miércoles, 30 de junio de 2010

14° ordinario, 4 de julio 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 66: 10-14
Salmo Responsorial, del salmo 65:  Las obras del Señor son admirables
Segunda Lectura: de la carta del apóstol San Pablo a los Gálatas 6: 14-18
Evangelio: Lucas 10: 1-12, 17-20.

“Recordaremos, Señor, los dones de tu amor”, en todo tiempo; recordar es traer al presente, revivir, y cuando se trata de los dones recibidos, es avivar el compromiso de reciprocidad, es continuar el aplauso interminable que reconoce cuanto el Señor hizo, hace y continúa haciendo con nosotros y en nosotros. “Tú que creaste maravillosamente al ser humano y más maravillosamente aún, lo reformaste”, concédenos mantener y aumentar la alegría que da la experiencia de la liberación y que, desde Ti nos asegura la “felicidad de que nuestros nombres estén escritos en el cielo”.

A esta alegría nos incita Isaías, al gozo y al consuelo, porque el Señor mismo nos alimenta con “la abundancia de su gloria”. El tiempo que vivimos, el ambiente que respiramos no es de paz; la inseguridad y la angustia nos rodean, no encontramos hacia dónde mirar desde nuestro entorno, estamos como los israelitas en situación de exilio, de incertidumbre; escuchemos la Palabra que anima, que conforta, que alienta, Palabra que promete y que cumple, que “acaricia y arrulla con amor de madre”; es Dios mismo “Padre y Madre” quien nos cuida y “nos hará florecer como un prado”. Escuchemos a Jesús mismo: “La paz les dejo, la mía, no la que da el mundo”. (Jn. 14: 27) El mundo no puede dar esa paz, porque “la Luz vino al mundo y, aunque el mundo se hizo mediante ella, el mundo no la conoció”; pero “a los que la recibieron, los hizo capaces de ser hijos de Dios”. (Jn. 1: 9, 12). Elevemos la esperanza, la que procede del Espíritu que nos ayudará a invocar a Dios como Padre-Madre y a alejar de nosotros todo temor, toda tiniebla, todo error. A cantar alborozados con el Salmo, como fruto palpable de que “las obras del Señor son admirables; no rechaza nuestra súplica ni nos retira su favor”.

San Pablo en la secuencia de la Carta a los Gálatas, ahonda más y más en el significado del amor, del que reluce en la práctica, del que no se queda anclado en prácticas y ritos sin compromiso sino que va a la donación total, la que siempre nos estremece porque sacude nuestro conformismo, nuestra inmovilidad: la Cruz. Pidamos al Señor poder afirmar, un día, como Pablo: “No permita Dios que me gloríe en algo que no sea la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo”, con voz temerosa pero valiente porque no proviene de nosotros mismos, sino de la Gracia que el mismo Jesús nos concede.

Una vez más aparece el “envío”, en el pasaje que nos narra San Lucas, es más universal, ya no son 12, sino 72 que se acompañan, que van “como ovejas en medio de lobos”, que juntamente le encomienda el Señor que “rueguen al Dueño de la mies que envíe operarios”, y las condiciones para la realización, simplemente como ha sido la vida de Jesús: en oración, en pobreza y portadores de paz, para que aprendan a dar lo que han recibido. Que no esperen éxito, porque la libertad humana es la que decide aceptar o no el Reino, pero, en caso de rechazo, que confirmen, a pesar de la oposición: “de todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca”.

El gran consuelo, la esperanza florecida que da seguridad, la reafirma Jesús: “Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo”. Allá está el final de la meta, allá “nos ha preparado un sitio”; la fidelidad al anuncio, la fidelidad a Jesucristo es y será el lazo que nos mantenga unidos.

miércoles, 23 de junio de 2010

13º Ord., 27 junio 2010.

Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 19: 16b, 19-21
Salmo Responsorial, del salmo 15: Enséñame, Señor, el camino de la vida.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol San Pablo a los Gálatas 5: 1, 13-18
Evangelio: Lucas 9: 51-62.

En estos días hemos escuchado muchos aplausos que coreaban acciones aguerridas, audaces, valientes, efectivas de los jugadores en el campeonato de futbol; destellos, instantes que ya se han esfumado. La alegría de unos contrastaba con la tristeza y la derrota de otros; momentos de euforia, gritos de entusiasmo que se fueron apagando con el correr del tiempo en el reloj. Los aplausos, signos de aprobación más los merece quien más brilla, por ello la antífona de entrada nos invita a “aplaudir al Señor, a aclamarlo con gritos de júbilo”, porque sus obras no son pasajeras, permanecen, iluminan el camino de la verdad y alejan nuestras mentes y nuestros corazones del error, ¡vaya que merece todo reconocimiento, gratitud, aplauso y alabanza!; pero no bastan esas expresiones, y menos cuando se trata de Él, necesitamos que su gracia nos prepare para escuchar la llamada y nos ayude a responder a ella, para superar los lazos que pudieran detenernos. ¡Qué importante clarificar de Quién viene el llamamiento, y a qué llama y envía!

En la primera lectura el Señor indica a Elías: “Unge a Eliseo, para que sea profeta en lugar tuyo”. El profeta usa un signo al cubrir con su manto a Eliseo; el significado: “tomar posesión de su persona y asociarlo a la misión profética”. Lo que en el Evangelio no concede Jesús, lo concede Elías: “Déjame dar a mis padres el beso de despedida y te seguiré”. Acción que en el fondo nos permite ver, primero el acto de piedad que prepara la ruptura total con el pasado y lo confirma con el sacrificio de la yunta y la quema del arado, “luego se levantó, siguió a Elías y se puso a su servicio”. Emprendió de verdad “el camino de la vida”; camino que nunca fue –ni es fácil-, pero “llena de gozo y alegría junto al Señor”.

Toda respuesta es libre, Dios nos ha dado lo que más nos asemeja a Él: “poder decir ¡sí!” Cuánto por reflexionar en lo que nos dice Pablo: “Vivan de acuerdo con las exigencias del Espíritu”. Es la razón que da razón a la “libertad de”, la que rompe las barreras del egoísmo, de las pasiones desordenadas, y actuar con la “libertad para” cumplir con el mandamiento siempre nuevo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, amor que es compromiso de servicio, amor que es radicalidad en la entrega, amor que no puede contentarse con prescripciones legales, amor que sigue al que es el Amor Encarnado.

Jesús, ¿hasta cuándo lo aceptaremos en plenitud?, es el ejemplo vivo de quien es fiel al ¡sí! Sabe que “se acercaba el tiempo en que tenia que salir de este mundo”, y toma “la firme determinación de emprender el viaje”. La “subida” implica la muerte como paso previo a la glorificación. Deja muy claro lo que es seguirlo. Él no quiere más seguidores, sino seguidores más comprometidos, que no aduzcan excusas ni pretextos por más lógicos que pudieran parecer al “yo”.

Renuncias a las seguridades materiales: “ni dónde reclinar la cabeza”; a los afectos más lícitos: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”, el Reino es trabajar por una vida más humana y no podemos retrasar la decisión. Una vez emprendido el camino, no hay sitio para nostalgias que nos anclen en el pasado: “El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”. El proyecto del Reino está en presente pero mira siempre adelante, sin dedicación y confianza, jamás aparecerá la audacia. El que inspiró el deseo de comenzar, dará lo necesario para terminarlo.

martes, 15 de junio de 2010

12° ordinario 20 junio 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Zacarías 12: 10-11; 13: 1
Salmo Responsorial, del salmo 62: Señor, mi alma tiene sed de ti.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol San Pablo a los Gálatas 3: 26-29
Evangelio: Lucas 9: 18-24.

El salmo 27, en la Antífona de entrada hace que reavivemos los ánimos y confesemos que el Señor es “la única firmeza firme”, el que vela y guía nuestros pasos para que hundamos las raíces de nuestro ser en el suyo; ahí encontramos la amistad que moverá nuestras acciones en los caminos del amor y nos recordará lo que significa el “temor filial”, aquel que jamás elegirá algo que pudiera contristar al Amigo

Descendientes de Abraham, como nos recuerda Pablo en la Carta a los Gálatas, porque hemos aceptado ser incorporados a Cristo, como aceptó el Patriarca vivir conforme a la voluntad de Yahvé, hemos recibido, igual que Israel “el espíritu de piedad y compasión para tener los ojos fijos en el Señor”, para que nunca se borre de nuestra mente, de nuestra vida, de nuestro interior lo que anuncia Zacarías: “mirarán al que traspasaron” y que recoge San Juan como testigo presencial; (19:37) de ese costado abierto manan la sangre y el agua que nos purifican “de todos los pecados e inmundicias”. Pablo insiste, ya lo hizo el domingo pasado, en la necesidad de la fe en Cristo, al incorporarnos a Él por el bautismo, “quedamos revestidos de Cristo”. Profundizando en la mentalidad bíblica, encontramos que el vestido indica la dignidad personal; una persona desnuda, la ha perdido; pero no juzga el apóstol con criterios humanos, nos hace penetrar más: esa incorporación hace que la dignidad personal se vuelva dignidad eclesial, unidad que acaba con cualquier división porque ahora “somos uno en Cristo”. Ahondar en esta realidad, por la fe, nos ayudará a ver la luz que debe iluminar nuestras relaciones, en medio de tanta convulsión y confusión de actitudes que, no solamente parece, sino que en verdad quieren acabar con la dignidad humana, muy lejos de lo que todos somos, por gratuidad divina: hijos e hijas de Dios.

Parafraseando el salmo, universalizando la mirada, podemos constatar que no sólo “mi alma tiene sed de ti”, sino que el mundo entero tiene sed de Ti, quizá sin querer confesarlo, pero queda de manifiesto en ese deseo, que brota por todas partes, de paz, de tranquilidad, de comprensión, de solidaridad, que es imposible encontrar en la violencia, en el egoísmo, en el ansia de poder y de tener. ¡Cómo necesitamos, Señor, que “derrames – todavía con más abundancia, porque no queremos comprender- tu espíritu de piedad y compasión”!

En el Evangelio Jesús hace constantemente presente la pregunta que interpela a todo ser: “¿Quién dices tú, que es el Hijo del hombre?”, un plural personalizado para que busquemos, allá adentro, no una respuesta vaga y nada comprometedora, sino la que surja del encuentro vivo con Él, de tal forma que nos disponga a intentar crecer en su conocimiento “para más amarlo y seguirlo”, para no soñar en heroísmos lejanos, sino con la rutinaria cruz de cada día, aceptada en la entrega, en el sacrificio, en las molestias y fatigas, sin brillo externo, la que va unida a la pasión y muerte, la que colabora, silenciosamente, a la salvación de la humanidad. Vivida en el amor que vence al mal. Entonces constataremos que la promesa se cumple en cada uno de nosotros: “el que pierda su vida por Mí, la encontrará”. La senda es ardua, difícil, fatigosa, por eso nos ofrece el alimento necesario en la Eucaristía, “para no desfallecer en el camino”.

martes, 8 de junio de 2010

Domingo 11° Ord. 13 junio 2010.

Primera Lectura: del segundo libro del profeta Samuel 12: 7-10, 13
Salmo Responsorial, del salmo 31: Perdona, Señor, nuestros pecados.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol San Pablo a los Gálatas 2: 16, 19-21
Evangelio: Lucas 7: 36 a 8: 3.

Cinco espejos en que mirarnos para exclamar, débiles, y, desde esa realidad, convencidos: “Ven en mi ayuda…”. Mil veces lo he escuchado, otras tantas vivido, una vez más pido eso que me falta: “sin tu gracia, nada puede mi –nuestra- humana debilidad”, solamente contigo conseguiremos ser y serte fieles.

David, Pablo, el fariseo, la mujer y el inmenso amor del Corazón de Cristo; veámonos, pero de manera insistente en el último.

David: poder que acapara y sucumbe, que busca, con ingenio pervertido, excusar su pecado; que poco antes, ante la parábola que le expone Natán ha externado su furia, sin mirarse a sí mismo: “Ese hombre merece la muerte”. Cuando el profeta lo pone ante su ser, después de hacer recuento de tantos beneficios con que Dios lo ha bendecido, el Rey medita, reconoce y pide perdón. ¡Qué grande es el Amor, qué comprensivo y magnánimo! “El Señor te perdona tu pecado. No morirás”. No existe otro camino para la reconciliación que dejarnos en manos de la misericordia; la moción viene de Dios, Él mismo nos ayuda a dar la respuesta sincera, y desde Él regresa la paz.

Pablo, acérrimo defensor de la Ley, ha comprendido que no es posible la purificación alegando los méritos propios; no es el cumplimiento de preceptos legales, no es aferrarse al grupo de “los elegidos”, sino abrirse a la fe y al inefable amor de Jesucristo lo que nos purifica y redime, el encuentro que identifica y hace proclamar, entusiasmado, el gozo recibido: “no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí, Él, que se entregó por mí”, y sólo con Él “no vuelvo inútil la gracia de Dios”. Dejémonos iluminar por este reflejo; dejemos que queme todo aquello que hace estéril la acción de la gracia en nosotros.

El fariseo invita a Jesús a comer a su casa; no rompe las reglas de hospitalidad, pues no eran “obligatorios” los detalles de ofrecer agua, aceite, ni el beso de saludo; actúa correctamente, pero “sólo correctamente”. Vemos retratado el “cumplimiento partido”: cumplo y miento. Relucen las apariencias, el corazón está distante y la lengua afilada. No sabemos si se quedó rumiando la parábola y dijo “sí” a la conversión.

La mujer ha saboreado lo agrio de la vida, la soledad, el desprecio, el abandono, la falsa felicidad y se encuentra vacía. Rompe todas las reglas al entrar en casa del fariseo, porque el impulso interior es muy fuerte. No habla, sencillamente, actúa. ¡Cuánta verdad la del dicho: más vale una acción que mil palabras! Y ella va, de acción en acción, dejando al descubierto su interior, ansioso de ser llenado por la comprensión, el cariño, la aceptación, el perdón, y sabe a Quién acercarse.

Jesús propone con delicadeza la parábola de los deudores; da tiempo para que la verdad reluzca por sí misma: “¿Cuál lo amará más?, la respuesta brota espontánea: “Supongo que aquel al que se le perdonó más”. El fariseo y nosotros somos hábiles para el juicio, pero tardos para la acción; Jesús deja que su Corazón se expanda y lleva a cabo la encomienda del Padre: “No he venido a juzgar sino a perdonar; he venido a buscar a los pecadores y a sanar a los enfermos”. (Jn. 3: 17 y Lc. 5: 32)

Todos los reflejos coinciden en la invitación a la conversión, a la fe y a la confianza, a la necesidad de escuchar, de viva voz: “Tus pecados te han quedado perdonados. Tu fe te ha salvado; vete en paz”. Reconciliación que devuelve la alegría que no termina. Amor que reencuentra al Amor y que acepta la encomienda de hacerlo florecer todos los días. ¡Que Jesús Eucaristía, nos reconforte y nos conceda vivirlo desde dentro!

martes, 1 de junio de 2010

10º Ordinario, 6 Junio de 2010

Primera Lectura: del primer libro de los Reye 17: 17-24;
Salmo Responsorial, del salmo 29: Te alabaré Señor eternamente.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol San Pablo a los Gálatas 1: 11-19
Evangelio: Lucas 7: 11-17.

Antífona de entrada que llama al centro de nuestro ser, que nos hace elevar el ánimo y dar gracias, confesar, por experiencia, que no estamos solos, que hemos experimentado lo que decimos: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”. Las actuaciones de Elías y de Jesús, querámoslo o no, nos enfrentan a lo todos sabemos y esperamos, unas veces con miedo, otras con serenidad, éstas, si hemos permitido que, el Espíritu que habita en nosotros, ilumine el presente y el futuro, cercano o lejano, no lo sabemos, pero cierto: un día, será el último aquí y el primero junto al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque “no somos como los que no tienen esperanza”, (1ª. Tes. 4: 13); porque nos hemos dejado poseer por “la esperanza que no defrauda y que ya ha sido derramada en nuestros corazones”, (Rom. 5: 5); porque sabemos que “no tenemos aquí ciudad permanente”, (Hebr. 13: 14), somos peregrinos, vamos de pasada. Nos encaminamos, diariamente, al momento del abrazo para sentir lo que es el Amor del Padre, para constatar lo que Jesús vino a plantar en nuestra historia: la participación en la Vida Trinitaria. Ignoramos el “cómo”, aceptamos la realidad prometida: “creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”. (Credo).

Leemos en el libro de los Reyes que Israel se ha olvidado de Yahvé: Acab, hijo del rey se ha casado con Jesabel, hija del rey-sacerdote de Tiro, se multiplican los altares a Baal, las creencias extranjeras han secado la fe, ya no se invoca el nombre sagrado. El pueblo desaprueba pero no reacciona; llegan la sequía y el hambre y todos las atribuyen a la multitud de pecados, inclusive la viuda de Sarepta que ha recibido a Elías en su huída: “¿Qué te he hecho yo, hombre de Dios? ¿Has venido a mí casa para que me acuerde de mis pecados y se muera mi hijo?” El profeta responde con actos, como mediador, confiado en Dios, ora, es escuchado; por su intercesión vuelve la vida al niño y al entregarlo a la madre, ésta descubre la nueva vida: “Sé que tus palabras vienen del Señor”. ¡Señor, que descubramos tu presencia, tu cercanía, no sólo en momentos difíciles sino aun en los signos de la gris rutina de la vida!

En el Antiguo Testamento Yahvé da la vida y saca de la muerte; en el Nuevo Testamento, es Jesús quien crea la nueva vida, porque Él ha recorrido el camino que va de la muerte a la vida y quiere que su Vida se manifieste en aquellos que lo siguen; quiere que los hombres lleguemos a crear algo nuevo a través del servicio y del amor, de la compasión y la cercanía; como Él. Inicialmente desconcertante en su palabra: “no llores”, vivificante en su acción: “Joven, Yo te lo mando: Levántate”. No hubo más palabras, los ojos que se encontraron dijeron mucho más. Un Corazón divino y humano se manifiesta ante todos; la reacción inmediata de los presentes nos alecciona: “todos se llenaron de temor”, una actitud reverencial de adoración ante la trascendencia infinita de Dios, y “comenzaron a glorificar a Dios diciendo: un gran profeta ha surgido entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo”, el asombro convertido en acción de gracias.

Jesús continúa invitando a levantarnos, a crecer y crecer en la fe en Él: “Yo he venido al mundo como luz, para que ninguno que cree en mí quede a obscuras” (Jn. 12: 46), y esa luz ilumina el final: “Este es el designio de mi Padre: que todo el que reconoce al Hijo y cree en Él, tenga vida eterna y Yo lo resucite en el último día” (Jn. 6: 40)