viernes, 30 de septiembre de 2016

27° ordinario, 2 octubre, 20016.--



Primera Lectura: del libro del profeta Habacuc 1: 2-3; 2: 2-4
Salmo Responsorial, del salmo 94: Señor, que no seamos sordos a tu voz.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 1: 6-8, 13-14
Aclamación: La Palabra de Dios permanece para siempre. Y ésa es la palabra que se les ha anunciado.
Evangelio: Lucas 17: 5-10.

Es verdad, todo depende de la voluntad de Dios, pero como Él es respetuoso de su creación, no nos violenta y, aun cuando veamos que lo congruente sería “no resistirnos a su voluntad”, que quiere nuestro bien, podemos desviarnos, ignorarla, resistirnos y no tener la disponibilidad de “recibir más de lo que merecemos y esperamos”; este egoísmo y desperdicio nos hace regresar a lo que hemos estado considerando los domingos pasados: “que tu misericordia nos perdone y nos otorgue lo que no sabemos pedir y que Tú sabes que necesitamos”.

No es algo nuevo en nuestra relación de creaturas e hijos, con nuestro Padre Dios; es la constante lucha para que nos reubiquemos en cada instante de la vida, nos desnudemos de las intenciones desorientadas y sintamos el gozo de ser comprendidos y, sobre todo, amados; que captemos en verdad “aceptar ser aceptados”.

Habacuc, junto con todo el pueblo, sufre la invasión de los babilonios, puede situarse hacia el siglo VI a.C. Violencia y destrucción que provocan la queja del profeta, queja que aqueja a todo ser humano: “¿Hasta cuándo, Señor?”, grito que se eleva esperando inmediata respuesta que remedie los males, la opresión y el desorden; pero que no expresa un compromiso personal de acción para resolver los conflictos. No hay duda de que Dios es Dios y que dirige nuestras acciones, “si lo dejamos”; no hay duda de que la respuesta final será su firma; pero, ¿cuándo será?, en la hora veinticinco, ahí constataremos la promesa del mismo Cristo: “Confíen, Yo he vencido al mundo”, (Jn. 16: 30)  ¡Cómo nos cuesta “dejar a Dios ser Dios”!; ¡cuán lejos estamos de convertir en vida el último versículo: “el justo vivirá por su fe”.

Nos añadimos a la súplica de los discípulos: “Auméntanos la fe”, y con ellos nos quedamos pensativos ante la respuesta de Jesús: “Si tuvieran fe como un granito de mostaza…”,  esa actitud que describe la Carta a los Hebreos: “Es la fe garantía de lo que se espera, la prueba de realidades que no se ven”. (11: 1)

¿Dónde nos encontramos en esa relación con Dios?, ¿es para nosotros un factor significativo, que sólo tomamos en cuenta cuando nos acechan las penas, las desgracias, la tentación y, pasada la tormenta, volvemos a guardarlo en el desván? ¿Es el Señor, un factor dominante, - que rige y dirige la conciencia -, presente antes de tomar cualquier decisión? O, lo que Él desea: ¿es factor único, a ejemplo de los que viven colgados de su Voluntad; “de los que beben del agua que Él da, y se convierte en fuente que brota para la vida eterna”?, como anuncia a la samaritana. (Jn. 4: 14). ¿Qué respondemos?

Recordando a Santo Tomás de Aquino: si “la fe crece ejercitándola”, de manera cotidiana se nos presentan oportunidades para hacerlo, para poner al descubierto nuestras intenciones, nuestro proyecto de vida, la urgencia, como dice Pablo a Timoteo, “de reavivar el don que recibimos, de amor, de fortaleza y moderación, precisamente para “dar testimonio de nuestro Señor”, nunca nosotros solos, sino “con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros”; pienso, con sinceridad, que urge a la sociedad actual encontrar en nosotros a esos cristianos dispuestos a “dar razón de nuestra esperanza”, (1ª. Pedro 3: 15); cristianos que no consideramos nuestro contacto con Dios como un contrato, pues ¿quién podría exigir una paga “por ser amado”?, sino que, pendientes de su voluntad, la del Amo Bondadoso, podamos decirle: “siervos inútiles somos, lo que estaba mandado hacer, eso hicimos”, ¿qué sigue, Señor?

viernes, 23 de septiembre de 2016

26º ordinario, 25 septiembre 2016



Primera Lectura: del libro del profeta Amós 6: 1, 4-7
Salmo Responsorial, del salmo 145: Alabemos al Señor, que viene a salvarnos.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a Timoteo 6: 11-16
Aclamación: Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza.
Evangelio: Lucas 16: 19-31.

La antífona de entrada nos ubica en nuestra realidad de creaturas, pero juntamente nos trae a la memoria lo que hemos meditado los domingos anteriores y florece, con nuevo vigor, la confianza en la misericordia del Señor. El amor y el perdón que vienen de nuestro Padre, cubren la multitud de nuestros pecados; afianzados en Él, no desfalleceremos.

Las lecturas de este domingo nos hacen recordar a San Ignacio de Loyola que pone en varias meditaciones las “repeticiones”, en ellas hay que insistir o bien en aquello que nos iluminó especialmente, o bien en lo que nos dio miedo tratar de penetrar con mayor profundidad. Son continuidad del tema tratado por Amós y por Jesús: el peligro de quedarnos apesgados a los bienes de este mundo, de perder la visión real del “más allá” y con ella, la atención concreta, fraternal, servicial, humana a los demás, a los olvidados, a los sin voz, sin techo, sin esperanza, sin cariño.

El “¡Ay de ustedes que se reclinan sobre divanes adornados con marfil, se recuestan sobre almohadones para comer los corderos del rebaño, canturrean al son del arpa, creyendo cantar como David. Se atiborran de vino… y no se preocupan por las desgracias de sus hermanos!”. Nos lleva al: “¡Ay de ustedes los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo!”, de Jesús en Lc. 6: 24. Pidamos al Señor que nos dejemos alumbrar por su Palabra; nada de lo que Dios nos ha dado o el ingenio del hombre ha descubierto, es malo, el peligro radica en quedarnos atorados y no tener vivo y presente que “todo lo demás lo dio Dios al hombre para que lo use, tanto cuanto, le ayude a conseguir el fin para que fue creado, y se abstenga de aquello que le impida conseguir ese fin”.

Lo bueno, lo cómodo, lo agradable, nos complace, ¿quién lo duda?, lo que puede ser verdaderamente trágico es perder el camino, y ese camino son los otros, cada otro, cada ser humano que cruza nuestra vida sin que compartamos con él una sonrisa. Si ni eso somos capaces de dar, ¿daremos algo?

En la parábola que narra Jesús, hemos de estar atentos a su lenguaje: no trata de mostrarnos cómo será “el más allá”, sino que, utilizando el lenguaje ordinario que había en su época: “el seno de Abrahám” y “el sheol” o lugar de castigo, subraya las consecuencias de las acciones que realizamos los hombres y las consecuencias según hayamos tenido en cuenta o no a los demás. De alguna forma tiene presente el salmo: “Él es quien hace justicia al oprimido…, trastorna los planes del inicuo”. La realidad moral de nuestro “yo” se proyecta en cada decisión; en cada momento tomamos nuestro ser entre las manos y “nos jugamos” la realidad definitiva. ¡El Señor nos toma en serio para que nos tomemos en serio!

La fuerza que mantendrá el paso decisivo no es otra que la fe en la vida eterna a la que hemos sido llamados; la determinación de mostrarnos testigos, a ejemplo de Jesucristo, “el Testigo fiel”. Actitud que debemos prolongar “hasta la venida de nuestro señor Jesucristo”, y como no sabemos “ni el día ni la hora”, urge alimentarla y mantenerla, conociendo y meditando su Palabra, “Moisés y los profetas”, que son resumen de la Revelación de Dios. ¡Démonos tiempo para leerla, aprenderla, seguirla!  

jueves, 15 de septiembre de 2016

25° Ordinario, 18 Septiembre 2016



Primera Lectura: del libro del profeta Amós 8: 4-7
Salmo Responsorial, del salmo 112: Que alaben al Señor todos sus siervos.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a Timoteo 2: 1-8
Aclamación: Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza.
Evangelio: Lucas 16: 1-13.

La antífona de entrada nos centra en el Señor, cualquier otra creatura será pseudocentro que descentra:”Yo Soy la salvación de mi pueblo, dice el Señor”; conviene que analicemos la condicional: si el Señor es nuestro Centro, la petición de la oración colecta, brincará desde nuestro yo profundo: “concédenos descubrirte y amarte en nuestros hermanos para que podamos alcanzar la vida eterna”.

La recriminación de Amós, en el siglo VIII, antes de Cristo, época en que Israel vivía una gran bonanza económica, parece escrita para nuestra época, y para cualquier tiempo de la historia del ser humano. Olvidaron y seguimos olvidando que “las cosas”, todos los bienes materiales, son para que aprendamos a usarlas en bien de los hermanos, especialmente los pobres y marginados; que somos “administradores” de los bienes con que Dios nos ha bendecido y “lo que se pide a un administrador es que sea fiel”, (en 1ª. Cor. 4:2), no dueños, y, menos aún esclavos de ellas. La trampa, el embuste, el abuso, acompañan a nuestra naturaleza desde que “el hombre” quitó a Dios del centro de su vida.

Amós es claro, directo, estrujante, lo hemos escuchado: “El Señor, gloria de Israel, lo ha jurado: no olvidaré jamás ninguna de estas acciones”. Recordemos a Mt. 24: “Lo que hicieron con uno de estos, me lo hicieron a Mí.”  ¡Cómo volvemos a sentir la necesidad de lo que pedimos: “descubrirte y amarte en nuestros hermanos”!

¿Nuestra actuación incita a “que alaben al Señor todos sus siervos”? ¿Tenemos ojos y corazón para todos? ¿Percibimos la vivencia de formar un solo cuerpo cuya Cabeza es “Cristo que se entregó como rescate por todos”? ¿Aceptamos el ser puentes para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”? ¿Aceptamos su mediación, su testimonio, el despojo de su riqueza, para enriquecernos? Mil preguntas más que, bellamente, nos acorralan y no dejan salida al egoísmo, al pasotismo, al “pasarla bien” sin ocuparnos, valiente y activamente, de los pobres y afligidos, en contra de una globalización que agranda la brecha no sólo entre seres humanos como nosotros, sino entre los países que se dicen cristianos y el segundo, tercero, cuarto y quinto mundos…

¿Creemos en la fuerza de la oración, de la intercesión, de la acción de Dios, que pide la nuestra? “Hagan oraciones, plegarias, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, y en particular por los jefes de Estado y las demás autoridades, para que llevemos una vida en paz, entregada a Dios y respetable en todo sentido”. Orar dondequiera que nos encontremos, ¿será difícil?

Si fue claro Amós, más claro es Jesucristo, aunque en la parábola nos deje pensativos: ¿alaba la habilidad del mal administrador?, no, sino la astucia que emplea, aun renunciando a su comisión al cambiar los recibos de los deudores, para procurarse un futuro menos malo, fincado exclusivamente en lo material; ¡vergüenza nos debería de dar que nos aventajen en los negocios los que pertenecen a este mundo, a nosotros que queremos pertenecer a la luz! El consejo, la proposición de Jesús nos da la solución: “Con el dinero, tan lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes mueran, los reciban en el cielo”. Es el profundo sentido de la limosna, saber y querer compartir, aun sin resolver el problema de la pobreza, hará que nuestro corazón se desprenda de lo que es lastre para el vuelo.

El final, ¿lo habremos oído alguna vez? ¡Señor que ni se nos ocurra ofrecerte un interior partido!