Primera Lectura: del libro del profeta
Ezequiel 47: 1-2, 8-9, 12
Salmo Responsorial, del salmo 45
Segunda
Lectura: de
la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 3: 9-11, 16-17
Evangelio: Juan 2: 13-22.
Conmemorar, traer a la memoria, hacer presente lo que
fue y sigue siendo; el domingo pasado hicimos presentes a todos nuestros
hermanos difuntos que siguen siendo, el Señor pronuncia sus nombres, porque si “llama a los astros y responden ¡Presentes!”,
(Baruc 3: 35), ¿cómo podría olvidar los nombres de sus hijos? Revivamos la
historia como “maestra de la vida”. Hoy celebramos la Dedicación de la Basílica
de Letrán, la Catedral del Papa como Obispo de Roma, sede-símbolo de la unidad,
Ella, “la Madre de todas las Iglesias”, no tanto por la antigüedad de su
edificación, que también aceptamos, sino por la referencia que brota como
fuente y se expande por el mundo entero: desde Pedro…, luego, en el siglo IV
reciben la Basílica Melquíades, después Silvestre…, ahí se celebran cinco
Concilios Ecuménicos…, hasta Benedicto XVI, eslabones que seguirán
articulándose mientras el mundo dure y harán patente la promesa de Jesús: “Yo estaré con ustedes hasta el final de los
siglos”, (Mt. 28:20).
¿Qué podemos aprender?: la necesidad de orar por la
Iglesia y por todos los cristianos, para que ni ella ni nosotros nos quedemos
apesgados en una mirada triunfalista, piramidal y engarzada con las políticas
de poder, sino que volvamos a los pasos de Jesús: “No he venido a ser servido sino a servir y a dar mi vida por la
salvación de la multitud”. (Mt. 20:28)
Que la Iglesia, nosotros, hagamos realidad la petición dirigida al Padre
Celestial: “que tu pueblo te venere, te
ame y te siga, se deje guiar por Ti para llegar hasta Ti”.
Penetrando la visión de Ezequiel, encontramos “el agua que brota del templo, que baja por
las laderas, que todo lo sana, que da vida, que produce frutos abundantes y
duraderos”, es la salvación que viene de Dios, el agua a la que el mismo
Jesús hace referencia: “Del que crea en
Mí manarán ríos de agua viva”, y esto lo decía “refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él”. (Jn.
7: 38-39) La pregunta surge,
inquietante, retadora: ¿es la Iglesia, somos nosotros, soy yo, no sólo reflejo,
sino, verdad que va y vamos y voy, con la fuerza del Espíritu, “regando las laderas, sanando, purificando,
haciendo brotar flores y frutos, hojas medicinales”? Tema fecundo para examinar y orar y discernir, para retomar ánimos
porque se trata de una tarea, un cometido que, si bien nos compete como
colaboradores, es obra de Dios, fundamentados en Cristo, Piedra Angular, pero
fieles arquitectos, como Pablo quien nos exige, sensatamente: “Que cada uno se fije cómo va construyendo”.
Dábamos gracias al Padre, escuchando a San Juan el domingo pasado, porque “no sólo nos llamamos, sino que somos hijos
suyos”…Hoy San Pablo nos hace comprender la magnitud todavía más majestuosa
que cualquier Basílica: “¿No saben que
son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” Creer y actuar esta revelación debe cambiar el
mundo, al menos nuestro entorno: ¡Dios está en mí y está en cada hermano!
Actuemos de tal forma que el Señor Jesús no tenga que
venir a expulsar de “la Casa de su Padre”,
que recalquemos, somos cada uno, a mercaderes, ovejas y bueyes, a volcar las
mesas del dinero, sino que nos encuentre convertidos en “casa de oración”, e igual que los discípulos, sepamos “recordar sus palabras y confirmar nuestra
fe en la Escritura”.