martes, 26 de enero de 2010

4° Ordinario, 31 enero, 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 1: 4-5, 17-19
Salmo Responsorial, del Salmo70: Señor, tú eres mi esperanza.
Segunda Lectura: de la primera carta del apostol San Pablo a los Corintios 12:31 a 13: 13
Evangelio: Lucas 4: 21-30.

Supongo que habremos tenido presente la Octava de Oración por la unión de las Iglesias; la intención sigue siendo clara, que el Señor “nos reúna de entre todas las naciones”, para que haya un solo rebaño bajo un solo Pastor; que nos convenzamos que son más los lazos que nos unen que las diferencias que nos separan, hacia un ecumenismo que haga presente la realidad del Reino, la Buena Nueva, la Liberación.

La elección de Jeremías nos hace pensar en la misión profética de la Iglesia, nos pinta, de cuerpo entero, la vida de Jesús: engendrado antes de todos los tiempos, consagrado por Voluntad del Padre para ser La Piedra Angular, para darnos a conocer “cuanto ha oído del Padre”. Nos recuerda la realidad personal, la de cada ser humano, sépalo o no: “Te conozco desde antes de que nacieras”; pero más particularmente a quienes nos ha concedido conocerlo, porque desde el Bautismo, participamos de la función profética: “cíñete, prepárate, ponte en pie y anúnciame”. Sabemos que navegamos contra corriente, que, si somos fieles, nos harán la guerra, “pero no podrán con nosotros, pues Dios Padre está a nuestro lado para salvarnos”.

¡Necesitamos auténticos profetas! ¿Nos atreveremos a pedirle al Señor que derrame su Espíritu sobre nosotros, que nos ayude a superar el miedo a las contradicciones, a las persecuciones, a las incomprensiones, a la misma muerte? El profeta es “elegido por Dios, es alguien del pueblo, hace ver las faltas, las corrige, pero intercede por el pueblo”.

No es una misión “agradable”, preferimos la seguridad, quedarnos en el anonimato, decirnos cristianos “en secreto”, para no ser segregados de una sociedad que sólo quiere oír lo agradable, lo que no remueva las conciencias, lo que la deje en paz…, y ¿qué obtenemos?, dejar inconclusa la invitación que ya nos dio a conocer Dios, no hacemos realidad el contenido del Salmo: “Señor, Tú eres mi esperanza; desde mi juventud en Ti confío. Desde que estaba en el seno de mi madre, yo me apoyaba en Ti y Tú me sostenías. Proclamaré tu justicia y a todas horas tu misericordia. Me enseñaste a alabarte desde niño, y seguir alabándote es mi orgullo”. ¿Es, en verdad, nuestra actitud?

Jeremías, Jesús, Pablo y muchos más, encendidos por el Espíritu, “aspiraron a los dones más excelentes”, sin despreciar los demás carismas, los superaron y aceptaron, con “el Amor”, todas las consecuencias, hasta le misma muerte. Nos mostraron, y, continúan mostrándonos, que todo es nada sin amor, porque éste es como Dios mismo: eterno, “no pasa nunca”. ¡Qué fácil es sentirnos puros, transparentes, magnánimos, desde el rincón de la comodidad que nos hemos construido! Los problemas aparece en la confrontación, cuando, lejos de inventar palabras bellas, “disculpamos, confiamos, esperamos y soportamos sin límites”, cuando somos “comprensivos, serviciales justos y verdaderos”, entonces comenzaremos a “ver a Dios”, aunque sea como en un espejo obscuro, sin bruñir, pero preparamos, el camino para “conocer a Dios como Él nos conoce”. Volvamos la mirada hacia Jesús, Él no se arredra. Acepta “la aprobación y la admiración de su sabiduría”, pero no cede a los halagos. Se pronuncia como quien Es, la Verdad que llega a los corazones y los remueve; le entristece el rechazo y supera las amenazas, el descontento de quienes no quieren convertirse ni dar el paso liberador de la fe. Sabe que el Padre “está para salvarlo”… y “pasando por en medio de aquellos que querían despeñarlo, se alejó de allí”. ¡Ya llegará el momento del testimonio supremo que abrazará, con gozo, para la salvación de todos!

miércoles, 20 de enero de 2010

3° Ordinario (Ciclo C), 24 enero 2010,

Primera Lectura: del libro del profeta Nehemías 8: 2-6, 8-10
Salmo Responsorial, del Salmo 18: Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna.
Segunda Lectura: Primera carta a los corintios 12: 12-30
Evagelio: Lucas 1: 1-4, 14-21.

“Cantemos al Señor un cántico nuevo”. Novedad teñida de reconocimiento por la gratuidad, rodeados por el “esplendor de su gloria”. El canto brotará constante al percibir nuestro ser de creaturas que se goza en el Creador.

El Señor quiere que “produzcamos frutos abundantes”, y sabemos, por experiencia, que sólo de Él puede llegar la ayuda para hacerlo. Nos llega a la memoria lo dicho por el mismo Jesús: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos, así como el sarmiento no puede dar fruto si no está adherido a la vid, así ustedes sin Mí, no pueden hacer nada”. (15: 4-5)

El conocimiento de la Revelación, nos llega por la escucha de su Palabra; en ella y por ella crecen la alegría de saber el camino, el comprender un poco más la rectitud y perfección de la Ley, el acercarnos a la interioridad de Dios manifiesta, como verdadera liturgia, en la lectura del libro de Nehemías: alabanza que abre el contacto con Dios: “No estén tistes, porque celebrar al Señor es nuestra fuerza”, gozo y arrepentimiento. Sentimiento que se prolonga en el salmo: “Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna”, en ellas hay perfección, sabiduría, verdad, plenitud, refugio y salvación.

San Pablo en el fragmento que escuchamos de la Carta a los Corintios, continúa con la comparación de Iglesia-Cuerpo: somos muchos, pero formamos un solo cuerpo y tenemos a Cristo como Cabeza; donde va la cabeza, va el cuerpo, y donde está el cuerpo está la cabeza, de igual manera debería de ser nuestro proceder, acordes, unidos, identificados con Cristo, para ejercer en bien de todos, –como analizábamos el domingo pasado-, los dones con que Dios dotó a cada uno. Multiplicidad de cualidades que confluyen al mismo fin: construir, con la Gracia del Espíritu, la totalidad del Cuerpo de Cristo. En el mejor de los sentidos, ¡no hay escape posible, si de verdad deseamos llevar a término nuestro caminar en el mundo!

San Lucas, presenta, de manera ordenada, “la historia de las cosas que pasaron entre nosotros”, no con un simple afán histórico, sino “para que veas la verdad de lo que se te ha enseñado”: el programa de Jesús. Seguir a Cristo, ser cristiano, no consiste en leyes, preceptos y normas. La Iglesia, y nosotros como Cuerpo vivo, no podemos contentarnos con escuchar, urge pasar a la acción: conocer y amar a Jesús; con la unción del Espíritu, conforme a la complacencia del Padre. Su proclamación es nítida: “llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y anunciar el año de gracia del Señor”. En Él se cumple y en nosotros debe continuarse, la profecía de Isaías. Éste, no otro, es el camino para proseguir la construcción del Cuerpo Místico. Son muchos los que necesitan escuchar palabras y ver obras que los alienten y llenen de esperanza.

Dentro de la octava de oración por la unión de las Iglesias, queremos cuidar y acrecentar lo que el Señor Jesús vino a sembrar. Una vez más le presentamos nuestra interioridad para que ese Reino de Amor, de Justicia, de Libertad y de Paz, continúe realizándose como el “Hoy” que ha anunciado la profecía y Jesús asegura que está en presente. Que Él nos ayude para que fructifique a través de cada día.

miércoles, 13 de enero de 2010

2° Ordinario, (Ciclo C) 17 Enero, 2010

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 62: 1-5;
Samo Responsorial, del Salmo 95: Cantemos la grandeza del Señor
Segunda Lectura: de la primera carta de apóstol San Pablo a los Corintios 12: 4-11
Evangelio: Juan 2: 1-11.

Comenzamos la serie de domingos del Tiempo Ordinario, no porque nada suceda, es una denominación litúrgica que diferencia Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Pentecostés; pero como se trata del Señor que nos sigue hablando, buscando, mostrando signos, todo día es extraordinario, todo día es oportunidad para crecer en el conocimiento y amor de Dios, para encontrar el significado de su palabra y de sus gestos en Jesucristo.

En medio de tanta perturbación, de la deshumanización, de la soledad de muchos corazones, anhelamos que la antífona de entrada se vuelva realidad: “Que se postre ante el Señor la tierra entera, que todo ser viviente alabe al Señor”. No llegará, ya llegó, el día en que la Palabra y la acción de Dios abracen a la humanidad entera y ésta quiera, en verdad, abrir los ojos y los oídos y apropiarse el deseo del Señor: “Por amor a mi pueblo” – por amor a cada ser humano – “haré surgir la justicia, y la salvación brillará como antorcha”. Aquí radica nuestra confianza, a pesar de los tiempos de obscuridad y angustia. No más lamentaciones, ni sombras de abandono: “A ti te llamarán ´Mi complacencia´, y a tu tierra ´Desposada´”. ¿De verdad experimentamos estar en “las manos” de Dios?, ¿somos conscientes de su preocupación por nosotros?, ¿aquilatamos el peso de gloria que nos manifiesta al “llamarnos a participar de la gloria de nuestro Señor Jesucristo”? Como respuesta espontánea entonaríamos siempre el estribillo del Salmo: “Cantaríamos sin cesar las grandezas del Señor”.

El fragmento de la carta a los Corintios nos impulsa a pensar “en comunidad”, todos recibimos “el mismo Espíritu”, y, aunque las manifestaciones sean diversas, cuanto somos y tenemos, debería estar orientado “hacia el bien común”. ¡Qué lejos estamos de esa realidad!, de sólo pensar en quitar los obstáculos que rompen la posibilidad de una humanidad auténticamente fraterna, “transcurrirían nuestros días en la paz”.

En el Evangelio de hoy, encontramos a Jesús, a María, a los discípulos, compartiendo la alegría de una boda. Se unen a la alegría, a la comida que une, al departir que conoce y se deja conocer, que enriquece y se enriquece; son seres humanos en toda la extensión de la palabra y la realidad.

María, como Madre, capta lo que ni el maestresala ha percibido, se aproxima a su Hijo y le dice: “Ya no tienen vino”. La respuesta de Jesús, como muchas otras que habrá escuchado y seguirá escuchando, a pesar del desconcierto, la asimila y su corazón de Madre inventa la solución: “Hagan lo que Él les diga”. Conocemos el desenlace: María “ha adelantado la hora del Señor”. La fidelidad de los sirvientes, ante lo inusitado, nos deja palpar a un Dios, en Jesucristo, que alimenta la alegría de los hombres.

Pienso que mucho podemos aprender de este “signo”: permitir al Señor que nuestra agua, vida insípida, se transforme en “vino nuevo” que dinamice, desde nuestro interior, el entorno en que vivimos y aumente en nosotros la confianza en las indicaciones de María, una Madre que busca siempre lo mejor para sus hijos: “Hagamos lo que Jesús nos diga”, cercanos a Él y a Ella, seguros de que, aun cuando en ocasiones nos pudiera parecer difícil lo que nos pide, ¡creamos!

viernes, 8 de enero de 2010

3º. Después de Navidad, el Bautismo del Señor, 10 enero 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 40: 1-5, 9-11
Salmo Responsorial, del Salmo103:
Segunda Lectura: de la segunda carta de Pablo a Tito 2: 11-14; 3: 4-7
Evangelio: Lucas 3: 15-16, 21-23.

Celebrábamos, el domingo pasado la Epifanía, la manifestación de Dios; esta manifestación es y ha sido siempre, desde la creación, “Tú que llamas a los seres del no ser para que sean”, cada creatura es presencia del Creador y desde cada una de ellas podemos aprender a llegar hasta el Señor; pero nuestra miopía, nuestra falta de relación, de comprensión, lo han impedido: “Desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible pare el que reflexiona sobre sus obras…” (Rom. 1: 20)
Como sabio conocedor de nuestra flaqueza, le habla a Noé, a Abrahám, a Moisés, comunica su palabra por boca de los profetas, por los signos de liberación, en ocasiones difíciles de comprender en “nuestro ahora”: “Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonar de las trompetas y la montaña humeante. Y el pueblo estaba aterrorizado, y se mantenía a distancia. Dijeron a Moisés: háblanos tú y te escucharemos, que no nos hable Dios, que moriremos”. (Éx. 20: 18-19), nos parece un Dios temible e inalcanzable. La historia es de rechazo, de alejamiento, de olvido, ¡tan parecida a la nuestra! “No hicieron caso, me dieron la espalda, rebelándose, se taparon los oídos para o oír”. (Zac. 7: 11)

El Señor nos quiere, es persistente, continúa ofreciendo su amor y su amistad a su pueblo, y en él a todos los hombres, porque en el proceso de salvación todos estamos involucrados; las palabras que escuchamos de Isaías nos llenan de esperanza: “Consuelen, consuelen a mi pueblo, hablen al corazón de Jerusalén, -al corazón de todos los hombres-, ha terminado el tiempo de su servidumbre, preparen el camino del Señor…” Y la Epifanía acompaña el correr de la historia, Dios, como “el lebrel del cielo”, sigue nuestras huellas; pero…, no nos dejamos alcanzar, queremos ignorar que nos quiere “presa” de su amor y salvación. Y llega al colmo: “Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley para liberar a los que estábamos bajo la ley, para que recibiéramos la condición de hijos”. (Gál. 4: 4) Con la Anunciación, Encarnación y Nacimiento de Jesús, nueva Epifanía, intenta ofrecernos Dios, señales más claras del interés que tiene por nosotros: “Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en Él”. (Jn. 3: 16)


Los ángeles fueron heraldos, los pastores y “los magos”, testigos; Herodes, a pesar suyo, también es testigo del Nacimiento de Alguien diferente: ¡Ha llegado el Mesías!

Hoy una triple conjunción nos conmueve y confirma, ya no son los ángeles que cantan, ya no es la estrella, son los cielos mismos que se abren, la paloma que desciende, la voz del Padre que escucha la “oración de Jesús” que nos trae el Espíritu y el fuego y nos sella como pertenencia de Dios. El Bautismo de Juan sólo conseguía una preparación interior, el instaurado por Cristo nos abre el camino hasta el Padre, pues a cada uno de nosotros de aplica, como Cuerpo de Cristo, la bendición que desciende sobre Él como nuestra Cabeza: “Tú eres mi Hijo, el predilecto; en ti me complazco”.

Que nuestra vida, como bautizados, sea una vida en la que Dios se complazca, así seremos manifestación de Dios como verdaderos hijos suyos. Que el Señor Jesús, hecho Pan y Vino en la mesa eucarística, continúe alimentándonos e instruyéndonos para que vivamos, como Él, ¡a gusto del Padre!

viernes, 1 de enero de 2010

Epifanía. 3 enero 2010.

Primera Lectura: del profeta Isaías 60: 1-6
Salmo Responsorial, del Salmo 71
Segunda Lectura: de la carta de San Pablo a los Efesios 3: 2-3, 5-6
Evangelio: Mateo 2: 1-12.

Epifanía: El Señor se manifiesta a todas las naciones; el Pueblo elegido se ha transformado en la Humanidad entera, no hay fronteras que limiten la Palabra de salvación.

Una Estrella más luciente que el sol, para los que queramos abrir los ojos de la fe; Estrella que alumbra el camino para evitar desviarnos; Estrella que guía, aunque de momento la perdamos entre nubarrones de olvido, siempre volverá a aparecer para agrandar el gozo, para llegar al sitio exacto del encuentro, para llenarnos de paz que nadie pueda arrebatarnos; para contemplar la Gloria que nos aguarda y durará para siempre.

Este pasaje de San Mateo es un “midrash”, una realidad, como una tela adornada para que entendamos “el lenguaje de Dios”, Él se acopla al nuestro. Es una narración llena de cariño del Niño Dios para los niños del Reino.

Mateo nos presenta al Niño ante el que se postran hombres venidos de lejanas tierras; ante Jesús, Dios y Hombre, Aquel del que nos dice San Juan en el prólogo de su evangelio: “Vino a los suyos (los judíos) y no le recibieron”. Ninguna autoridad religiosa o civil se postra ante el Niño Dios, solo aquellos “Magos” venidos del Oriente.

Mateo presenta un misterio, una reflexión teológica, y la teología es necesariamente “ciencia de los niños”, de los sencillos y humildes, de los pequeños, a los que el Padre revela los misterios guardados por siglos, por eso dirá Jesús mucho más tarde: “Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a los sencillos y humildes y las has ocultado a los sabios y prudentes de este mundo”. (Mt. 11:25)

Para tratar de penetrar el misterio de Dios y su presencia entre nosotros, tenemos que hacernos como niños, nacer de nuevo, ser niño otra vez. Acercarnos de rodillas, como los “Magos” se postraron ante el Niño.

Hoy es el día de las estrellas. Día de la ilusión del que cree en lo maravilloso, del que entiende el asombro que hay en aquel dicho japonés: “Cuando una flor nace, el universo entero se hace primavera”.

Cuantos hombres han querido ver a Dios a la luz del sol de mediodía y han quedado deslumbrados, ciegos porque es demasiada luz para que quepa en nuestro entendimiento y necesitamos la mediación de la estrella de la Fe para llegar a Él. A veces decimos que nos falta Fe, lo que nos falta es sencillez y humildad para aceptar a Jesús, verdadero Dios, hecho “pobre débil y pequeño”, como yo.

Entremos en casa de José y María, junto con los Magos y hablemos con el Niño. Digámosle: “Señor, también yo vengo caminando por el desierto de la vida, tratando de seguir la estrella de la Fe, que pierdo con frecuencia; aquí me tienes creyendo en Ti como en mi Dios. No me da vergüenza admitirlo, aunque muchos te nieguen”.

Yo no tengo nada que ofrecerte como estos “Reyes”. Sólo te entrego en propia mano mi carta. Como eres pequeño y no sabes leer te digo lo que he escrito: Te pido que me hagas niño. Niño que se confíe totalmente a su Padre Dios. Niño que crea y espere en Ti sin límites. Niño que pase por el mundo dando cariño y sonrisas, y confiando en que hay todavía bondad en los hombres de buena voluntad.

Agranda la puerta, Padre, porque no puedo pasar. La hiciste para los niños, yo he crecido a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame por piedad. Vuélveme a la edad bendita en que vivir es soñar.