me he esforzado en conocerlo, en tratarlo, en seguirlo, y, con gran humildad, en imitarlo, con una fe “que me haga hambrear lo sobrenatural:¡ser Cristo!”

El mundo creerá en las obras, dudará de cuanto se quede en palabras: “¡Seamos realizadores de la Palabra, no nos quedemos simplemente en oyentes!”

¡Que caminemos no por tus caminos sino por Ti, Camino que conduces al Padre!

20º Ordinario, 17 Agosto 2008.

Is. 56: 1, 6-7; Salmo 66; Rom. 11: 13-15, 29-32; Mt. 15: 21-28.

“¡Un solo día en la casa del Señor, vale más que mil lejos de Él!” Estar constantemente bajo su protección, vivir a su vera, “sentir la palma de su mano sobre nuestra cabeza”, como tiernamente expresa el salmo 139; ¡qué tranquilidad se experimenta cuando esta realidad se hace consciente! Desde ese contacto con Él, ciertamente se encenderán los corazones de tal forma que incendiaremos al mundo, amaremos al Señor no por lo que nos promete, y que ni siquiera alcanzamos a imaginar, sino por que Él “lo es todo”.

Ese fuego nos abrirá los ojos para encontrar en los demás y especialmente en aquellos que más nos necesitan, la fuerza para velar por sus derechos, para luchar por la justicia e invitar a la salvación. ¡Cuántas veces hemos escuchado a los profetas recordarnos que lo que agrada al Señor no son tanto los holocaustos, sino la fidelidad y la misericordia, signos indispensables para una verdadera convivencia humana. Si la insistencia persiste, y, más hoy en día, es porque señala el camino para llegar “al monte santo y colmarnos de alegría en la Casa de Oración”, así nos convertiremos en conductores de los pueblos para que alaben al Señor.

¡Que contraposición tan ilustrativa: el rechazo de unos se ha convertido en llamado para todos! La tristeza que expresa Pablo por el alejamiento de su pueblo, el elegido, lo ha empujado, movido por el Espíritu, a llevar la Buena Nueva a los gentiles. Sabe Pablo leer los signos de los tiempos y los interpreta de modo constructivo: el ver los judíos el gozo que llena los corazones de los “que antes eran rebeldes”, sin duda los impulsará a aceptar la misericordia que Dios siempre ofrece, porque “Él no se arrepiente de sus dones ni de su elección”.

Mirémonos atentamente: fuimos y seguimos siendo “elegidos”, porque Dios es fiel; ¿nos hemos vuelto rebeldes? Llamados a ser ejemplo y conductores de los pueblos, ¿nos desviamos del camino? ¡Demos gracias a Dios porque nos brinda la oportunidad de recapacitar, de desandar los equívocos, de retomar la senda que lleva al “monte santo, a la casa de oración”!

Oración, confianza, fe que crecen en tierra de “gentiles”, en medio de un pueblo hostil al judaísmo, en el corazón de una mujer cananea; el más grande acicate para implorar a Dios es el amor por los demás, por los más próximos y ahí está ella, gritando, quizá sin medir la hondura de sus palabras, “Señor, hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús la ignora, sigue caminando; los discípulos, no por compasión sino por propia conveniencia, interceden: “Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros”. La respuesta de Jesús a ellos y a la mujer, nos desconcierta, probablemente nos molesten, ¿cómo es que se resiste y aun parece injuriar a la extranjera? “He sido enviado a las ovejas descarriadas de la casa de Israel…, no está bien quitar el pan a los hijos y echarlo a los perritos”; cuando la necesidad y el amor son intensos, los obstáculos se hacen pequeños: “Es cierto, pero los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”¡ Cómo se hace presente el grito de Pablo: “¡Sé en Quién me he confiado!” La alabanza y el don no se hacen esperar: “Mujer, qué grande es tu fe, que se cumpla lo que deseas”. ¿Qué más cabría comentar después de que Jesús Camino nos redescubre el camino para llegar, como iniciamos, al Monte santo, a la Casa de Oración”? ¡Señor que puedas decir de nosotros lo que dijiste de la mujer cananea!

Presentación

Con mucho gusto, y con permiso expreso del autor, presento a todos las reflexiones de las lecturas de la Eucaristía para las celebraciones dominicales de mi amigo Federico (Fritz) Brehm SJ.

Oportunamente aparecerán cada semana, en periodos de recesos vacacionales escolares posiblemente no puedan aparecer.

Si alguien se quiere poner en contacto con el autor, con gusto lo remitiré.

Atentamente.

Manuel Durón Olloqui, administrador del blog.