domingo, 26 de abril de 2020

3er Domingo de Pascua, 26 de abril de 2020


Hechos de los Apóstoles 2: 14, 22-23
Salmo 15
1ª carta de Pedro 1: 17-21
Lucas 24: 13-35.

Continúa la alegría de la Pascua. La Resurrección del Señor nos hace aclamarlo, cantarle, darle gracias y esto será grato a sus ojos si proviene de corazones renovados en los que bullen el gozo y la esperanza. Pedimos al Señor que nuestros labios no encuentren trabas.

Pedro y los discípulos ya vivían fuertemente el impulso del espíritu Santo; los ánimos apocados y temerosos han desaparecido y florece, impetuoso, el viento que llegó de arriba. Pedro lleva a cabo el encargo de ser testigo de lo que es el núcleo del cristianismo: “Jesús, acreditado por Dios en obras y palabras, al que ustedes, israelitas, crucificaron, ha resucitado”.  Por eso se alegró el corazón de David, por eso se alegran nuestros corazones; no podía ser abandonado a la muerte el que es el autor de la vida, “recibió del Padre el Espíritu Santo y lo ha comunicado, como ustedes lo están viendo y oyendo.”   ¡Cómo necesitamos que cuantos nos rodean, puedan ver y oír lo que realiza ese mismo Espíritu en nosotros! ¡Él sigue presente, pero, en ocasiones le amarramos las alas, impedimos que su gracia actúe en el mundo, no permitimos que haga patente el triunfo logrado ya por Cristo sobre el mal, el pecado y la muerte!

El Salmo, orado conscientemente, ávidamente, hará, como lo hizo Jesús con los discípulos caminantes, que “se nos abran los ojos y lo reconozcamos”.  De verdad, Señor, ansiamos que nos “enseñes el camino de la vida”, ese camino que nos aparte de “la estéril manera de vivir”; ese que nos haga aquilatar el precio que pagaste por nosotros, redimidos “no con oro ni plata, sino con tu sangre preciosa.”  ¡Qué valioso soy, qué valioso es cada ser humano! ¿Crezco en esta conciencia al tratarlos? ¿Caigo en la cuenta de la dignidad que Cristo ha recuperado para cada uno de nosotros? ¿Preparo, cada día, el encuentro con los demás para mirar en ellos a Cristo? Como Pedro y los discípulos, ¿crezco en la Fe en el Padre, precisamente a través de Cristo y es Él la semilla cierta de mi propia resurrección? ¡Cuántas preguntas surgen y cómo cobra sentido lo pedido en el Aleluya: “Que comprendamos las Escrituras; enciende nuestros corazones”!

Parece que uno de los peregrinos que se dirigían a la aldea distante unos 11 Km., era el mismo evangelista Lucas; acompañémoslos, escuchemos sus lamentos, miremos sus ojos cegados por la tristeza y la desesperanza. ¿No nos pasa lo mismo al acercarse Jesús? Tenemos horizontes estrechos, y eso nos impide “reconocerlo”. Mucho de bueno podemos aprender de ellos, al menos iban hablando “de lo sucedido”, Jesús aún estaba en ellos pero no lo comprendían.  Él nos sale al paso en lo cotidiano, nos alcanza en la vida, se interesa por nuestras pesadumbres, invita al diálogo, brinda amistad, con delicadeza, pero sin rodeos, reprende, sacude e ilumina: “¡Insensatos, duros de corazón para creer!”, y comienza a ilustrarlos a través del recorrido por las Escrituras, desde Moisés y los Profetas, hasta llegar a su propia entrega para “así entrar en su gloria”.  Lenta transformación de los interiores al contacto con la Palabra de Dios. la paz los fue inundando. El momento del reconocimiento lo tenemos a la mano: “En el partir el pan”.  Es la fuerza del Espíritu, el mismo Cristo que actúa y convierte: “Con razón nuestro corazón ardía cuando nos explicaba las Escrituras”.  Poco antes Jesús había aceptado la invitación, pero fijémonos bien en lo que dice el Evangelio: “Entró para quedarse con ellos.”  Y se ha quedado de la misma forma con nosotros. Con qué velocidad recorrieron el camino de regreso para hacer, como Jesús, partícipes del gozo a los compañeros. ¡Mucho para pensar.

domingo, 19 de abril de 2020

2o Domingo de Pascua, 19 de abril de 2020


Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 2: 42-47
Salmo Responsorial, del salmo 117
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pedro 1: 3-9
Evangelio: Juan 20: 19-31.

Abrir el corazón a la alegría, a la gratitud, porque Dios nos ha llamado al Reino. No son nuestros méritos, podríamos preguntarnos: ¿cuáles?, los que mira el Señor, ¿encontraría alguno que mereciera lo que nos promete? Es su Misericordia la que nos envuelve, nos levanta en vuelo y nos asegura que la Fe en Él vale la pena; por ella superamos todas las adversidades y nos sentimos consolidados por el triple don ya recibido: “Bautismo que nos purifica”, “el Espíritu que nos da Nueva Vida”, y “la Sangre que nos redime”; profundizar en estos tres regalos bastaría para meditar y prolongar nuestra acción de gracias sin cesar e intentar recrear las actitudes de la primitiva comunidad cristiana, que, aun cuando algo idealizada, proyecta los frutos palpables de una Resurrección vivida y compartida: “constancia en escuchar la Palabra”, porque solamente conociendo el Bien podemos amarlo, tratar de hacerlo nuestro con raíces profundas, “como árboles plantados cerca del torrente, que dan fruto abundante” (Ez. 47: 12). “La comunión fraterna”, precisamente la que reinstaura las relaciones que el pecado rompió, la que se abre universalmente a todos los hombres, aunque nos suene a utopía, es la que Dios escribió en los corazones de todo y cada ser humano. “La fracción del pan”, la Eucaristía como centro de la auténtica vida cristiana, la que alimenta y da cohesión más allá de las limitaciones de lengua, raza o nación, y nos permite, si lo dejamos, ser asimilados por Cristo. “La oración”, personal y familiar, la que conjunta a los amigos en el Señor, la que reconoce las carencias, pero sabe dónde y a Quién acudir para remediarlas. Por eso causaban admiración, asombro, deseo de participar en ese género de vida. Sin individualismo egoísta, aceptando los sacrificios que suponía “tenerlo todo en común para que nadie pasara necesidad”. ¡Sí, ese es el ideal, realizable desde la presencia del Espíritu que nos
ha dejado Jesús! El reto está en presente, ¿no podríamos iniciar su realización, al menos, en el seno familiar e irlo extendiendo todo lo que podamos? Brotará,
espontanea, la alegría que contagia y da vida a la vida.
 
El Salmo nos recuerda al Señor de la misericordia; desde Él nos sabemos edificados “en la Piedra que desecharon los constructores y Es la Piedra angular”, ningún torrente, ninguna avenida de las aguas, ningún viento impetuoso podrá destruir esa casa. “Sabemos en Quién hemos puesto nuestra confianza” (2ª. Tim. 1: 12). San Pedro sobreabunda en el tema de la Fe y la Esperanza: el Señor está con nosotros y nosotros queremos estar con Él para rebosar de alegría porque de Él viene la salvación.
 
Jesús Resucitado “regresa a buscar lo que estaba perdido”, a los que “estaban con las puertas cerradas”, es Consolador, es Paz, es seguridad que supera toda expectativa que, ni por asomo, pudiera imaginar la mente humana; sigue ofreciéndonos esa Paz, esa reconciliación, los fundamentos para que realicemos su anhelo, su proyecto, el fruto maduro de su entrega hasta la muerte: la comunidad de creyentes que se transformen en testigos de su vida, de su permanencia entre nosotros, por el Espíritu que ha comunicado a la Iglesia.

Tomás pide pruebas y la delicadeza de Jesús se las ofrece: “Aquí están mis manos…, aquí está mi costado, no sigas dudando, sino cree”. Al discípulo, desde
su turbación, se le abren los ojos de la fe y va más allá de lo que mira: “Señor mío y Dios mío”.
 
Pidamos a Jesús que también a nosotros nos ilumine para reconocerlo en la
creación, en los hermanos, en la Eucaristía y confesemos igualmente: “Señor mío y Dios mío”.