lunes, 12 de diciembre de 2011

4º Adviento, 18 Diciembre, 2011.

Primera Lectura: del segundo libro del profeta Samuel 7: 1-5, 8-12, 14, 16
Salmo Responsorial, del salmo 88: Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor.
Segunda Lectura: lectura la carta del apóstol Pablo a los romanos 16: 25-27
Aclamación: Yo soy la esclava del Señor; que se cumpla en mí lo que me has dicho.
Evangelio: Lucas 1: 26-38.
 ¿No nos sentimos, como dice el Salmo 63:2: “como tierra agostada, sedienta, sin agua”?, pues repitamos la plegaria-deseo que recitamos en la Antífona de Entrada: “Destilen, cielos, el rocío, que la nubes lluevan al Justo, que se abra la tierra y germine al Salvador”. Oteamos el horizonte y observamos que las nubes están cuajadas de esperanza, que la tierra ya se ha refrescado con el mejor Rocío, que se ha abierto la tierra y está entre nosotros “El Deseado de los collados eternos”: Jesucristo.

Jesús, anuncio prometido y realizado; lo hemos conocido y queremos seguirlo conociendo; Como seres eminentemente sensibles, no deja de estrujarnos el contenido de nuestra petición: “que por su Pasión y su Cruz, lleguemos a la gloria de la Resurrección”. La verdad es que su Pasión inició con la Encarnación y prosiguió durante toda su vida mientras convivió con los hombres, y lo sigue haciendo aunque no lo merezcamos. Si a nosotros nos cuesta trabajo la relación interpersonal, maginemos lo que le costó a Él la incomprensión, el desaire, la indiferencia, pero siguió adelante. A base de oración, de contemplarlo y pedirlo, alguna vez llegaremos a aceptar que la muerte es el camino hacia la Resurrección, que “sin efusión de sangre, no hay redención”, (Hebreos 9: 22), y a superar nuestra lógica inmediatista y encerrada para que veamos la claridad del horizonte que supera todo horizonte. Aceptar a Jesús es aceptarlo “todo entero”, sin exclusiones, sin convencionalismos, en la radicalidad de su amor, de su obediencia al Padre, de su entrega ilimitada.

¿Quién sino el Espíritu nos podrá conceder “fuerzas para vivir el Evangelio”? y “dar gloria al Dios infinitamente sabio, por Jesucristo nuestro Señor”.
“Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios, para Dios no hay imposibles” (Mt. 19: 26) ¡Cómo lo constatamos en la lectura del Evangelio de hoy! En María y con ella, pasamos del asombro a la pregunta, a la escucha, a la disponibilidad absoluta de un corazón que no pone trabas a la “invitación del Espíritu”

Culminemos con Ella la preparación de este santo Advenimiento; Ella es el mejor ejemplo, de cuantos desearíamos, para dejarnos en las “manos de Dios”.
La Fe no se basa en la claridad del contenido del comunicado sino en la entera confianza depositada en el Comunicador, y todavía más, cuando nos hace partícipes de la decisión amorosa, compasiva, eficaz de la Trinidad: “El Señor Dios le dará el trono de David su Padre…, el Espíritu te cubrirá con su sombra…, el Santo que nacerá de ti, será llamado Hijo de Dios.”

¡Nuestro Padre Dios se nos entrega en su Hijo Jesucristo!, que nos cubra de nuevo el asombro de lo incomprensible, que, en medio de nuestras tinieblas, se hace Luz; jamás desde nosotros, pero sí en nosotros, si, como lo hizo María, nos atrevemos a decir: “Cúmplase en mí lo que has dicho”.

Que esa “fuerza del Espíritu”, que hemos recordado, nos vuelva atentos escuchas de lo que Dios quiere de cada uno de nosotros, y como María, lo llevemos a cabo.