domingo, 2 de agosto de 2020

18°. Ord. 2 agosto 2020.-

Primera Lectura:
del libro de Isaías 55: 1-3;

Salmo Responsorial, del salmo 144: Abres, Señor, tu mano y nos sacias de favores.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 8. 35, 37-38
Evangelio: Mateo 14: 13-21

En la antífona de entrada hay un eco de la de hace dos domingos: “Tú eres mi auxilio y mi salvación”, ¿lo pronunciamos con labios de verdad, o continuamos tratando de apoyarnos en lo que tenemos al alcance de la vista, de las manos, de los deseos?, ¿hemos tratado de realizar en nosotros lo que el mismo Dios concedió a la petición de Salomón: “sabiduría y discernimiento”?

El ánimo y la esperanza que infunde Isaías al pueblo que inicia el segundo Éxodo, nos atañe a nosotros: ¿tienen hambre y sed y no poseen dinero?, “vengan, coman y beban sin pagar”, el Amor de Dios se hace constantemente presente y de manera gratuita. Hambre y sed de Dios que deberían escocernos, acicatearnos para crecer y creer en lo imposible: el Señor nos ama en serio, cuida de nosotros, colma nuestras necesidades, sin que haya, detrás de esta actitud, costos ocultos. Él es Verdad, Él es Amor, Él es dádiva inacabable: “Escúchenme atentos y comerán bien, saborearán platillos suculentos”, ¡me saborearán a Mí mismo! Entremos en nuestro corazón y preguntémonos si nuestra fe y nuestra confianza están fincadas en esta realidad que nos sobrepasa, pero que está a nuestro alcance…, si acudimos a su invitación. Abrir los ojos a la experiencia diaria: ¡Dios se preocupa por mí: “Abres, Señor, tus manos y nos sacias de favores”!  Repasemos el final del Salmo: “No estás lejos de aquellos que te buscan; muy cerca está el Señor de aquellos que lo invocan”, y confiemos en la fuerza de su Gracia para actuar en consonancia.

Celebramos antier  la festividad de San Ignacio de Loyola, ejemplo de conversión, de confianza, de entrega, de búsqueda incesante, de encuentro con Dios, en Cristo, en medio de dificultades, de rechazos, de incomprensiones, y, juntamente, de firmeza, de constancia y de respuesta a ese Amor del que nada ni nadie pudo separarlo, como tampoco podrá separarnos si nos dejamos abrazar por él. Recibir, como Gracia, esa vivencia que nos hará capaces de dar vida positiva, dinámica, comprometida a la pregunta: “¿Qué he hecho por Cristo, que hago por Cristo, que debo hacer por Cristo?”, como bella reciprocidad al amor que en Él se me, –nos-, ha manifestado.

No nos quedaremos como los Apóstoles, indicándole a Jesús “que despida a la gente para que vayan a los caseríos y compren algo de comer”, más bien, llenándonos de la compasión de Jesús, -compasión que es sentir con el otro-, aceptaremos que desde nuestra penuria, desde nuestra pequeñez, si las ponemos en las manos de Aquel “que sacia de favores a todo viviente”, seremos el puente para el milagro; en Él y con Él veremos que todo se multiplica y nos convertiremos en auténticos puentes para que las personas, tantas que tienen hambre y sed, encuentren en Jesús la posibilidad de saciar esa hambre y esa sed.

Los gestos de Jesús, antes de la multiplicación, nos recuerdan lo mismo que hizo antes de entregársenos en la Eucaristía; en ella encontramos la comida y la bebida gratuitas que nos darán fuerzas para emprender lo que a nuestros ojos parecería imposible: darnos a los demás.