miércoles, 25 de febrero de 2009

1º Cuaresma, 1º Marzo 2009.

Primera Lectura: Gén 9: 8-15;
Salmo 24
Segunda Lectura: 1ª Pedro 3: 18-22;
Evangelio: Mc 1: 12-15.

La liturgia se abre con la invitación determinante a la oración: “Me invocarán y Yo los escucharé, los liberaré, los glorificaré”; ¿estamos convencidos o al menos queremos querer convencernos de que la unión con Dios, el reconocimiento de la realidad que somos – creaturas -, no llegará a la plenitud de la realización a base de esfuerzos de voluntad, sino de la súplica reconocida por la experiencia de aquello que nos acompaña siempre: pequeñez, desánimo, tristeza, porque las circunstancias no son como quisiéramos. Nos mueve y deseamos dejarnos mover por la petición que universalmente hacemos en la Oración Colecta: “que las prácticas cuaresmales, -las que proceden del interior a veces temeroso, otras derruido, otras más repletas de disgusto de nosotros mismos y que piden auxilio, luz y guía-, sin que dejemos de lado la penitencia que proyecta “arrepentimiento” y que no es sólo ceniza, sayal y limosna, sino que deseamos manifestar lo que anida en el corazón: “busco tu rostro, Señor”, más allá de nosotros, pero saliendo de nosotros mismos, nos conducirán, por la fuerza del Espíritu y su intensa luz, si no cerramos los ojos, “a progresar en el conocimiento de Cristo y a llevar una vida más cristiana”. ¡Somos un solo y mismo ser: carne, espíritu y “soplo divino”, que quiere “caminar por tus caminos”, por Jesús descubiertos y vividos!

Ya lo tenemos ampliamente conocido: de Ti no puede provenir la destrucción, fuimos nosotros, -humanidad entera- quienes provocamos el desorden, la muerte y el olvido. De Ti, en cambio, proviene la Creación Nueva, Alianza florecida, no sólo con Noé, sino con todos los que queramos ser como Tú quieres. Fue el Diluvio un signo “bautismal” que purificó cuanto de mal había, y en el “arrepentimiento”, -midrasch antromomórfico-
nos enseñas que no eres Tú quien debe “recordar”, sino nosotros, al ver tu signo en Arcoiris, que la Promesa es y seguirá siendo, una memoria eficaz que nos mantenga mirando hacia el cielo y traspasarlo para encontrarte siempre generoso, leal y compasivo. ¿Con qué cara pedimos que “recuerdes que son eternos tu amor y tu ternura”, que ellos superen lo que de nosotros te es patente? Te siento sonreír cuando tres veces repetimos: “Descúbrenos, Señor, tus caminos”, y escucho y escuchamos al Camino hecho Vida, quien con sólo recorrerlos nos los dejó marcados claramente.

La Justicia murió para que seamos justos, y nos trazó la vía que nos lleva, directa, hasta llegar Ti, Padre, a través de la Pasión y la muerte de tu Hijo, que en la Resurrección abren la vida; quizá los dos trazos primeros nos molestan pero que al pensarlos y ver a los demás, vernos nosotros y ver a Jesucristo, entendemos que únicamente en contacto contigo por tiempo ilimitado, llegaremos a donde ya no hay límite en el tiempo, porque éste se ha acabado. Con razón dice Pablo: “Lo interior se renueva cada día, nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente.” (2ª Cor. 4: 17-18) ¡Corrijamos la meta hacia donde los ojos miran y aligeran los pasos!

Jesús se viste de nosotros y vive la tentación, más allá del monte a donde el Espíritu lo lleva y lo espera Satán, ¡con qué determinación prosigue el designio del Padre y nos deja el ejemplo de oración y constancia!; “la asistencia de los ángeles”, no es alimento externo, es fuerza de Dios en el Espíritu, ¡el que nos hace falta para escuchar la voz que advierte y asegura: “El Reino está cerca, arrepiéntanse y crean en el Evangelio!” Ayúdanos a oír, Señor, aquello que nos salva.

martes, 17 de febrero de 2009

7º Ordinario, 22 febrero, 2009.

Is. 43: 18-19, 21-22, 24-25; Salmo 40; 2ª. Cor. 1: 18-22; Mc. 2: 1-12.

La confianza nace y crece del conocimiento y del reconocimiento, ¿qué ha hecho y hace y seguirá haciendo el Señor por nosotros?, lo único que “sabe hacer”: sólo lo bueno. Palpar y saborear “el bien que nos ha hecho”, nos mantendrá tranquilos en sus manos, atentos a su Espíritu que nos irá descubriendo en cada instante, con sus inspiraciones, el camino seguro para cumplir sus designios, los que nos realizarán como seres humanos, como hijos, como hermanos.

Al escuchar al profeta Isaías, con toda seguridad entendemos, y quizá revivimos la situación de los israelitas: ellos deportados, con una identidad desconcertada, añorando las acciones liberadoras de Yahvé, lejanas pero que hacían presentes todos los días al repetir el “Shema Israel: Recuerda Israel”, no es malo el recuerdo, si lo es la nostalgia que entumece, que adormece los ojos, se solaza en la queja e impide ver lo nuevo, por eso la voz que los despierta y nos despierta: “Yo voy a realizar algo nuevo” , es el Dios verdadero, el eternamente Nuevo, que cambia los paisajes porque nos abre los oídos al grado de poder escuchar el crecer de la hierba, de descubrir oasis en todos los desiertos y comprobar que la aridez se ha ido de la tierra, porque los corazones, los de ellos, los nuestros recuperan la paz, a pesar de haber abusado de la bondad de Dios “al poner sobre Él la carga de todos los pecados y cansarlo con nuestras iniquidades”;

Su respuesta, su propuesta, no puede venir sino del mismo centro de su Ser: “he borrado tus crímenes, no he querido acordarme de tus pecados”, porque El Amor que Soy, supera toda culpa; mi cariño por ti, limpia, perdona y comunica vida. Este recuerdo es sano porque vive el presente y cuaja de esperanzas el futuro. No podremos quedarnos en la súplica: “Sáname, Señor, pues he pecado contra ti”, sino que, en acción agradecida, nos esforzaremos por invocarlo y servirlo “proclamando – admirados de ese incansable Amor -, su alabanza”.

Conscientes de haber sido marcados con el sello de Aquel que fue un ¡Sí imperturbable!, que convirtió en realidad las promesas hechas por el Padre, y nos ha dado a beber del mismo Espíritu, seremos capaces de pronunciar, ante cualquier obstáculo, un atento y constante “Amén” a Dios, recordando la entrega de María: “lo que quieras, Señor, estoy a tu servicio”, no por la garantía de lo que me espera, sino porque quiero, en algo, parecerme a Ti en tu bondad.

En la narración del Evangelio encontramos que es posible vivir esa aventura de confiar en Jesús, de avivar el dinamismo que construye, de convivir en la fe que hermana y acompaña y encuentra mucho más de aquello que buscaba. La mirada de Jesús, que aparece en varios pasajes de Marcos, se fija de inmediato “en la fe de aquellos hombres”, es lo primero que resalta: ellos están sanos, llevan en andas al enfermo, lo descuelgan desde el techo, han superado risas burlonas y murmuraciones y han compartido la intención y la acción a favor de aquel hombre impedido.

Todos se extrañan de la palabra de Jesús: “Hijo tus pecados te quedan perdonados”, va más allá que lo hecho por el leproso, la cura inicia desde dentro, levantar la camilla confirmará del todo la Misión del Mesías: ha venido a salvar al hombre entero y a confirmar que Dios es misericordia total. Los fariseos, pasivos, se quedan mudos, la gente que sabe mirar, admira: “¡Nunca habíamos visto cosa igual!” ¡Enséñanos, Señor a mirar con tu mirada y sánanos por dentro, el resto lo dejamos en tus manos!

martes, 10 de febrero de 2009

6º Ordinario, 15 Febrero 2009.

Lev. 13: 1-2, 44-46; Salmo 31;
1ª Cor. 10: 31 a 11: 1; Mc. 1: 40-45.

Peligros verdaderos nos rodean, aunque a veces no queramos verlos: temor y desconfianza en lugar de estrechos lazos que nos unan; egoísmo que clausura la entrada a otros que necesitan un momento de amor, de escucha, de ternura; deshechura interior que nos tortura a pesar de negarla; falta de sinceridad y rectitud que impiden que el Señor encuentre reposo en nuestro ser y nos conceda reposar en el suyo, que es fiel compañero y guía seguro. ¡Por eso oramos, pedimos y esperamos, sentirlo siempre cerca, como roca y baluarte que nos defienda de nosotros mismos!

Volando por los siglos, nos sentamos a escuchar lo que los sacerdotes explicaban, siguiendo las voces de Moisés y de Aarón: “Si aparecen esas escamas o una mancha brillante, ¡es la lepra!, ese tal será declarado, impuro”. La sentencia lo rompe por completo, lejos de Dios, de su familia, de la comunidad. Condenado a vagar sin esperanza confesando a gritos su impureza; ¿qué horizonte le espera?: su vida está marcada de soledad y de tristeza; seguirá cargando “el fruto del pecado”, nadie podrá acercarse, no volverá a sentir lo que es una caricia, un beso o un abrazo, está maldito y segregado. Ya leíamos el domingo pasado la corrección que hace Yahvé en el libro de Job, la enfermedad no es consecuencia de culpa personal, ni venganza o castigo, sí es clara manifestación de la presencia del mal, reflejo del absurdo querer del hombre, creatura al fin, encumbrarse hasta Dios sin contar con Dios. Esta actitud es la peor de “las lepras” y sólo hay una cura: acercarse a Jesús, humildes y confiados y pedir lo que cualquiera sin la fe, consideraría imposible: “Si Tú quieres, puedes curarme”.

¿Qué aprendimos de Jesús el domingo pasado?, su quehacer cotidiano era curar, sanar, orar, marchar en busca de todos los dolidos, ¿qué otra respuesta cabe esperar de Aquel que ha venido a enseñar con su vida que el amor es más que la ley, que el amor tiene una fuerza enorme que rompe las cadenas y que ese amor fluye de toda su Persona como río impetuoso que limpia cuanto toca y se deja tocar por Él? Escuchemos con alegría su palabra, eterna, que llega hasta nosotros, que no teme acercarse a la impureza cualquiera que ella sea; escuchemos esa voz que nos devuelve a nuestro propio ser, el que salió de sus manos completo, sin mancha, sin arruga, sin torpezas, y, gocemos la vida que renace al decirnos: “¡Sí quiero: Sana!” Mirémonos de nuevo, ¡nuevos!

Jesús le pide que no lo cuente a nadie, no quiere que confundan la misión del Mesías y la reduzcan a un poder milagroso, Él viene a algo más, a limpiar toda la suciedad del mundo al precio de su sangre; pero sí le indica que vaya y ofrezca en el templo lo prescrito por la ley para que pueda reintegrarse a la comunidad y a la familia. Pero cuando el don recibido es tan grandioso, ni el corazón ni los labios pueden guardar silencio y “divulgó el hecho por toda la región”.

Igual hemos quedado limpios, porque Él ha querido. Pienso que ahora no nos pide que guardemos el don en lo secreto sino que seamos testigos clamorosos que busquemos, por todos los caminos, encaminar a todos hacia Cristo, que cuantos nos conozcan y a cuantos conozcamos, encuentren en nosotros el gozo compartido de saber orientar cualquier acción para gloria de Dios y en grito silencioso, fincado en cada obra, invitemos a todos a “ser imitadores nuestros como nosotros lo somos de Cristo”.

miércoles, 4 de febrero de 2009

5º Ordinario, 8 febrero 2009.

Job 7: 1-4, 6-7; Salmo 146; 1ª Cor. 9: 16-19, 22-23; Mc. 1: 29-39.

La ubicación auténtica del hombre, la que lo hace crecer inmensamente: “¡caer de rodillas ante su Creador!”, saber penetrar la hondura de su ser de creatura y reconocerlo sin rodeos, ¡eso es liberación!, confesar la realidad que engendra una confianza inacabable: “Porque Él es nuestro Dios”.

Del libro de Job aprendemos, siguiendo la lectura sapiencial y didáctica, como la que encontrábamos en Jonás, ¿qué explicación dar al dolor y al sufrimiento y más cuando envuelven a un hombre justo, al que camina en rectitud y honestidad, al que confiesa todo como es en realidad, venido de Dios, y no acepta apropiarse nada, ni siquiera la salud y la vida? Es verdad que surgen la queja, la incomprensible interrogante, la inútil búsqueda de causas que expliquen la soledad amarga, pues en la confrontación de su interior no encuentra faltas, no hay ausencia de Dios, al contrario, en medio del dolor permanece el anhelo: “Recuerda, Señor, que mi vida es un soplo. Mis ojos no volverán a ver la dicha”. Dios nunca permanece ajeno al que lo invoca, parece que se tarda, pero “amanece el día”, el de Él, que ojalá sea el nuestro, por la aceptación y la confianza, y que nos acompañe hasta el fin de la vida y podamos comprender lo que desde la mirada humana sigue en la obscuridad y la pregunta, y gritar gozosos, porque al fin el Señor nos da la luz, como a Job: “Sé que mi Redentor vive y que con estos ojos, no los de otro, yo mismo lo veré” (19: 17), ya está actuando, como siempre, “el amor incansable del Señor, que cuida y que protege a quienes en Él ponemos la esperanza”.

La viva percepción de esta esperanza, la que mira con seguridad la resurrección, hace presente, el cántico del salmo: “Alabamos al Señor, nuestro Dios”; ya hemos pensado en la razón última para ello: “porque es hermoso y justo el alabarlo”, mirándolo a Él, y porque “sana, venda y tiende la mano a los humildes”, mirándonos a nosotros; completamos el círculo de partida y de llegada, no perdemos camino, mantenemos los ojos en la brújula – que es misterio de amor -, desde Dios y hacia Dios, pasando por el mundo.

La alabanza se vuelve acción, pues no puede permanecer en el silencio quien se ha sentido llamado y penetrado por Cristo; llamado que hace imposible evadir el compromiso, “¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!” Vocación desde la gratuidad que sabe que ha de responder en el mismo nivel de gratuidad y por ello se agranda la mirada con alcance universal, con abrazo que abarca a todo hombre, que acepta, alegremente, el ser débil porque “ahí reluce la fuerza de Dios” (2ª Cor. 12:10), ahí se cifra la recompensa, no como paga, sino como fruto del sarmiento adherido a la Vid: participar del Reino.
Marcos nos narra una jornada ordinaria de Jesús: servicio y más servicio, de la madrugada hasta la noche, no para de hacer patente la Buena Nueva: la liberación, el perdón, la compasión, la sanación, acción que abarca a “una, a muchos” y prosigue hasta recorrer “a toda Galilea”. Misión que se cumple cada día, sin descansos, sin flojeras, sin desvíos, ¿por qué?, lo hemos escuchado, porque ora, porque constantemente acude al Padre y en la soledad con Él, aprende y comprende el sentido y orientación de esa Voluntad que lo guía: “De madrugada, cuando todavía estaba muy obscuro, se levantó y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar”. Pienso que la pregunta es obvia: ¿buscamos esa voluntad en el silencio que se transforma en Palabra cuando viene desde el Padre?