miércoles, 25 de noviembre de 2009

1º de Adviento, 29 noviembre 2009.

Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 33: 14-16
Salmo Responsorial, del Salmo 24: Descúbrenos, Señor, tus caminos
Segunda Lectura: de la primera carta de San Pablo a los Tesalonicenses 3:12, 4: 2
Evangelio: Lucas 21: 25-28, 34-36

El Señor vino, se fue, se quedó y volverá; es el Dios presente a nuestro alcance en Jesucristo; constatarlo es fácil si nos zambullimos en el sentido cristiano del tiempo y de la historia. Iniciamos, con el Adviento, el Ciclo C del tiempo litúrgico en el que nos guiará el Evangelio de San Lucas. Hoy, con gran atingencia, nos enseña a mirar ese tiempo y esa historia; ya ha sucedido el asedio y la destrucción de Jerusalén, la comunidad cristiana siente que la esperanza se esfuma, el pesimismo crece, el futuro, si siempre ha sido incierto, parecería más; ¿qué queda por venir?

Regresemos a la antífona de entrada y dejémonos inundar por esa luz: “A Ti, Señor, levanto mi alma; Dios mío, en Ti confío, no quede yo defraudado”. Confianza que inicia en nuestro interior, que va aprendiendo a discernir, que no se amedrenta por cataclismos futuros, sino que analiza hacia dónde orienta nuestra vida. Por ello se eleva nuestra petición: “Despierta en nosotros el deseo de prepararnos a la venida de Cristo”, ignoramos el cuándo y el cómo; pero sabemos que lo encontraremos al fin del camino de la vida.

Junto con la petición, el compromiso, la acción que se abre hacia los demás a través de “las obras de misericordia” éstas surgirán como respuesta acorde con “nuestro despertar”. Cada día, “el día” está más cerca, como expresa mi hermano Mauricio en alguno de sus poemas: “Cada paso me acerca al momento del abrazo”, no es imaginación de un futurible, sino la realidad que vamos construyendo con fundamento en la Palabra que leímos en Jeremías: “Se acercan los días en que cumpliré mi promesa”. ¿Anhelamos abrazarnos a Él como “vástagos santos que nos hará crecer en justicia y en derecho” para abrir caminos hasta que reine la paz?

Aceptemos la advertencia de Pablo a los Tesalonicenses y revistámonos de la mirada del cristianismo siempre nuevo, “conserven sus corazones irreprochables en la santidad ante Dios, nuestro Padre, hasta el día en que venga nuestro Señor Jesús, en compañía de todos sus santos”.

La actitud convencida de esperanza, recordando que el que nada espera, nada obtiene, nos hará profundizar en las palabras de Jesús mismo: “levanten las cabezas porque se acerca su liberación”.

A continuación, el mismo Jesús nos indica el complemento para que la preparación sea efectiva: “velen, pues, y hagan oración continuamente, para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder, - escapar de la falsa seguridad que pudiera envolvernos si nos encerramos en nosotros mismos – y comparezcan seguros ante el Hijo del hombre”.

Pidamos a Cristo, quien en la Eucaristía, condensa el perenne significado del Amor, nos ayude a mantener la visión completa de la Misión que realizó en total obediencia al Padre: desde su Encarnación, Nacimiento, anuncio de la Buena Nueva en su Vida Pública, su Pasión, Muerte y Resurrección, y nos “haga rebosar de amor mutuo y hacia todos los demás”, que pudiéramos completar como él: “como el que yo les tengo a ustedes”, y festejar, con esperanza creciente, el culmen del Adviento en Navidad y a planear, con una visión renovada, la gracia de un Año Nuevo en el que toda decisión esté presidida por su presencia.

martes, 17 de noviembre de 2009

Cristo Rey. 22 noviembre 2009

Primera Lectura: del libro del profeta Daniel 7: 13-14;
Salmo Responsorial, del Salmo 92: Señor, tú eres nuestro rey.
Segunda Lectura: del libro del Apocalipsis del apostol San Juan . 1: 5-8;
Evangelio: Juan 18: 33-37.

¡Cristo Rey del Universo!, y llega a nuestros corazones la inquietante pregunta, ¡de verdad lo aceptamos como tal? Realidades, conceptos, vivencias contrapuestas que nos quitan la seguridad con la que creemos pisar el mundo en que vivimos. En la antífona de entrada encontramos, ojala profundicemos, los cimientos del Reino que durará para siempre. Cristo recibe lo que, en su entrega, ha conquistado: “poder, riqueza, sabiduría, fuerza, honor, gloria e imperio”, siete que simboliza la totalidad. Él es “la piedra angular” que “recapitula todo cuanto existe en el cielo y en la tierra” (Col. 1: 29). En Él, y, solamente desde Él, nos vemos liberados de la esclavitud y encontramos el dinamismo que impulsa al servicio universal, filial y agradecido al Padre, para hacer vida, ya en esta vida, la alabanza, el reconocimiento y el gozo que permanecerán para siempre.

Ambas lecturas, la de Daniel y la de Juan manifiestan la realidad de un Reino que rompe las concepciones que se apoyan en el poder, la riqueza y el vasallaje. Un Reino que orienta las decisiones y nos muestra el camino para que llegar a ser; que nos convierte en Reino para el Padre. ¡Imposible entenderlo sin conocer y amar a Aquel que nos lo anuncia, no con retórica vacía, sino con cada acto de su vida, hasta la muerte y la resurrección!

De frente a la Verdad, no repitamos la acción de Pilato, porque la confrontación nos hace elegir el camino más fácil: la huída, Pidamos valentía, audacia y fe, para abrir oídos y corazón a su palabra: “Soy Rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”, que sigue resonando, “porque mis palabras no pasarán”, como escuchábamos el domingo pasado.

Esa Verdad, que aprieta y compromete a ser testigos fieles, a ser coherentes con la interioridad y la palabra y, más aún, con nuestras acciones como proyección de nuestro ser completo; no es doctrina teórica, es llamada que transforma la vida y nos lanza, conscientes de la presencia de su Espíritu en nosotros, a ser transformadores del mundo a nuestro alcance y cooperar en la construcción de un Reino universal, Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz..

Pidamos a María Reina, para que como Ella, sepamos discernir y elegir, confiar y caminar siguiendo los pasos de “Aquel que es el primogénito de los muertos y el primogénito de los resucitados”; que quitemos la escoria y las mentiras que ensombrecen el auténtico seguimiento de Jesús, para que resuene como eco repetido e incesante, allá, en lo profundo de la entraña: “Conocerán la Verdad y la Verdad los hará libres”.

¡Cristo Eucaristía, fortalece nuestra fe! Que creamos, en serio en Ti y en tu promesa: “Confíen, Yo he vencido al mundo y estaré con ustedes todos los días”.

martes, 10 de noviembre de 2009

33º Ordinario, 15 Noviembre, 2009.

Primera Lectura: Daniel 12: 1-3;
Salmo Responsorial, Salmo 14: Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 10: 11-14, 18;
Evangelio: Marcos 13: 24-32.

Ha llegado al Señor nuestra súplica, su respuesta es tonificante: “Yo tengo designios de paz, no de aflicción”. Él siempre actúa mirando nuestro bien: “los libraré de su esclavitud dondequiera que se encuentren”. Le pedimos que nos libere de lo que más nos impide seguirlo, de nuestra egolatría, para vivir de forma que respaldemos con nuestros actos y “su ayuda la búsqueda de la felicidad verdadera”.

Con el profeta Daniel nos preguntamos estremecidos por su visión apocalíptica: ¿hacia dónde vamos, cómo será es fin en el que nos envolverá la angustia? Aun cuando no nos llegara como revelación, todo ser humano trata de escudriñar el más allá. ¡Imposible imaginar lo no experimentado!, y van surgiendo figuras que ensombrecen, lejanas de la realidad, y, para disiparlas, fijémonos en la luz de la esperanza: “Entonces se salvará tu pueblo; todos aquellos que están escritos en el libro”; - ya pedíamos hace dos domingos que nuestros nombres estuvieran en “esa multitud que nadie podría contar”. Al seguir leyendo y escuchando, “muchos de los que duermen en el polvo, despertarán; descubrimos que ya está plantada en nosotros la semilla de la resurrección; el proyecto de Dios es que despertemos a “la vida eterna”, si es que, siguiendo los impulsos del Espíritu, procedimos como “sabios y justos, para brillar como estrellas por toda la eternidad”. No podemos olvidar la contraparte que nos advierte el Apocalipsis: “Escribe: Dichosos los que en adelante mueran en el Señor. Cierto, dice el Espíritu: podrán descansar de sus trabajos, pues sus obras los acompañan” (14: 13). ¿Nos presentaremos ante el Señor con las manos vacías?, ¿pondremos en riesgo el gozo eterno?, ¿aguardamos un despertar amanecido o bien optamos por quedarnos en polvo hecho obscuridad?

Si no soy lo que soy, jamás llegaré a ser lo que quisiera ser. El tiempo, que no existe, nos apresura a discernir, no lo urgente, sino lo importante. Caminamos aquí para trascender y encontrar, al final, que el esfuerzo, el silencio, la introspección, la confiada plática con Dios, van llenando el esbozo que fuimos al principio y encarnan en nosotros la única realidad que seguirá viviendo: el ser de Cristo, de ese Cristo que, otra vez nos pone enfrente la Carta a los Hebreos, “que se ofreció en sacrificio por los pecados y se sentó a la derecha de Dios; con su ofrenda nos ha santificado”. ¡Cuánto sentido toma nuestra oración del Salmo!: “Enséñanos, Señor, el camino de la vida”. Que aceptemos con todo nuestro ser, que Tú eres el Camino, cualquier otro nos desviará de nosotros mismos.
El discurso apocalíptico de Jesús, invita a que encontremos convicciones que alimenten la esperanza: La historia de la humanidad llegará a su fin, esta vida no es para siempre, va hacia el Misterio de Dios.
Jesús volverá “y lo veremos”, sin necesidad de sol, ni luna ni de estrellas; la luz de la verdad, de la justicia y de la paz, emanando desde Él, iluminarán a la nueva humanidad. Viene a “reunir a los elegidos”, -que tu misericordia nos encuentre entre ellos-, porque con la presencia activa del Espíritu, habremos hecho vida tu proclama: “Mis palabras no pasarán”.
En petición constante, te expresamos, Señor: ¡que estemos atentos al brote de la higuera y entendamos los signos manifiestos!, no son preludio de un vacío, sino anuncio de la estación final, la del abrazo eterno, contigo Padre, con Jesús, abrazados por el Espíritu de Vida.

jueves, 5 de noviembre de 2009

32º Ordinario, 8 Noviembre, 2009

Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 17: 10 - 16
Salmo Responsorial 145: El Señor siempre es fiel a su palabra.
Segunda Lectura: Lectura de la carta a los hebreos 9: 24 - 28
Evangelio: Marcos 12: 38 - 44

Al recorrer nuestra vida y detenernos, al menos un instante, a analizar nuestra forma de orar, de confiar, de permitir que el Espíritu nos haga experimentar la cercanía de Dios, ¿hemos encontrado en Él, oídos sordos?, o más bien ¿no hemos escuchado su respuesta? Su Palabra no es ni puede ser vacía: “El Señor escucha el clamor de los pobres y los toma a su cuidado”. ¿Nos hará falta elevar más nuestro clamor y vivir despegados de lo que, según nosotros, nos da seguridad?

Ya nos lo enseñaba Jesús el domingo pasado: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”. Pobreza que no se aferra a nada de este mundo porque sabe que todo pasa, que se abre a la aventura, porque ha aprendido “a dejar en las manos paternales de Dios, todas sus preocupaciones”; es la forma de liberarnos de la “neurosis de posesión”, para aceptar, vivencialmente, que el ser es inmensamente más que el poseer.

Lo sabemos, lo sentimos, pero, hurgando en mi interior, y, sin prejuzgar, probablemente en el de cada uno de nosotros, encuentro que mucho se ha quedado a nivel de “intención, de deseo, de horizonte lejano, de cierta impotencia práctica”, todo surgido de la naturaleza que se contenta con una fe fría que no ha logrado entusiasmarse por Cristo y por el Reino, que se fía más de lo palpable, de lo que está al alcance, de lo que “resuelve los problemas inmediatos” y olvida mirar el final del camino.

¡Qué diferencia entre nuestras actitudes y las de Elías y la viuda de Sarepta! El profeta, perseguido, pobre, errante, acepta la indicación de Dios y se encamina a tierra pagana; lleva lo único que no falla: “la fe en el Señor”, allá lo encontrará en una mujer pobre como él, que escucha una voz, quizá temblorosa, que le pide todo lo que tiene: “Tráeme, por favor un poco de agua para beber…, y un poco de pan”. La respuesta es trágica: “Te juro, por el Señor, tu Dios, que no me queda ni un pedazo de pan; tan sólo un puñado de harina y un poco de aceite en la vasija…, prepararé un pan para mí y para mi hijo, lo comeremos y luego moriremos”. En tierra pagana existen corazones grandes, abiertos al Señor Dios, con una confianza envidiable, que aceptan lo imposible y ven cumplidas las promesas; dan todo y ya no les faltará nada. Veámonos en ella, ¿en quién pensamos primero, y cómo actuamos? ¡Descúbrenos, Señor, tus caminos, porque el ansia de seguridad, de guardar lo que creemos tener, impide la aventura de crecer!

Jesús, en el Evangelio, enseña a mirar y a deducir la riqueza interior: “El Señor no juzga por las apariencias” (Is. 11:3); no se dejen impresionar por las dádivas de lo que “sobra”: “Esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos. Ésta, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir”. Dos moneditas que no aumentarían el tesoro del templo. Jesús no se fija en la cantidad, sino en la grandeza del corazón, la confianza y el desprendimiento.

Animarnos a dar, como Cristo Jesús, el todo, sin detenernos a medir. Él se da a Sí mismo de una vez para siempre, para purificarnos, para abrirnos el camino hacia el Padre, y “ser la salvación de aquellos que lo aguardamos y tenemos en Él nuestra esperanza”.