viernes, 13 de febrero de 2015

6º Ordinario, 15 Febrero 2015.



Primera Lectura: del libro del Levítico 13: 1-2, 44-46
Salmo Responsorial, del salmo 31: Perdona, Señor, nuestros pecados.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios  10: 31 a 11: 1
Aclamación: Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
Evangelio: Marcos 1: 40-45.

Peligros verdaderos nos rodean, aunque a veces no queramos verlos: temor y desconfianza en lugar de estrechos lazos que nos unan; egoísmo que clausura la entrada a otros que necesitan un momento de amor, de escucha, de ternura; deshechura interior que nos tortura a pesar de negarla; falta de sinceridad y rectitud que impiden que el Señor encuentre reposo en nuestro ser y nos conceda reposar en el suyo que es fiel compañero y guía seguro. ¡Por eso oramos, pedimos y esperamos, sentirlo siempre cerca, como roca y baluarte que nos defienda de nosotros mismos!

Volando por los siglos, nos sentamos a escuchar lo que los sacerdotes explicaban, siguiendo las voces de Moisés y de Aarón: “Si aparecen esas escamas o una mancha brillante, ¡es la lepra!, ese tal será declarado, impuro”. La sentencia lo rompe por completo, lejos de Dios, de su familia, de la comunidad. Condenado a vagar sin esperanza confesando a gritos su impureza; ¿qué horizonte le espera?: su vida está marcada de soledad y de tristeza; seguirá cargando “el fruto del pecado”, nadie podrá acercarse, no volverá a sentir lo que es una caricia, un beso o un abrazo, está maldito y segregado. Ya leíamos el domingo pasado la corrección que hace Yahvé en el libro de Job, la enfermedad no es consecuencia de culpa personal, ni venganza o castigo, sí es clara manifestación de la presencia del mal, reflejo del absurdo querer del hombre, creatura al fin, encumbrarse hasta Dios sin contar con Dios. Esta actitud es la peor de “las lepras” y sólo hay una cura: acercarse a Jesús, humildes y confiados y pedir lo que cualquiera sin la fe, consideraría imposible: “Si Tú quieres, puedes curarme”.

¿Qué aprendimos de Jesús el domingo pasado?, su quehacer cotidiano era curar, sanar, orar, marchar en busca de todos los dolidos, ¿qué otra respuesta cabe esperar de Aquel que ha venido a enseñar con su vida que el amor es más que la ley, que el amor tiene una fuerza enorme que rompe las cadenas y que ese amor fluye de toda su Persona como río impetuoso que limpia cuanto toca y se deja tocar por Él? Escuchemos con alegría su palabra, eterna, que llega hasta nosotros, que no teme acercarse a la impureza cualquiera que ella sea; escuchemos esa voz que nos devuelve a nuestro propio ser, el que salió de sus manos completo, sin mancha, sin arruga, sin torpezas, y, gocemos la vida que renace al decirnos: “¡Sí  quiero: Sana!”  Mirémonos de nuevo, ¡nuevos!

Jesús le pide que no lo cuente a nadie, no quiere que confundan la misión del Mesías y la reduzcan a un poder milagroso, Él viene a algo más, a limpiar toda la suciedad del mundo al precio de su sangre; pero sí le indica que vaya y ofrezca en el templo lo prescrito por la ley para que pueda reintegrarse a la comunidad y a la familia. Pero cuando el don recibido es tan grandioso, ni el corazón ni los labios pueden guardar silencio y “divulgó el hecho por toda la región”.

Igual hemos quedado limpios, porque Él ha querido. Pienso que ahora no nos pide que guardemos el don en lo secreto sino que seamos testigos clamorosos que busquemos, por todos los caminos, encaminar a todos hacia Cristo, que cuantos nos conozcan y a cuantos conozcamos, encuentren en nosotros el gozo compartido de saber orientar cualquier acción para gloria de Dios y en grito silencioso, fincado en cada obra, invitemos a todos a “ser imitadores nuestros como nosotros lo somos de Cristo”.