viernes, 6 de febrero de 2015

5º Ordinario, 8 febrero 2015



Primera Lectura: del libro de Job 7: 1-4, 6-7
Salmo Responsorial, del salmo 146: Alabemos al Señor, nuestro Dios. Aleluya.
Segunda Lectura: de la primera carta de San Pablo a los corintios 9: 16-19, 22-23
Aclamación: Cristo hizo suyas nuestras debilidades y cargó con nuestros dolores.
Evangelio: Marcos 1: 29-39.

La ubicación auténtica del hombre, la que lo hace crecer inmensamente: “¡caer de rodillas ante su Creador!”, saber penetrar la hondura de su ser de creatura y reconocerlo sin rodeos, ¡eso es liberación!, confesar la realidad que engendra una confianza inacabable: “Porque Él es nuestro Dios”.

Del libro de Job aprendemos, siguiendo la lectura sapiencial y didáctica, como la que encontrábamos en Jonás, ¿qué explicación dar al dolor y al sufrimiento y más cuando envuelven a un hombre justo, al que camina en rectitud y honestidad, al que confiesa todo como es en realidad, venido de Dios, y no acepta apropiarse nada, ni siquiera la salud y la vida? Es verdad que surgen la queja, la incomprensible interrogante, la inútil búsqueda de causas que expliquen la soledad amarga, pues en la confrontación de su interior no encuentra faltas, no hay ausencia de Dios, al contrario, en medio del dolor permanece el anhelo: “Recuerda, Señor, que mi vida es un soplo. Mis ojos no volverán a ver la dicha”. Dios nunca permanece ajeno al que lo invoca, parece que se tarda, pero “amanece el día”, el de Él, que ojalá sea el nuestro, por la aceptación y la confianza, y que nos acompañe hasta el fin de la vida y podamos comprender lo que desde la mirada humana sigue en la obscuridad y la pregunta, y gritar gozosos, porque al fin el Señor nos da la luz, como a Job: “Sé que mi Redentor vive y que con estos ojos, no los de otro, yo mismo lo veré”  (19: 17), ya está actuando, como siempre, “el amor incansable del Señor, que cuida y que protege a quienes en Él ponemos la esperanza”.

La viva percepción de esta esperanza, la que mira con seguridad la resurrección, hace presente, el cántico del salmo: “Alabamos al Señor, nuestro Dios”; ya hemos pensado en la razón última para ello: “porque es hermoso y justo el alabarlo”, mirándolo a Él, y porque “sana, venda y tiende la mano a los humildes”, mirándonos a nosotros; completamos el círculo de partida y de llegada, no perdemos camino, mantenemos los ojos en la brújula – que es misterio de amor -, desde Dios y hacia Dios, pasando por el mundo.

La alabanza se vuelve acción, pues no puede permanecer en el silencio quien se ha sentido llamado y penetrado por Cristo; llamado que hace imposible evadir el compromiso, “¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!” Vocación desde la gratuidad que sabe que ha de responder en el mismo nivel de gratuidad y por ello se agranda la mirada con alcance universal, con abrazo que abarca a todo hombre, que acepta, alegremente, el ser débil porque “ahí reluce la fuerza de Dios” (2ª Cor. 12:10), ahí se cifra la recompensa, no como paga, sino como fruto del sarmiento adherido a la Vid: participar del Reino.

Marcos nos narra una jornada ordinaria de Jesús: servicio y más servicio, de la madrugada hasta la noche, no para de hacer patente la Buena Nueva: la liberación, el perdón, la compasión, la sanación, acción que abarca a “una, a muchos” y prosigue hasta recorrer  “a toda Galilea”.  Misión que se cumple cada día, sin descansos, sin flojeras, sin desvíos, ¿por qué?, lo hemos escuchado, porque ora, porque constantemente acude al Padre y en la soledad con Él, aprende y comprende el sentido y orientación de esa Voluntad que lo guía: “De madrugada, cuando todavía estaba muy obscuro, se levantó y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar”. Pienso que la pregunta es obvia: ¿buscamos esa voluntad en el silencio que se transforma en Palabra cuando viene desde el Padre?