jueves, 31 de agosto de 2017

22º Ordinario, 3 septiembre 2017.-



Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 20: 7-9
Salmo Responsorial, del salmo 62: Señor, mi alma tiene sed de Ti.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 12: 1-2
Aclamación: Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine nuestras mentes para que podamos comprender cuál es la esperanza que nos da su llamamiento.
Evangelio: Mateo 16: 21-27

  Le pedíamos al Señor, en la Antífona de entrada del domingo pasado que “nos escuche y nos responda”, ahora le “explicamos” la razón de nuestra esperanza, “porque lo invocamos sin cesar y sabemos que Él es Bueno y clemente y no niega su amor al que lo invoca.”  Preguntémonos, con sencillez, pero con verdad, si hemos hecho hábito en nuestras vidas la recomendación del Señor: “Oren sin intermisión”, si es verdad, no tardaremos en reconocer la voz del Señor que nos indique cuál es el camino a seguir.
  ¡Cómo nos parecemos a Jeremías!: han venido y seguirán llegando ratos de desolación, de tiniebla, de prueba y, como a él nos asalta la tentación de abandonarlo todo. En él nos vemos retratados, preferimos lo fácil, nos da miedo el rechazo, la persecución, la burla. Me entiendo y nos entiendo, el camino va de subida, es pedregoso, perdemos de vista a Aquel que nos ha elegido y con despecho parecería que  encontramos el remedio: “Ya no me acordaré del Señor ni hablaré en su nombre.”  Pero como al Profeta, el Lebrel del cielo nos persigue, nos “seduce”  y ¡ojalá nos dejemos seducir! Esa es la experiencia profunda de Dios, ese “fuego ardiente”  que por más que nuestra naturaleza se esfuerce por rechazarlo, no puede. Por supuesto que el Señor responde, lo que sucede es que, nos da miedo escucharlo.
  Que el Salmo brote del corazón a los labios y, mirándonos incapaces, supliquemos con todas nuestras fuerzas: “Señor, mi alma tiene sed de Ti.”  Soy, somos, dejados a nosotros mismos: “suelo reseco, tierra árida, sin agua” La añoranza de la naturaleza nos enseña vivamente: ¡Cómo desaparece el agua del primer aguacero por las grietas resquebrajadas! ¡Cómo va a las profundidades y renueva la vida y pronto hace aparecer los brotes!
  Los brotes nacidos del Agua Viva no pueden ser otros que el “verdadero culto”, criterios nuevos, pensamiento y acción transformados para vivir conforme a la voluntad de Dios, buscando y realizando lo que le agrada, lo perfecto. Lograrlo, no es mérito nuestro, es presencia del “fuego que viene de arriba”: “Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine nuestras mentes para que podamos comprender cuál es la esperanza a que hemos sido llamados.”
  Jeremías, Pedro, cada uno de nosotros, estamos urgidos de esta luz para “pensar según Dios”, para aceptar lo inaceptable, por incomprensible que sea a nuestros planes: La Pasión y Muerte, el seguimiento fiel del discípulo para llegar a la Resurrección. Nos aterra lo primero porque perdemos de vista lo último.

  Jesús verdaderamente se molesta e increpa a Pedro de manera inusitada: “¡Apártate de mí, Satanás y no intentes hacerme tropezar en mi camino…”  ¡Contraste de visiones y de determinación! “Tú piensas según los hombres”, “Yo no he venido sino a hacer la Voluntad del Padre que me envió…, mi alimento es hacer la Voluntad del Padre”. “Padre si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya.”
  Toda su vida fue obediencia y adhesión y no puede ser otra la forma de seguir a Jesús: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga.”
 
  Jesús, la paradoja viviente: “El que salve su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí, la salvará”. Ábrenos, Señor, el entendimiento y el corazón, no tanto para que te entendamos sino para que te amemos y te sigamos; no para “recibir” algo por nuestras obras, sino para recibirte a Ti en la plenitud de la Gloria del Padre.

domingo, 27 de agosto de 2017

21º Ordinario, 27 Agosto 2017



Primera Lectura: Isaías 22: 19-23
Salmo Responsorial, del salmo 137: Señor, tu amor perdura eternamente.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 11: 33-36
Aclamación: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella, dice el Señor
Evangelio: Mateo 16: 13-20.

La antífona de entrada nos hace prolongar el eco de la mujer cananea: “Salva a tu siervo que confía en Ti”; la confianza, nacida de la fe, nos ayuda a mantener constante nuestra voz: “pues sin cesar te invoco”.

¿A Quién invocamos?, “a Aquel de quien todo proviene”, a nuestro Padre “que todo lo ha hecho y hacia quien todo se orienta”. Otro momento propicio para adentrarnos hasta lo hondo de nuestro ser y preguntarnos si de verdad tratamos de vivir la realidad de ser: creados por Dios y encaminados, diariamente, hacia su encuentro, en alabanza, reverencia y servicio, en agradecimiento y en compromiso; si encontramos momentos de vacío, insistiremos en ese “invocarlo sin cesar”, para amar y anhelar lo que nos promete y poder superar las preocupaciones, porque Él será nuestra única preocupación.

La relación de la primera lectura con la misión que confiere Cristo a san Pedro, reluce por sí misma; el Señor, por boca del profeta, confiere a Eleacím “la túnica, la banda y las llaves”, poder y autoridad para abrir y cerrar; todo en servicio del pueblo, para obrar siempre, con el cariño que distingue a quien es y se ha de comportar como “padre para todos los habitantes de Israel”. Jesús nombra a Simón Pedro, “Piedra sobre la que edificará su Iglesia”, la da la misma autoridad de “atar y desatar”, ya no limitada a Jerusalén sino que abarque todas las naciones, para el servicio y la liberación de todos los hombres. Ocasión propicia para pedir a nuestro Padre Bueno por el Papa, los obispos y cuantos tienen alguna autoridad, dentro y fuera de la Iglesia, para que no caigan en la tentación de buscarse a sí mismos, ni su propio provecho, su enriquecimiento, su encumbramiento…, sino que sean como el Señor Jesús “que no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida por todos”. (Mt. 20: 28)

En el pasaje del Evangelio continúa resonando en cada uno de nosotros y de cuantos buscan con autenticidad la verdad, la pregunta que Jesús hace a los discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”... Las respuestas genéricas, comparativas, totalmente extrañas al corazón, no le interesan y por ello su precisión: “¿Quién dicen ustedes que soy Yo?”. ¿Cuál es la realidad de tu relación conmigo, cuál la visión, la imagen, el compromiso, la adhesión, la fe? ¿Te dejas iluminar como Pedro, aunque de momento no alcances a comprender la hondura de tu respuesta? ¿Qué decirle y cómo decírselo, sin quedarnos en conceptos aéreos que alejan?

Pienso que pueden servirnos como pista las reflexiones de San Alberto Hurtado: “El cristianismo no es una doctrina abstracta, no es un conjunto de dogmas, preceptos y mandatos, ¡El Cristianismo es Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios, (que fue, y sigue siendo lo insoportable para muchos): “El Padre y Yo somos Uno…, quien me ve a Mí, ve al Padre…, Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Que la persuasión llegue desde dentro: “Cristo no es una devoción, ni siquiera la primera ni la más grande, ¡el Cristianismo es Cristo!”  Que Él se apodere de mí, que deje que su Gracia actúe eficazmente y me atreva, por la fuerza del Espíritu Santo a expresar, humilde pero gozosamente: “Mi vivir es Cristo… Vivo yo, ya no yo, sino que Cristo vive en mí”; porque me he esforzado en conocerlo, en tratarlo, en seguirlo, y, con gran humildad, en imitarlo, con una fe “que me haga hambrear lo sobrenatural: ¡ser Cristo!”

El mundo creerá en las obras, dudará de cuanto se quede en palabras: “¡Seamos realizadores de la Palabra, no nos quedemos simplemente en oyentes!”

¡Que caminemos no por tus caminos sino por Ti, Camino que conduces al Padre!