viernes, 27 de septiembre de 2013

26º ordinario, 29 septiembre 2013.



Primera Lectura: Amós 6: 1, 4-7
Salmo Responsorial, del salmo 145: Alabemos al Señor, que viene a salvarnos.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a Timoteo 6: 11-16
Aclamación: Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza.
Evangelio: Lucas 16: 19-31.

La antífona de entrada nos ubica en nuestra realidad de creaturas; juntamente nos trae a la memoria lo que hemos meditado los domingos anteriores, la confianza en la misericordia del Señor, y florece con nuevo vigor. El amor y el perdón que vienen de nuestro Padre, cubren la multitud de nuestros pecados; afianzados en Él, no desfalleceremos.

Las lecturas de este domingo nos hacen recordar a San Ignacio de Loyola que pone, en varias meditaciones, las “repeticiones”, en ellas hay que insistir o bien en aquello que nos iluminó especialmente, o bien en lo que nos dio miedo tratar de penetrar con mayor profundidad. Son continuidad del tema tratado por Amós y por Jesús: el peligro de quedarnos apesgados a los bienes de este mundo, de perder la visión real del “más allá” y con ella, la atención concreta, fraternal, servicial, humana a los demás, a los olvidados, a los sin voz, sin techo, sin esperanza, sin cariño.

El “¡Ay de ustedes que se reclinan sobre divanes adornados con marfil, se recuestan sobre almohadones para comer los corderos del rebaño, canturrean al son del arpa, creyendo cantar como David. Se atiborran de vino… y no se preocupan por las desgracias de sus hermanos”. Nos lleva al: “¡Ay de ustedes los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo!”, de Jesús en Lc. 6: 24. Pidamos al Señor que nos dejemos alumbrar por su Palabra; nada de lo que Dios nos ha dado o el ingenio del hombre ha descubierto, es malo, el peligro radica en quedarnos atorados y no tener vivo y presente que “todo lo demás lo dio Dios al hombre para que lo use, tanto cuanto, le ayude a conseguir el fin para que fue creado, y se abstenga de aquello que le impida conseguir ese fin”.

Lo bueno, lo cómodo, lo agradable, nos complace, ¿quién lo duda?, lo que puede ser verdaderamente trágico es perder el camino, y ese camino son los otros, cada otro, cada ser humano que cruza nuestra vida sin que compartamos con él una sonrisa. Si ni eso somos capaces de dar, ¿daremos algo?

En la parábola que narra Jesús, hemos de estar atentos a su lenguaje: no trata de mostrarnos cómo será el infierno, sino que, utilizando el lenguaje ordinario que había en su época: “el seno de Abrahán” y “el sheol” o lugar de castigo, subraya las consecuencias de las acciones que realizamos los hombres y las consecuencias reversibles según hayamos o no tenido en cuenta a los demás. De alguna forma tiene presente el salmo: “”Él es quien hace justicia al oprimido…, trastorna los planes del inicuo”. La realidad moral de nuestro “yo” se proyecta en cada decisión; en cada momento que tomamos nuestro ser entre las manos y “nos jugamos” la realidad definitiva. ¡Nos toma en serio para que nos tomemos en serio!

La fuerza que mantendrá  el paso decisivo no es otra que la fe en la vida eterna a la que hemos sido llamados; la determinación de mostrarnos testigos, a ejemplo de Jesucristo, “el Testigo fiel”. Actitud que debemos prolongar “hasta la venida de nuestro señor Jesucristo”, y como no sabemos “ni el día ni la hora”, urge alimentarla y mantenerla, conociendo y meditando su Palabra: “Moisés y los profetas”, que son resumen de la Revelación de Dios. ¡Démonos tiempo para leerla, aprenderla, seguirla!

viernes, 20 de septiembre de 2013

25° Ordinario, 22 Septiembre 2013.

Primera Lectura: del libro del profeta Amós 8: 4 -7   
Salmo Responsorial,
del salmo 112: Que alaben al Señor todos sus siervos. 

Segunda Lectura:
de la primera carta del apóstol Pablo a Timoteo 2: 1-8
Aclamación:
Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza. Evangelio: Lucas 16: 1-13. 
La antífona de entrada nos centra en el Señor, cualquier otra creatura será  pseudocentro que descentra: “Yo Soy la salvación de mi pueblo, dice el Señor”; conviene que analicemos la condicional: si el Señor es nuestro Centro, la petición de la oración colecta, brincará desde nuestro yo profundo: “concédenos descubrirte y amarte en nuestros hermanos para que podamos alcanzar la vida eterna”.  
 
La recriminación de Amós, en el siglo VIII, antes de Cristo, época en que Israel vivía una gran bonanza económica, parece escrita para nuestra época, y para cualquier tiempo de la historia del ser humano. Olvidaron y seguimos olvidando que “las cosas”, todos los bienes materiales, son para que aprendamos a usarlas en bien de los hermanos, especialmente los pobres y marginados; que somos “administradores” de los bienes con que Dios nos ha bendecido y “lo que se pide a un administrador es que sea fiel”, (en 1ª. Cor. 4:2), no dueños, y, menos aún esclavos de ellas. La trampa, el embuste, el abuso, acompañan a nuestra naturaleza desde que “el hombre” quitó a Dios del centro de su vida.

Amós es claro, directo, estrujante, lo hemos escuchado: “El Señor, gloria de Israel, lo ha jurado: no olvidaré jamás ninguna de estas acciones”. Recordemos a Mt. 24: “Lo que hicieron con uno de estos, me lo hicieron a Mí.” ¡Cómo volvemos a sentir la necesidad de lo que pedimos: “descubrirte y amarte en nuestros hermanos”!
 
¿Nuestra actuación incita a “que alaben al Señor todos sus siervos”? ¿Tenemos ojos y corazón para todos? ¿Percibimos la vivencia de formar un solo cuerpo cuya Cabeza es “Cristo que se entregó como rescate por todos”? ¿Aceptamos el ser puentes para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”? ¿Aceptamos su mediación, su testimonio, el despojo de su riqueza, para enriquecernos? Mil preguntas más que, bellamente, nos acorralan y no dejan salida al egoísmo, al pasotismo, al “pasarla bien” sin ocuparnos, valiente y activamente, de los pobres y afligidos, en contra de una globalización que agranda la brecha no sólo entre seres humanos como nosotros, sino entre los países que se dicen cristianos y el segundo, tercero, cuarto y quinto mundos… 
 
¿Creemos en la fuerza de la oración, de la intercesión, de la acción de Dios, que pide la nuestra? “Hagan oraciones, plegarias, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, y en particular por los jefes de Estado y las demás autoridades, para que llevemos una vida en paz, entregada a Dios y respetable en todo sentido”. Orar dondequiera que nos encontremos, ¿será difícil?

Si fue claro Amós, más claro es Jesucristo, aunque en la parábola nos deje pensativos: ¿alaba la habilidad del mal administrador?, no, sino la astucia que emplea, aun renunciando a su comisión al cambiar los recibos de los deudores, para procurarse un futuro menos malo, fincado exclusivamente en lo material; ¡vergüenza nos debería de dar que nos aventajen en los negocios los que pertenecen a este mundo, a nosotros que queremos pertenecer a la luz! El consejo, la proposición de Jesús nos da la solución: “Con el dinero, tan lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes mueran, los reciban en el cielo”. Es el profundo sentido de la limosna, saber y querer compartir, aun sin resolver el problema de la pobreza, hará que nuestro corazón se desprenda de lo que es lastre para el vuelo.

El final, ¿lo habremos oído alguna vez? ¡Señor que ni se nos ocurra ofrecerte un interior partido!

viernes, 13 de septiembre de 2013

24º Ordinario, 15 Septiembre 2013.

Primera Lectura: del libro del Éxodo: 37: 2-11, 13-14
Salmo Responsorial, del salmo 50: Me levantaré y volveré a mi padre.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a Timoteo: 1: 12-17
Aclamación: Dios ha reconciliado consigo al mundo, por medio de Cristo, y nos ha encomendado a nosotros el mensaje de la reconciliación.
Evangelio: Lucas 15: 1-32.

 “A los que esperan en Ti, Señor, concédeles tu paz…”, y a los que no esperan porque no te han encontrado o habiéndote encontrado tomaron otro camino, también.
Pedirle al Señor que  “cumpla su palabra”, con todo respeto me parece una osadía, ¿puede acaso caber la infidelidad en Dios?, ¡nunca!; recordando la 2ª Carta a Timoteo (2: 13), nos dice San Pablo: “si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a Sí mismo”.
Otra, al parecer contradicción, lo que pedimos en la oración: “Míranos con misericordia”, ¿puede mirarnos de otra manera? Si alguna vez hubiera llegado a nuestras mentes la duda de que Dios siempre nos mira con misericordia, con comprensión, con esperanza, con cariño, espero se haya despejado al escuchar las lecturas de la liturgia de este domingo.
En Éxodo, con un lenguaje totalmente antropomórfico, nos presenta el hagiógrafo “la ira de Dios”, sentimiento inadmisible en nuestro Padre, manantial de bondad. Haciendo la translación, para entender un poco hasta dónde llega su amor, ese amor que ha captado vivamente Moisés, encontramos en éste volcada la interioridad del Dios invisible, pero captable a través de sus acciones. “Invita a recordar a Yahvé”, que “es su pueblo, el que sacó de Egipto…, la Alianza, la Promesa, la descendencia”; el Señor desea que calibremos las consecuencias de perdernos, como se perdió, por momentos el Pueblo elegido, y se apartó, como nos apartamos, al idolatrar a una creatura…, el final es siempre el mismo: “El Señor se apiadó y renunció al castigo con que había amenazado a su pueblo.”  Subrayo el antropomorfismo, pues Dios no amenaza, Dios no castiga, “su misericordia dura por siempre”, somos nosotros los que provocamos el vacío en la búsqueda de suplantaciones absurdas, al olvidarlo.
Y continúan las demostraciones de esa Misericordia inacabable. Pablo y espero que nosotros, junto con él, “da gracias a Quien lo ha fortalecido, a Jesucristo por haberlo considerado digno de confianza…, fui blasfemo, perseguí a la Iglesia, pero Dios tuvo misericordia de mí, pues obré por ignorancia… su Gracia se desbordó sobre mí –se desborda incesantemente sobre nosotros-, por Jesucristo que vino a salvar a los pecadores, yo el primero, para servir de ejemplo”. ¿Nos dice algo comprometedor esta confesión? Entonces entonemos, alegres y agradecidos, el canto que al reconocer, alaba: “Al rey eterno, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén”.
El Señor constantemente está “creando en nosotros un corazón puro, un espíritu nuevo”,para que como Él, salgamos a buscar lo que está perdido, quizá comenzando con nuestro propio corazón; como el pastor, al que tienen sin cuidado las matemáticas, “uno” es más que “99”, ya que nada es comparable al gozo del hallazgo de lo amado. Toda la actividad el ama de casa, por “una moneda”: “Alégrense conmigo, encontré la moneda que se me había perdido”. Y la parábola, que nos sabemos de memoria: el hijo pródigo, al igual que el mayor, ambos estaban perdidos; el Padre sale al encuentro de los dos: el abrazo de cariño, de perdón, de comprensión, enlaza a todos; el joven es estrechado tiernamente, el mayor es convencido pacientemente.
 ¿Puede quedar alguna duda de que Dios nos ama, que Jesucristo se entregó por todos, y especialmente por “los perdidos”? 
No se dónde nos situemos cada uno de nosotros. Sí afirmo con certeza total, que me siento redimido por Cristo, amado por el Padre y comprometido con los hermanos.
¡Que el Señor nos enseñe a ser misericordiosos como Él es misericordioso!

viernes, 6 de septiembre de 2013

23º ordinario, 8 septiembre 2013



Primera Lectura: del libro de la Sabiduría 9:13-19
Salmo Responsorial, del salmo 89: Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a Filemón 9-10, 12-17
Aclamación: Señor, mira benignamente a tus siervos y enséñanos a cumplir tus mandamientos.
Evangelio: Lucas 14:25-33

Bondad que ilumina, impulsa, ayuda a encontrar y a seguir el camino que conduce a la verdadera libertad, la que sabe elegir mirando el horizonte y no se deja deslumbrar por el brillo de lo inmediato, la que prefiere lo que perdura, la que saborea, desde ya, la herencia eterna; ¿cuál es esa fuente y dónde se encuentra, sino en el Señor? Esto y más encierra lo que juntos oramos en la antífona de entrada y pedimos en la oración colecta. Podemos añadir: ¡Señor que continuemos experimentando la acción de tu presencia en nuestras vidas!

El libro de la Sabiduría, no puede hablarnos sino de Sabiduría, del saborear aquello que purifica y endereza, de lo que invita a que, lo que desde nuestra experiencia conocemos, cuando no nos hemos acogido al soplo del Espíritu; entonces hemos constatado que nuestros pensamientos son insubstanciales, inseguros, equivocados, porque la brújula de nuestro ser, dejada a sí misma, con enorme facilidad desbarra. Reflexión que se convierte en súplica que corrija, guíe y asegure.  Es el camino que rotura y recorre el salmo, y nosotros con él: la vida es brevedad del sueño, es florecer caduco, es tiempo que se esfuma, pero no caerá en el vacío si tu amor, cada mañana nos llena y si tu júbilo, Señor, resuena en lo más hondo para ser sinfonía de amor con la creación entera.

En la breve carta de San Pablo a Filemón, al considerar la molestia de éste por la pérdida del “esclavo”, le hace ver que el mismo apóstol lo ha engendrado para Cristo, precisamente en la cárcel. El reenvío va acompañado con un título netamente cristiano: “recíbelo como hermano…, recíbelo como a mí mismo”. La apertura a todos, aun a aquellos que pudieran habernos causado algún mal. ¡Cómo resuena el mandato de Cristo: “ámense como yo los he amado”!

En el evangelio, San Lucas continúa presentándonos “la subida de Jesús a Jerusalén”, se encamina a completar su misión por la Pasión, la Cruz y la Resurrección. Le acompaña una gran multitud, Él aprovecha para recordar las condiciones para seguirlo de verdad: el desprendimiento de todo, la auténtica renuncia a todo, no como contraposición sino en comparación de superioridad del amor hacia Él sobre cualquier otro amor; no es negación sino relativización; el Absoluto pide fidelidad a toda prueba.

Las dos parábolas ponen de manifiesto la necesidad del discernimiento, si no lo hay, las consecuencias serán nefastas: una construcción inacabada, una batalla perdida antes del enfrentamiento. ¡Qué importante saber elegir los medios y no solamente unos medios!

Los dos renglones finales reafirman la radical sentencia del Señor: “el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. Quizá le preguntemos balbucientes: ¿y qué nos queda, Señor?, su respuesta da sentido a todo: ¡Te quedo Yo!