domingo, 21 de marzo de 2021


Primera Lectura:
del libro del profeta Jeremías 31: 31-34

Salmo Responsorial,
del salmo 50: Crea en mí, Señor, un corazón puro.

Segunda Lectura:
de la carta a los Hebreos 5: 7-9

Evangelio:
Juan 12: 20-33.

“Señor, hazme justicia. Defiende mi causa; Tú eres mi Dios y mi defensa”. ¿Alguien nos condena para pedir justicia?, ¿alguien nos persigue para pedir defensa? ¡Ciertamente sí!  Hay enemigos al descubierto, que atacan impunemente, confiados en su fuerza y su poder, en la amplitud de sus tentáculos que llegan a nuestra propia casa y la inundan de ideas e incitaciones que proponen, por una parte, que todo es fácil de conquistar sin esfuerzo, sin sacrificio, sin compromiso; y por otra, si no lo conseguimos, que es lícita la violencia, el odio, la trampa y la rapiña, la mentira e incluso el homicidio. Basta hojear el periódico o escuchar las noticias: ejecuciones, asesinatos, robos, enfrentamientos entre naciones, guerras, desavenencias, ausencia de hermandad y comprensión. Deducimos, con tristeza: ¡el mal sigue triunfando! Permanecemos tranquilos porque parecería que no nos ha afectado; pero la realidad es otra. Va minando los valores, la fidelidad, la convicción, la trascendencia, la dignidad del ser humano. Nos gritan, desde los cuatro puntos cardinales, que Dios no es necesario, que es patraña molesta, que sojuzga y limita, que para ser libres hemos de lanzarlo ¡a la basura! 

Hay otros, aún más peligrosos: los que llevamos dentro: egoísmo, liviandad, cerrazón, soberbia, autosuficiencia, subjetivismo presuntuoso que nos nublan los ojos, peor aún, el corazón. “Defiéndeme, Señor, de mí mismo”. Si no eres Tú “mi Dios y mi defensa”, sucumbirá mi fe; ya lo he vivido; tu Alianza se me ha roto desde dentro, como a los israelitas. 

¡Cumple en mí y en todos, la promesa que hiciste! “Pon tu ley en lo más profundo de las mentes, grábala en los corazones, que reconozcamos que Tú eres nuestro Dios y nosotros tu pueblo”. ¡Que llegue pronto el día en que todos, desde el más pequeños hasta el mayor, te conozcamos!  Por eso te pedimos en el Salmo: “Crea en mí, crea en nosotros, un corazón nuevo”, semejante al de Cristo “que, a pesar de ser Hijo, aprendió a obedecer”. Su angustia y su grito, son genuinos, humanos, piden vida, igual que nuestros gritos. ¿Los oíste? Sin duda, y con su muerte nos diste Nueva Vida, la Salvación que dura, la que saldó la deuda, la que nos encamina, seguros, a tu encuentro. 

Más que gritar, aprender a mirar. Conviértenos en puentes que lleven a Jesús, como Andrés y Felipe que condujeron a aquellos griegos a la Fuente, “porque te conocían”. 

Regresa a nuestras mentes esa necesidad de escucha, de guardar la Palabra y “rumiarla en el corazón” a ejemplo de María. “Si el grano de trigo no muere, queda infecundo, pero si muere da mucho fruto”.  Vuelve la paradoja, la realidad a la que la carne se resiste: “morir para vivir”. No se trata del éxito a los ojos del mundo, del “parecer” que tanto nos predican ejemplos incontables y anuncios insidiosos, sino del “hombre nuevo”, el que da fruto a los ojos de Dios. 

Sabemos de memoria tu sentencia: “El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna”. ¡Cuánto enemigo llevo conmigo! ¿Despreciarme?, lo acertado es justipreciar los seres y a mí mismo; usarlos con respeto sin perder la mirada al Infinito. 

La Voz que glorifica, enciende nuestros ánimos, nos sitúa en la esperanza firme de tu triunfo: “Ha llegado la hora en que el príncipe de este mundo será arrojado fuera”. Victoria sobre la muerte con tu Muerte. En el madero, ¡locura pertinaz!, está la vida. 

Desde tu Cruz, Señor, abrázanos con fuerza, sólo en ella morirá nuestro egoísmo.