Una vez más, su Palabra, por los profetas, por los acontecimientos, por su
propio Hijo, nos echa en cara la deshechura que hemos perpetrado en el
mundo que nos dio, la ruptura de las relaciones fraternas y por haber dejado en el olvido la verdadera Piedad, esa virtud que nos une íntimamente a Él.
Es verdad: “estábamos muertos por nuestros pecados, pero Él nos dio la vida por Cristo y en Cristo”. La alegría de hoy y de siempre, tiene un fundamento sólido: “la misericordia y la compasión de Dios; no nuestros méritos sino su gratuidad”. En nuestras vidas, sin duda, hemos meditado en el contenido de la Fe: es un don recibido que busca “un encuentro personal con el Dador del don”. ¿Qué mejor momento para activarla? Si acaso la sentimos desfallecida, rogar humildemente: “¡Creo, Señor, dame Tú la fe que me falta!”
El don se hace palpable, Cristo nos lo revela, abre la intimidad del Padre y nos enseña en Sí mismo, ese amor inabarcable: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Dios no se contenta con darnos mil muestras de amor y de ternura, Él toca los extremos, nos da lo más preciado: ¡A Su Hijo! La alegría y la confianza están de nuestro lado, porque Cristo “no ha venido a condenar sino a salvar”.
Miremos hacia arriba y encontraremos no al signo que curaba sino al Hijo de Dios, al Justo traspasado que espera que a su Luz actuemos todos, y en Él nos convirtamos en serie interminable de escalones por los que el mundo y los hombres, volvamos al Principio; allá, en donde la Alegría será inacabable.