miércoles, 23 de febrero de 2011

8º Ordinario, 27 febrero 2011.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 49: 14-15
Salmo Responsorial, salmo 61: Sólo en Dios he puesto mi confianza.
Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol San Pablo a los Corintios 4: 1-5
Aclamación: La palabra de Dios es viva y eficaz y descubre los pensamientos e intenciones del corazón.
Evangelio: Mateo 6: 24-34.

En múltiples ocasiones hemos reflexionado en que la única razón que pudo “mover” a Dios a crearnos, fue y sigue siendo el Amor; “nos libra y nos salva porque nos ama”, como hemos escuchado en la antífona de entrada. “El Amor es difusivo de sí mismo”, y la prueba la tenemos al alcance de la mano, de la mente, del corazón, de todos los acontecimientos, aun cuando, de momento, algunos nos desconcierten, pero si los consideramos con atención, “todo redunda en bien de los que aman a Dios”, Él se encuentra, de corazón, en cada cosa, roguemos para poder descubrirlo y constatar que la Conservación es la Creación continuada. Esta visión de fe experimentada, nos impulsará a vivir conforme a la voluntad del Señor, consolidará nuestros pasos en los caminos de justicia de paz, esa Paz que vino a entregarnos y sin la que nos será imposible comprendernos y comprender el mundo que vivimos.

Mirando la realidad actual, fácilmente llega a nuestros labios la queja que subía de los de los israelitas en el exilio: “El Señor nos ha abandonado, el Señor nos tiene en el olvido”; o el lloroso gemido de impotencia expresado en el Salmo 13: “¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?”…, la ternura maternal de Dios nos responde por boca del profeta:“¿Puede acaso una madre olvidarse de su creatura hasta dejar de enternecerse por el hijo de sus entrañas? Aunque hubiese una madre que se olvidara Yo nunca me olvidaré de ti”. Es el Señor mismo el que nos habla, es su cobijo, su preocupación, su cariño el que nos hace cambiar la mirada, el que da ánimos, el que nos sostiene en cualquier adversidad. Dios Padre y Madre, cuidadoso y preocupado de todas sus creaturas, “Poderoso defensor en el peligro”; si estamos convencidos, habrá brotado, de manera espontánea, el canto del Salmo: “Sólo en Dios he puesto mi confianza”. De ser sincera esta actitud, las consecuencias se seguirán como río que fluye: “Servidores de Cristo, del Reino, y administradores fieles de los misterios de Dios”. Sin vana presunción, sabiéndonos en sus manos, aguardaremos, serenos, a “que saque lo que está oculto, ponga de manifiesto nuestras intenciones y nos dé, -no como premio, que a jornal de gloria no hay trabajo grande, sino porque es Bueno-, “la alabanza que merezcamos”.

El Evangelio de hoy nos suena provocador, su aplicación casi irreal, ¿confiar en Dios, en su cuidado por nosotros, en medio de una lucha cruel por la supervivencia?, ¿le interesamos más que los pájaros y las flores?, ni sufren ni se afanan, nosotros tenemos que buscar el sustento diario, prever el futuro, trabajar para ahorrar, utilizar las herramientas internas y externas que nos ha proporcionado para poder subsistir, ¿de qué tiempo disponemos para preocuparnos por el Reino y su Justicia? La brújula apunta al norte, Jesús nos orienta a la trascendencia que supera las preocupaciones de cada día. Dos veces nos recuerda la realidad de Dios como Padre, y nos indica la imposibilidad de vivir divididos y, consecuentemente, la necesidad de dar a toda realidad su dimensión exacta; no condena las riquezas, pero nos advierte del peligro de cambiar la Roca de apoyo: “No pueden servir a Dios y a las riquezas”. La Opción Fundamental está clara, lo que se nos dificulta es el paso concreto y sostenido.

¡Señor, necesitamos de tu Luz y de tu Gracia para decidir, con valentía y con fe, la meta que nos confirme en tu Amor!

miércoles, 16 de febrero de 2011

7º Ordinario, 20 febrero 2011.

Primera Lectura: de libro del Levítico 19: 1 - 2, 17 - 18
Salmo Responsorial, del salmo 102: El Señor es compasivo y misericordioso.
Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol San Pablo a los Corintios 3: 16 - 23
Aclamación: En aquel que cumple la palabra de Cristo el amor de Dios ha llegado a su plenitud.
Evangelio: Mateo 5: 38 - 48.
 
“Cantar al Señor por el bien que nos hace, porque alegra nuestro corazón, porque nos muestra su misericordia”; porque nos revela el último sentido de nuestras vidas: “Sean santos porque Yo soy santo”.

¿Ser santo?, y la pregunta se queda sin respuesta; consideramos la proposición como algo demasiado lejano, ajeno a nuestra cotidianidad, quizá nos dé miedo tomarla en serio por cuanto encierra de compromiso, de dominio del egoísmo, de total apertura al servicio desinteresado, en pocas palabras, por lo que significa amar de verdad. Nos vamos acostumbrando a ese círculo, que consideramos irrompible porque nosotros mismos lo hemos cerrado y hemos impedido que brote, florezca y dé fruto la Palabra de Dios; perdemos el punto de referencia que con toda claridad nos ha expresado la lectura del Levítico, referencia que ilumina el horizonte, que puntualiza el contenido de la santidad: “Habla a la asamblea y diles: sean santos, porque Yo, el Señor, soy santo”. Ahí está la respuesta, la posibilidad, el camino: en Él, no en nosotros. El es el único santo, el único bueno, el “totalmente Otro”, pero desea que el hombre se acerque, que participe de su santidad, que realice lo que fue desde el principio: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”, que vayamos pareciéndonos más y más a Él, superando, con la presencia y la acción del Espíritu,  la realidad de nuestra pequeñez, de nuestras tontas envidias, de nuestras perezas, de nuestros miedos, de nuestra visión meramente terrena, y aceptemos el reto de “amar a los prójimos como a nosotros mismos”. ¡De lograrlo, con su ayuda, otro será el mundo que construyamos!

Una vez más, al quedarnos contemplándonos a nosotros mismos, al sentir la impotencia que nos ata, el Salmo nos indica el sendero ascensional: “El Señor es compasivo y misericordioso…, perdona, cura, colma de amor; nos trata según su Santidad”. Desde Él aprendemos a desterrar la venganza, “el desquite”, “el que me la hace la paga”… ¿qué gozo hemos experimentado al ser absueltos de una culpa?, ¿no podemos propiciar que los demás lo sientan en nuestras relaciones interpersonales? Esto es actuar según Dios, según Cristo: mucho más allá del sentimiento inmediato, de la respuesta nacida de la ira y de la rabia ante una ofensa recibida. Sabemos, hemos constatado, que la violencia engendra violencia; mejor vivamos la seguridad de Jesús:
“Dichosos los obradores de paz, porque de ellos es el Reino de los cielos”.

Jesús nos propone algo muy superior, que supera “la lógica que esgrimimos”: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que les hacen mal, rueguen por los que los persiguen y maltratan…” Sin duda es algo que rechaza la mente, pero que ensancha al corazón; será realizable porque el Espíritu habita en nosotros”, y “viene en ayuda de nuestra debilidad” para “actuar como hijos del Padre Celestial que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda su lluvia sobre justos e injustos”; ser del todo universales como el Padre es universal y abraza a todo ser humano, sin excepción.

El camino hacia nuestro Padre, roto por el pecado, nos lo recuerda Pablo: “Todo es de ustedes, ustedes de Cristo y Cristo es de Dios”.

Jesús, que al venir a nosotros en la Eucaristía, encuentres un Templo digno de Dios.

jueves, 10 de febrero de 2011

6º Ordinario, 13 febrero 2011.

Primera Lectura: Lectura del libro del Eclesiástico (Sirácide) 15: 16-21
Salmo Responsorial, del salmo 118: Dichoso el que cumple la voluntad del Señor.

Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol Pablo a los Corintios 2: 6-10
Aclamación:  Te doy gracias, padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del Reino a la gente sencilla.
Evangelio: Mateo 5: 17-37. 

¿De verdad somos conscientes de ser “sal de la tierra”, de ser faros encendidos que alumbren nuestra vida y la de los demás para que juntos “glorifiquemos al Padre que está en los cielos”? Para ser fieles, constantes, perseverantes, al irnos conociendo, al ir experimentando nuestra flaqueza, aprendemos a afirmar que “Dios es nuestra defensa, roca, fortaleza, baluarte y escudo, guía y compañía”. En Él y sólo en Él encontraremos la rectitud y sinceridad de corazón “que nos haga dignos de esa presencia suya” que nos mantenga como la sal de la tierra y luz encendida.  

¡Libertad, cuánto te ansiamos y qué poco te utilizamos rectamente! ¡Qué  fácil nos dejamos envolver por el “sensamiento” para encubrir nuestros caprichos y actuar sin detenernos a reflexionar que nuestras decisiones tienen consecuencias que repercuten en la consecución o en la pérdida de la Vida Verdadera!  

“El Señor conoce todas las obras del hombre”, aun aquellas que ignoramos o pretendemos ignorar, por eso recordando el Salmo 19: “De mis pecados ocultos, líbrame, Señor”, y que desde lo profundo de nuestro ser, hagamos viva la experiencia del salmo que recitamos en la liturgia: “Dichoso el que cumple la voluntad del Señor”, en ella está la sabiduría auténtica, la que repele las engañifas de este mundo, la que el Señor Jesús ha traído desde el Padre, la del Espíritu que nos sigue enseñando a buscar y a aquilatar la profundidad de Dios. 

Busquemos la voluntad del Padre con la pasión con que lo hizo Jesús, Él va siempre más allá de lo que dicen las leyes. Para encaminarnos hacia ese mundo más humano que Dios quiere para todos, lo importante no es observar simplemente la letra de la ley, sino tratar de ser hombres y mujeres que se parezcan a él. 

Quien no mata, cumple la Ley, pero si no arranca de su corazón la agresividad hacia su hermano, no se parece a Dios. Aquel que no comete adulterio, cumple la Ley, pero si desea egoístamente la esposa de su hermano, no se asemeja a Dios. En estas personas reina la Ley, pero no Dios; son observantes, pero no saben amar; viven correctamente, pero no construyen un mundo más humano.
 
Entendamos las palabras de Jesús: «No he venido a abolir la Ley y los profetas, sino a dar plenitud». No ha venido a echar por tierra el patrimonio legal y religioso del antiguo testamento. Ha venido a «dar plenitud», a ensanchar el horizonte del comportamiento humano, a liberar la vida de los peligros del legalismo. 

Nuestro cristianismo será más humano y evangélico cuando vivamos las leyes, normas, preceptos y tradiciones como los vivía Jesús: buscando ese mundo más justo y fraterno que quiere el Padre. ¡Jesús, que al recibirte en la Eucaristía, nos concedas estar abiertos a la acción de ese Espíritu de amor y de servicio, de sinceridad y transparencia que nos enseñaste a través de tu vida!

martes, 1 de febrero de 2011

5° Ordinario, 6 Febrero 2011.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 58: 7-10
Salmo Responsorial, del samo 111: El justo brilla como una luz en las tinieblas.
Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol Pablo a los Corintios 2: 1-5
Aclamación: Yo soy la luz del mundo, dice el Señor; el que me sigue tendrá la luz de la vida.
Evangelio: Mateo 5: 13-16. 

Dice Paul Claudel: “Nunca el hombre es más grande que cuando está de rodillas ante su Creador”. Actitud de reconocimiento agradecido por la vida, por los dones recibidos y al mismo tiempo, afirmación de que Absoluto solamente existe Uno: el Señor, nuestro Dios. En Él ponemos totalmente nuestra esperanza; ¿cuántas veces habremos repetido: “Sagrado Corazón de Jesús en Ti confío”? Pues que a la confesión que hacemos, sigan las obras. Esas, las que conocemos de memoria, pero que a veces están ausentes de nuestra vida diaria.

¿Qué  significado puede tener un “culto meramente externo”? Ya escuchamos la respuesta de labios de Isaías, - de labios de Dios mismo -: ¿Quieres ser luz y que esa Luz presida y cierre tus pasos?, actúa, “abre tu corazón a los demás, comparte tu pan, cobija al que no tiene techo, no des la espalda a tu hermano, viste al desnudo…, entonces clamarás y Yo te escucharé, brillará tu luz en las tinieblas…, entonces Yo te diré ¡Aquí estoy!”.  Parecería que escuchamos “El juicio de las naciones” del capítulo 25 de San Mateo: “Vengan benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber…”, y lo que sigue y tenemos en la memoria. No en balde llaman a Isaías el Protoevangelista, el clarividente con la Luz de Dios. ¿No es la predicción de lo que escuchábamos el domingo pasado en “Las Bienaventuranzas”? ¿Cómo llegará a Dios nuestro clamor si desdecimos con las obras lo que afirmamos con los labios? ¡Te amo, Señor, cumplo con el precepto dominical, comulgo, oro, pero eso de  ocuparme de mis hermanos en serio, está más allá de mis posibilidades!  ¿Dónde queda la integración de mi vida en la de Cristo que “pasó haciendo el bien”?
 
Sin tu Luz, ¿cómo podré brillar en las tinieblas?, ¿cómo caminar en la justicia, en la clemencia y en la compasión? 

Sin tu decisiva presencia en mí, no alcanzo a saborearme como esa sal que da tu auténtica sazón a la vida; soy ciudad en lo alto de un monte, pero cubierta de nubes; soy, inconsecuentemente, “luz apagada.” Siento surgir en mí la desilusión, porque no realizo lo que esperas de mí; por eso vuelvo a la oración: “Que tu amor incansable me proteja porque quiero poner en Ti toda mi esperanza.” El pecado, el egoísmo, la comodidad que me envuelven, me impiden dar el paso hacia el encuentro del otro, de Ti en cada ser humano y la brújula de mis decisiones se enloquece, da vueltas sin parar, sin apuntar hacia el único norte. ¿Me he quedado en una fe conceptual, teórica, que rehuye el compromiso, que busca “razones” para escudarse y no acepta tu realidad, que vendría a ser la mía, de la Buena Nueva “fincada en Cristo Crucificado”?

¡Me doy miedo de mí mismo! Sé que puedo sacudírmelo y “caminar no en tinieblas sino a la luz de tu gloria”, si desde mi debilidad capto, percibo y procedo desde “la fuerza de tu poder por medio del Espíritu”, entonces mis obras serán realizadas según tu voluntad e invitarán a cuantos trato “a dar gloria al Padre que está en los cielos.”

¡Convéncenos, Señor, que formamos parte de “ese pequeño resto” destinado a colaborar en la salvación de todos!