jueves, 28 de junio de 2012

13° Ordinario, 1º. De julio, 2012.

Primera Lectura: del libro de la Sabiduría 1: 13-15, 2: 23-24
Salmo Responsorial, del salmo 30: Te alabaré, Señor, eternamente.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los corintios 8: 7-9, 13-15
Aclamación: Jesucristo, nuestro salvador, ha vencido la muerte y ha hecho resplandecer la vida por medio del Evangelio.
Evangelio: Marcos 5: 21-43.

Aplaudimos con júbilo al admirar un espectáculo que nos ha conmovido, que nos ha comunicado plasticidad, armonía, ritmo. ¡Cómo no lo vamos a hacer diariamente, al estar en contacto con la Creación, con la maravilla de nuestro cuerpo, con las incalculables potencias de nuestro espíritu, y reconocer en todo ello la mano providente de Dios! ¡Alegría inacabable de la creatura que siente la presencia del Creador!  En incontables ocasiones hemos meditado el dicho de San Ireneo: “La Gloria de Dios es que el hombre viva”, y viva feliz.

Contentos, agradecidos, porque “somos hijos de la luz, porque Él nos ha sacado de las tinieblas del error y nos conduce al esplendor de la verdad”. “No somos hijos de las tinieblas; somos hijos de la luz”.  

Lo que Dios hace “está bien hecho”, entonces ¿por qué existen las aflicciones, la enfermedad, la tristeza, la muerte? La Sabiduría divina nos responde con toda claridad: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera. Las creaturas del mundo son saludables”. El Señor, el gran ecólogo, el Arquitecto perfecto, el que invita a la Vida, el que goza al ver en cada uno Su propia imagen, no puede ser el origen de lo roto, de lo partido; hemos sido nosotros, al dialogar con la tentación, los introductores del pecado y de la muerte; hemos tergiversado las relaciones paterno-filiales, las fraternas, las racionales y estérilmente buscamos, desde nosotros, el camino del retorno.

¿Por qué  la pregunta ancestral sigue acuciándonos si ya tenemos la respuesta?: el pecado, el olvido de Dios, la ausencia de alegría profunda y duradera, llegan por la falta de fe y de caridad, falta de amor concreto y servicial, de no haber hecho nuestro el ejemplo de Jesucristo, “que siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para hacernos ricos con su pobreza”. Bien lo clarifica San Pablo: “no se trata de que vivamos en la indigencia, sino en la justicia”, en la equidad, en una fraternidad vivificante; esto implica renuncia personal en bien de los demás, sin ella, será imposible disminuir la pobreza. Hoy, día de las elecciones, seguramente recordamos las promesas de todos los candidatos para erradicar la pobreza; el ¿cómo?, es el problema y será irresoluble sin la visión de fe que active la caridad,  la solidaridad,  la unidad que trascienden. Ninguno ha propuesto este horizonte, y sin él, todo quedará en palabras que se van con el viento. La decisión no es fácil, mas sí es posible.

La enfermedad, la muerte, la impotencia, encuentran solución en Jesucristo. “Hija, tu fe te ha curado Vete en paz y queda sana de tu enfermedad.”  Doce años de sufrimiento han quedado borrados. En Jairo un doble paso: acude a Jesús superando obstáculos sociales y posturas religiosas, recordemos que era jefe de la sinagoga: “Mi hija está agonizando. Ven a imponerle las manos para que se cure y viva”. El segundo, el anuncio de que la hija ha muerto, hasta le impide hablar. Es Jesús quien reanima la esperanza: “No temas, basta que tengas fe”.
La incredulidad no es cosa “nueva”, “Se reían de él”. Jesús entra y toma de la mano doce años dormidos y con su amor y su voz, los despierta. Vida, salud y alegría, no pueden ser otras las actitudes  las de Aquel que dio su vida por nosotros. ¿Crecerán nuestra fe y nuestra confianza en el Señor que vence hasta la misma muerte?  

jueves, 21 de junio de 2012

12° Ord. La Natividad de San Juan Bautista, 24 Junio, 2012.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 49: 1-6
Salmo Responsorial, del salmo 138: Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente.
Segunda Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 13: 22-26
Aclamación: Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitadoa su pueblo.
Evangelio: Lucas 1: 57-66, 80.

En la liturgia, solamente celebra la Iglesia tres nacimientos: el de Jesús, el de María y el de Juan el Bautista; en todos los demás santos recuerda su nacimiento definitivo: el martirio o la muerte como el final que lleva a la participación de la Gloria.  Juan el Bautista es al único que encontramos en esas dos ocasiones: nacimiento en la carne y nacimiento para el Reino, ¡algo nos dice en especial!

Es el gozne entre los dos Testamentos, el último de los Profetas, la Voz que clamó en el desierto y luego señaló a Jesús entre los hombres; en él se realiza el inicio del cumplimiento de todas las promesas que culminarán en Jesús, Único Mediador.

Voz que sabe lo que dice, voz obediente a la moción del Espíritu, voz que busca con ahínco expresar la verdad, voz que sufre en la búsqueda de sí  misma dentro de un hombre elegido desde el seno de su madre, pero que colabora, sin poner condiciones, para que el pueblo prepare el camino al Salvador. Al detenernos a contemplar este ejemplo, lo sentimos muy cercano, como que nos invita a que revivamos, cada uno, las características del profeta, del que habla en nombre de Dios, del que está henchido de Dios, del que sabe que “en vano se cansa, porque en realidad su suerte está en manos del Señor, su recompensa ese el mismo Dios”.

En diversas ocasiones hemos meditado que la vocación es un llamamiento que viene desde fuera: “Alguien nos llama”, nos encomienda una misión y, al mismo tiempo, nos da las fuerzas necesarias para cumplirla. No es hipérbole, también el Señor nos llama para ser “luz de las naciones, para que la salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra”. El estribillo del salmo nos retrata: “Te doy gracias Señor, porque me has formado maravillosamente”. Sin duda nuestro nacimiento no estuvo acompañado con los signos del de Juan, pero el solo hecho de haber nacido, ya es una maravilla; el seguir conociéndonos y conocer al Señor, hace que suba de tono esa maravilla, el percibir y aceptar ser escogidos, la culmina. En todos y cada uno se realiza el significado de Juan: “Dios es favorable”. Ya adivinamos lo que sigue: ¿qué tanto llevamos a cabo esa misión y hacemos patente “la luz que congregue a las naciones”?  ¿La sentimos brillar en el corazón y proyectarse en nuestras acciones?  No nos pedirá la vida austera ni el juicio tajante ni la amenaza de que la segur ya esté apuntando a la raíz; pero sí que exista congruencia, fidelidad, penitencia, oración, entrega sin temores hasta la misma muerte, que recordemos con frecuencia lo que dice San Juan en el Apocalipsis: “Y porque no amaron tanto la vida que temieran la muerte, por eso ahora reinan con el Cordero”.

En el nacimiento de Juan Bautista, más precisamente en el momento de escoger su nombre, se le suelta la lengua a Zacarías, lengua muda por la duda, ahora se deshace en alabanzas a Dios: ¡cuánto tuvo que aguardar para entender que el Señor es Bueno, que Dios es fiel a sus promesas! Todos los presentes se preguntaban impresionados “¿Qué va a ser de este niño? Esto lo decían, porque realmente la mano de Dios estaba con él”.

Nuestros padres, seguramente, se preguntaron lo mismo, porque la mano de Dios está en cada nacimiento. Fuimos respondiendo en la vida, algunos ya no nos oyen físicamente, otros aguardan la realización de sus sueños. Es bueno que nos preguntemos a nosotros mismos: ¿qué ha sido, qué es y qué queremos que sea nuestra vida? Ojalá como la del Bautista el Espíritu nos fortalezca y nos presentemos, sin miedos, como heraldos de Jesucristo.

domingo, 17 de junio de 2012

11° Ordinario, 17 Junio, 2012.

Primera Lectura: del libro del profeta Ezequiel 17: 22-24
Salmo Responsorial, del salmo 91: ¡Qué bueno es darte gracias, Señor!
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los corintios 5: 6-10
Aclamación: La semilla es la palabra de Dios y el sembrador es Cristo; todo aquel que lo encuentra vivirá para siempre.
Evangelio: Marcos 4: 26-34.

Aun cuando el Señor jamás nos abandona, lo hemos escuchado dos domingos seguidos: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”, tenemos experiencias de desolación, de sequedad, de lejanía que nos hacen clamar por su presencia. Es tiempo de detenernos a reflexionar, a discernir, como nos enseña San Ignacio, para descubrir la causa de esos sentimientos: ¿nuestras culpas, cierta tibieza, una prueba que el Señor permite “para que no pongamos nido en casa ajena”? La desidia nos empuja a abandonar la oración, la súplica, la confianza, a omitir el paso “obscuro y seguro de la fe”. Creamos a los maestros del espíritu y redoblemos el esfuerzo, la petición concreta que nos sugiere la antífona de entrada: “Escucha mi voz y mis clamores y ven en mi ayuda, Dios salvador mío”. Que resuenen fuerte las palabras de Pablo: “coherederos con Cristo si sufrimos con Él, para ser glorificados con Él”. Aparece, otra vez, el fantasma que rehuimos, porque deseamos un Cristo fácil, hecho a la medida, lejos de la sangre y de los clavos, lejos de las heridas y la muerte. ¿Cómo superar las debilidades de la carne? Atentos a la Oración Colecta, la respuesta está clara:
“Ayúdanos con tu gracia, sin la cual nada puede nuestra humana fragilidad”. ¿Nos lanza esta realidad entre sus manos? ¿Reconocemos “que el espíritu está pronto pero la carne es débil”? ¿Tratamos de vigilar, al menos, una hora con Cristo? Los discípulos no lo hicieron y, al llegar la prueba, sucumbieron. ¿Por qué somos reacios a la voz de la historia?

Ezequiel nos recuerda que el Señor está cerca, le interesa su Pueblo, le interesamos todos; de un pequeño retoño hace surgir un bosque, “en él anidarán todos los pájaros, descansarán al abrigo de sus ramas”. Somos ese retoño, esa es “la esperanza a la que hemos sido llamados”. No es promesa vana ni palabra al viento: “Yo, el Señor, lo he dicho, y lo haré”. Escucharlo, nos motiva a repetir, con alegría, lo que hemos dicho en el Salmo: “¡Qué bueno es darte gracias, Señor. Celebrar tu nombre, pregonar tu amor cada mañana y tu fidelidad, todas las noches!”  La inquietud ha decrecido, el consuelo amanece y el Señor nos convence que nunca está lejos de nosotros. Reemprendemos el camino hacia la Patria, conscientes de nuestro ser de peregrinos, guiados por la fe y por la esperanza, donde el Señor aguarda. No aceptaremos al temor de compañero, porque el soplo del Espíritu, aunado a nuestro esfuerzo, hará que “la misericordia triunfe sobre el juicio”. 

¡Qué fácil entender cuando el Señor platica! La fuerza que duerme en la semilla, de pronto se despierta, y sin que se sepa cómo, comienza a germinar. Todo es espera de noches y de días, ningún grito apresura su crecida, va siguiendo su tiempo, florece y cuaja en fruto.

El Reino, nos dice Jesús, es como ella, parece pequeñito; encierra un asombroso dinamismo que al encontrar la tierra removida, el agua suficiente y el clima favorable, crecerá de tal forma que las aves harán nido en sus ramas. La fe es don regalado, limpiemos la parcela, arranquemos yerbas y espinas que puedan impedir el crecimiento;  que la esperanza y la paciencia sean el riego que fecunde hasta alcanzar el fruto apetecido por Dios y por nosotros.

jueves, 7 de junio de 2012

10°. Ordinario, 10 junio, 2012.

Primera Lectura: del libro del Génesis 3: 9-15
Salmo Responsorial, del salmo 129: Perdónanos, Señor, y viviremos.
Segunda Lectura: de la segunda carta de San Pablo a los corintios 4: 13-5: 1
Aclamación: Ya va a ser arrojado el príncipe de este mundo. Cuando yo sea levantado de latierra, atraeré a todos hacia mí, dice el Señor.
Evangelio: Marcos 3: 20-35.

Imploramos al Señor que nos inspire deseos de justicia y de santidad, sin duda nos escucha, con todo, debemos insistir para que nos ayude a cumplir lo anhelado. Todavía cabría preguntarnos si de verdad surgen de nuestros corazones esos deseos, si aceptamos todas las consecuencias que conlleva la búsqueda de la justicia, la divina, una justicia que busca con ahínco ayudar al necesitado, dar mucho más de lo que se pide, ir más allá de lo que juzgamos posible, darnos a los demás, y sin trabas, al Señor.

La lectura de Génesis nos pone en contacto con el nacimiento del pecado, del mal, de la elección tergiversada que ha hecho y sigue haciendo la humanidad, que hemos hecho y seguimos haciendo nosotros; igual que a Adán, nos pregunta “¿Dónde estás?”, no físicamente sino interiormente, ¿cómo está tu relación conmigo, contigo, con los demás? Pensamos que podemos escondernos de Dios, que podemos acallar la claridad de conciencia con que Él nos ha creado y encontrar pretextos que orienten la culpabilidad hacia los otros, y, tristemente, a los más cercanos, y que rompen las relaciones de fraternidad;  más aún, intentamos culpabilizar al mismo Señor: “La mujer que me diste me ofreció y comí…”, que en el fondo es un  reproche: si no me la hubieras dado, no hubiera pecado.

La sentencia a la serpiente, “personificación del mal”, pone de manifiesto el futuro cauce de nuestras relaciones: “te arrastrarás, comerás polvo, acecharás el talón”: tiene que ver con nosotros, con la humanidad entera: el pasto más pequeño te ocultará el horizonte de trascendencia, te apegarás a los bienes perecederos, combatirás contra tu hermano…, se ha roto el plan amoroso de Dios?, ¿fue un equívoco dotarnos de libertad?, ¿ha perdido fuerza el amor que Él depositó en nosotros? La respuesta la tenemos experiencialmente a la vista, la hermandad se ha ausentado, lo inmediato nos asedia y nos vence, parece que el mal triunfa en todas partes; pero Dios no se desanima, su Amor sigue en presente y la promesa de restauración brilla, Dice a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer y un descendiente te pisará la cabeza, acabará con el mal”. ¡Ya está delineada la misión de Cristo, su triunfo total: “Confíen, Yo he vencido al mundo”!

La Fe mira hacia el futuro, primero a la plenitud de los tiempos, con la Encarnación, con la actuación, siempre acorde a la voluntad del Padre, Heraldo de la Buena Nueva, Fundador de la nueva humanidad con su vida, con su muerte, con su resurrección, con la maravilla de poder llamar a Dios “Abbá”, Padre. Y más lejos, como nos dice San Pablo en la segunda lectura, nos dará un cuerpo nuevo, libre del pecado y de la muerte: “Sabemos que Aquel que resucitó a Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos colocará a su lado”, por eso no nos acobardamos, la restauración de nuestro ser se realiza cada día y con ello la gloria de Dios se extiende más y más. Ciertamente sabemos que nuestra morada terrenal se desmorona, pero “Dios nos tiene preparada en el cielo una morada eterna”.

Quizá siga asaltándonos el desánimo, pero nuestra confianza en el poder del Espíritu superará cualquier obstáculo, aun el más peligroso que somos nosotros mismos; sintámonos miembros de esta nueva familia, porque de verdad “Tratamos de cumplir la voluntad de Dios”. ¡Dejémonos contagiar con la locura de eternidad!