viernes, 24 de junio de 2016

13º Ordinario, 26 junio, 2016



Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 19: 16, 19-21
Salmo Responsorial, del salmo 15: Enséñanos, Señor, el camino de la vida.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 5: 1, 13-18
Aclamación: Habla, Señor, que tu siervo te escucha. Tú tienes palabras de vida eterna.
Evangelio: Lucas 9: 51.62.

Hijos de la luz, llamados a irradiarla para disipar las tinieblas del egoísmo, del error, de la distancia que obscurecen la amistad.  La activa presencia de la Gracia hace que proyectemos esa nitidez, venzamos los temores y nos convirtamos en faros que guíen a todos hacia la Verdad. Una vez más pedimos que la Gracia actúe y que la dejemos transformarnos.

Elías, profeta de la Luz, arropa a Eliseo “con el manto”, le cede su lugar y su misión.

Si bien es cierto que en el Evangelio el Señor Jesús “no permite que nadie vuelva la cabeza atrás”, es otra la época y la circunstancia.

Eliseo ha comprendido,  da el paso inicial: desprenderse de todo: la quema de los aperos de labranza y el sacrificio de los bueyes lo atestiguan, es la señal concreta de que acepta cuanto viene con la vocación: ruptura, cambio, decisión; el riesgo: “bien sabe lo que el Señor ha hecho con él”.  Lo sabía sin saberlo y, sin embargo,  se lanza al entender con quién emprende su camino y que éste queda determinado por el servicio.

¿Cuál es el anhelo de todo caminante?: llegar  hasta el final. Pedimos el alimento que  nos sostenga: “Sáciame de gozo en tu presencia y de alegría perpetua junto a Ti”.

Jesús es el caminante decidido, no hay engaño en sus pasos, sabe de adversidades, de cansancio y de muerte…, las supera: “tomó la firme determinación de subir a Jerusalén”, allá habrá de llevar a plenitud la actitud que sostuvo su vida: “¡Vivir a gusto de Dios!”.

Samaria se niega a recibirlos, Jesús modera el impulso de los jóvenes apóstoles ansiosos de actuar y de exhibirse: “No saben de qué espíritu son; el Hijo del hombre no ha venido a destruir sino a construir”. Y continúan adelante.

Alguien se ofrece a seguirlo, Jesús aclara: lo único que te ofrezco es estar conmigo, las carencias son mi cobijo… y el ofrecimiento se desvanece ante el futuro incierto.

El siguiente se parece a nosotros, los cristianos del “pero”, de las adversativas, del tiempo no entregado, de las explicaciones que retardan el encuentro..., postergamos  el seguimiento hasta enterrar a los  padres, no es      que ya hayan muerto... Jesús conoce y vive los sentimientos de los hombres, pero el Reino apremia, no admite dilaciones.

Jesús pone de relieve el primer mandamiento: Amar a Dios sobre todas las cosas”, la vocación, el seguimiento, no aceptan componendas, por eso Cristo es el revolucionario más radical, va a lo profundo, a lo definitivo, a que rompamos amarras y nos dejemos conducir por el único viento que lleva a puerto: El Espíritu Santo.

Pablo invita a que reflexionemos sobre la auténtica libertad, la que se compromete con el Señor, la que impulsa a ser servidores por amor y que arroja lejos el lastre egoísta.

Que el aleluya corone nuestro deseo convencido: “Habla., Señor, que tu siervo te escucha. Tú tienes palabras de vida eterna”.

jueves, 16 de junio de 2016

12° ordinario 19 junio, 2016.-.



Primera Lectura: del libro del profeta  Zacarías 12: 10-11; 13: 1
Salmo Responsorial, del salmo 62: Señor mi alma tiene sed de Tí.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 3: 26-29
Aclamación: Mis ovejas escuchan mi voz, dice el Señor; Yo las conozco y ellas me siguen
Evangelio: Lucas 9: 18-24.

El salmo 27, en la Antífona de entrada hace que reavivemos los ánimos y confesemos que el Señor es “la única firmeza firme”, el que vela y guía nuestros pasos para que hundamos las raíces de nuestro ser en el suyo; ahí encontramos la amistad que moverá nuestras acciones en los caminos del amor y nos recordará lo que significa el “temor filial”, aquel que jamás elegirá algo que pudiera contristar al Amigo.

Descendientes de Abraham, como nos recuerda Pablo en la Carta a los Gálatas, porque hemos aceptado ser incorporados a Cristo; como aceptó el Patriarca vivir conforme a la voluntad de Yahvé, hemos recibido, igual que Israel “el espíritu de piedad y compasión para tener los ojos fijos en el Señor”, para que nunca se borre de nuestra mente, de nuestra vida, de nuestro interior lo que anuncia Zacarías: “mirarán al que traspasaron” y que recoge San Juan como testigo presencial; de ese costado abierto manan la sangre y el agua que nos purifican “de todos los pecados e inmundicias”.  Pablo insiste, ya lo hizo el domingo pasado, en la necesidad de la fe en Cristo, al incorporarnos a Él por el bautismo, “quedamos revestidos de Cristo”.  Profundizando en la mentalidad bíblica, encontramos que el vestido indica la dignidad personal; una persona desnuda, la ha perdido; pero no juzga el apóstol con criterios humanos, nos hace penetrar más: esa incorporación hace que la dignidad personal se vuelva dignidad eclesial, unidad que acaba con cualquier división porque ahora “somos uno en Cristo”. Ahondar en esta realidad, por la fe, nos ayudará a ver la luz que debe iluminar nuestras relaciones en medio de tanta convulsión y confusión de actitudes que, no solamente parece, sino que en verdad quieren acabar con la dignidad humana, muy lejos de lo que todos somos, por gratuidad divina: hijos e hijas de Dios.

Parafraseando el salmo, universalizando la mirada, podemos constatar que no sólo “mi alma tiene sed de ti”, sino que el mundo entero tiene sed de Ti, quizá sin querer confesarlo, pero queda de manifiesto en ese deseo, que brota por todas partes, de paz, de tranquilidad, de comprensión, de solidaridad, que es imposible encontrar en la violencia, en el egoísmo, en el ansia de poder y de tener. ¡Cómo necesitamos, Señor, que “derrames – todavía con más abundancia, porque no queremos comprender- tu espíritu de piedad y compasión”!

En el Evangelio Jesús hace presente la pregunta que interpela a todo ser: “¿Quién dices tú, que es el Hijo del hombre?”, un singular personalizado para que busquemos, allá adentro, no una respuesta vaga y nada comprometedora, sino la que surja del encuentro vivo con Él, de tal forma que nos disponga a intentar crecer en su conocimiento “para más amarlo y seguirlo”, para no soñar en heroísmos lejanos, sino con la cruz de cada día aceptada en la entrega, en el sacrificio, en las molestias y fatigas, sin brillo externo, la que va unida a la pasión y muerte, la que colabora, silenciosamente, a la salvación de la humanidad. Vivida en el amor que vence al  mal. Entonces constataremos que la promesa se cumple en cada uno de nosotros: “el que pierda su vida por Mí, la encontrará”. La senda es ardua, difícil, fatigosa, por eso nos ofrece el alimento necesario en la Eucaristía, “para no desfallecer en el camino”.    

sábado, 11 de junio de 2016

11º Ordinario. 12 Junio del 2016.-



Primera Lectura: del libro del profeta Samuel 12: 7-10, 13
Salmo Responsorial, del salmo 31: Perdona, Señor, nuestros pecados.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 2: 16, 19-21.
Aclamación: Dios nos amó y nos envió a su Hijo, como víctima de expiación por nuestros pecados.
Evangelio: Lucas 7: 36 a 8: 3.

Persiste la súplica de la Iglesia confirmada por la conclusión de nuestra experimentada debilidad e inconsistencia: “Ayúdanos con tu Gracia sin la cual nada podemos”, pues con ella, después de conocer tus mandatos, seremos capaces de serte fieles.

En la 1ª lectura encontramos al profeta Natán que no se arredra de enfrentar la verdad, ni siquiera ante la máxima autoridad: el Rey David. Vive lo que después dirá Aristóteles. “Amicus Plato, sed magis amica veritas”; Platón es amigo, pero más amiga es la verdad.

El santo Rey David, el querido por Dios por haber encontrado en él al “varón de deseos”, se ha  dejado enredar por los finos hilos de la tentación que se fueron convirtiendo en cadenas que atenazaron, oprimieron, esclavizaron, desorientaron el sentido auténtico del ser y lo lanzaron a abismos mayores; David tratando de ocultar el mal hecho, llega hasta el asesinato.

La fuerza con que el profeta le echa en cara su pecado llega al clímax cuando pronuncia en nombre del Señor: “Me has despreciado al apoderarte de la esposa de Urías, el hitita, y hacerla tu mujer”...  Parecería que no hay escape, la sentencia está dictada ante la confesa mudez del reo; pero el corazón arrepentido siempre tiene cabida ante Dios; sin duda entre sollozos, David inicia el “miserere” que prolongó toda su vida: “¡He pecado contra el Señor”! La respuesta de Dios es inmediata: “El Señor perdona tu pecado. No morirás”.

Ojalá el Salmo haya sido una expresión nacida desde lo más profundo de nuestro corazón: “Perdona, Señor, nuestros pecados”, “A un corazón humillado y arrepentido, Tú nunca lo desprecias”,  y hayamos sentido que las palabras-oración proyectaban la realidad y volvían a nosotros, desde Dios, con el fruto de la alegría y de la paz.

Si acaso alguno todavía pensara que es fuerte y que por su “buena conducta”, por haber cumplido la Ley y los Mandamientos, siente que merecería ser justificado, que repiense lo que nos dice Pablo en el fragmento de la Carta a los Gálatas. La vida no nace de nosotros, nace de la fe en Cristo Jesús y su potencial es tal que si Pablo lo gritó, siendo hombre débil como nosotros, está también a nuestro alcance el hacerlo. ¡La tremenda fuerza que surge al apropiarnos personalizadamente ese: “Me amó y se entregó por mí”, nos hará exclamar agradecidos y admirados: “Es Cristo quien vive en mí..., y su gracia no fue estéril”.

Las palabras sobran cuando los hechos hablan. Penetremos la escena que nos narra San Lucas.

La soledad de sí misma, la tristeza y el arrepentimiento se visten de alabastro, de lágrimas y besos; ¡nada más hizo falta!

Y la mirada tierna de Aquel que nos ama sin medida, arropó a la mujer con la sonrisa, el perdón y la paz.

La reflexión nos descubre el proceso causal totalmente seguro: ¿queremos el perdón?, subrayemos el modo: “Se le perdona mucho, porque ha amado mucho”.

viernes, 3 de junio de 2016

10º Ordinario, 5 Junio de 2016.-



Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 17: 17-24
Salmo Responsorial, del salmo 29: Te alabaré, Señor, eternamente.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 1: 11-19
Aclamación: Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
Evangelio; Lucas 7: 11-17.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”; las lecturas de este domingo propician que  reflexionemos sobre la muerte, aun cuando digamos que hemos superado el miedo, nos deja temblorosos, en penumbra de expectación y nos inspira a repetir desde lo más hondo de nuestro ser que de verdad queremos que el Señor sea nuestra luz y nuestra salvación.

La partida la hemos experimentado cercana cuando parientes o amigos han emprendido el vuelo; quizá nos hayamos imaginado tendidos en la cama o ya quietos en el ataúd; habremos recordado a Isaías: “Como un tejedor, yo enrollaba mi vida y de pronto me cortan la trama…” (38: 14), o a La Imitación de Cristo: “Piensa que pronto será contigo este negocio”. No estamos aún en esa circunstancia con el corazón apesadumbrado; todavía sentimos que la sangre fluye, que el latido es uniforme, que el aire llena nuestros pulmones, y damos gracias porque, con serenidad, llenos de confianza, constatamos que Dios es Dios de vida y con esa misma seguridad sabemos que nos espera al final del camino: “cada paso me acerca al momento del abrazo”, abrazo en el que, sin duda, sentiremos lo que es el Amor del Padre, la participación de lo que considerábamos el domingo antepasado: La Vida Trinitaria en nosotros y nosotros en Ella. ¡Qué confortador poder afirmar: no sé cómo será eso de la resurrección, pero CREO!

Viajamos con Elías a Sarepta, son tiempos tristes para Israel, los reyes han emparentado con pueblos vecinos, el nombre de Dios ha sido olvidado y persiste la idea de que por culpa de los pecados llegan las desgracias: “¿Qué te he hecho yo, hombre de Dios? ¿Has venido a mí casa para que me acuerde de mis pecados y se muera mi hijo?”  El profeta no inicia un diálogo, actúa como verdadero hombre de Dios. “Señor, devuélvele la vida a este niño”, y el Señor lo escuchó. Una vuelta a la vida, devolvió a la viuda, la verdadera vida: “Sé que tus palabras vienen del Señor”.

Jesús no se cansa de repetirnos: “Yo soy la resurrección y la vida, el que viene a mí, aunque muera, vivirá…; el que come mi carne y bebe mi sangre no morirá para siempre…; he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”, pero Él no es como nosotros: palabras, palabras y palabras, Él vive la congruencia, el amor hecho acto. Su  corazón, el más lleno de humanidad, se compadece, no exclusivamente en Naím sino desde siempre y para siempre: “No llores”, ¿a qué le habrán sonado estas dos palabras a la mamá del joven?, ¡sorpresa, asombro, incomprensión…! pero al ver a Jesus todo cambió, al cruzarse las miradas vio la vida, la paz, la serenidad. Jesús, no en lo escondido como Elías, ni invocando a Yahvé, sino ante todos y en la fuerza de su propio nombre dice: “Joven, Yo te lo mando: Levántate .El que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús lo entregó a su madre”. 

“Dios ha visitado a su pueblo”, comentan todos, y lo sigue visitando, sigue invitando a la vida, sigue ofreciéndola a cuantos hemos experimentado la muerte de la ilusión, de la esperanza, de la eternidad y nos pide que nos levantemos y ¡que hablemos!, que comuniquemos, que seamos testigos de la Gracia y de la presencia del Espíritu entre nosotros, que actúa en nosotros y nos sostiene para que divulguemos la alegría del Evangelio, para que convenzamos a cuantos nos encontremos en  el camino que “La gloria de Dios es que el hombre viva y viva feliz”.