martes, 25 de noviembre de 2008

1º Adviento, 30 Noviembre 2008.

Is. 63: 16-17, 19; 64: 2-7; Salmo 79; 1ª. Cor. 1: 3-9; Mc. 13: 33-37.

La búsqueda de Dios ya ha sido encuentro, y es Él, como, sin fin, lo hemos comprobado, quien da el paso hacia nosotros; siglos de espera, de súplica, de esperanza no quedan defraudados. Gozosos y admirados, constatamos que Dios, Padre amoroso, nunca olvida su alianza.

Isaías contempla a la Ciudad y al Templo derruidos, mira al Pueblo, y a sí mismo, a todos los elegidos y en ellos a todos los hombres de la tierra, que llevan y llevamos un “corazón endurecido”; eran y somos “como trapo asqueroso, como flores marchitas”, pecadores impuros y lejanos de la justicia y la verdad, paja inerte que arrebata el viento; “nadie invoca el nombre del Señor ni se refugia en Él”; todo es tiniebla y desolación; mas se eleva el grito de la fe que halla pronta respuesta: “rasgas los cielos y bajas, eres, Señor, nuestro Padre, vuelve a moldearnos con tus manos de incansable alfarero”.

Reconocer de dónde viene la verdadera sabiduría, es don de Dios. Abrir los ojos es dejar que la luz nos ilumine para “mirar su favor y ser salvos”. Por eso cantamos en el Salmo su manifestación y su poder, su visita y protección, la elección que ha hecho de nosotros y cómo nos guarda y nos renueva; sólo por Él conservamos la vida, y con la gracia y la paz que nos ha concedido por medio de Jesucristo, “crecemos en el conocimiento de la Palabra y en la fidelidad del testimonio”, hasta el día de su advenimiento para que “nos encuentre irreprochables”.

Pablo nos ha recordado que “no carecemos de ningún don”, el Señor Jesús utiliza una parábola en la que se presenta a Sí mismo como el hombre que reparte dones y tareas, advierte a todos que “velen y estén preparados porque no saben cuándo llegará el momento”, y luego sale de viaje. Cristo vino “habitó entre nosotros”, algunos no lo recibieron y siguen sin recibirlo, otros afirmamos que lo hemos recibido y que por ello, “nos hace capaces de ser hijos de Dios”, (Jn. 1: 12).

En su primera “venida” abrió caminos, ensanchó corazones, hizo resplandecer la Verdad que brotaba de Él con fuerza suficiente para ofrecer la purificación a todo hombre; si hemos profundizado en la realidad de “ser hijos de Dios”, trataremos de ser coherentes a esa filiación, a la fidelidad en el testimonio y a la actitud de “vigías y porteros” alerta, que estamos “esperando la segunda venida del Señor”, esa actitud impedirá que “nos encuentre durmiendo”, nos ayudará a “poner nuestro corazón no en las cosas pasajeras, sino en los bienes eternos”, (Oración después de la Comunión) y a hacerle caso al Señor que por tres veces nos advierte: “Velen”.

Adviento es tiempo de preparación y esperanza, es tiempo para hacer, con especial finura, el examen de nuestra conciencia y de mejorar nuestra pureza interior para recibir a Dios en Jesucristo; tiempo para pensar, con detenimiento, ¿Quién viene, de dónde viene y para que viene?

Que Jesús mismo, en la Eucaristía que celebramos, nos llene de estas actitudes positivas, para que su llegada produzca frutos de amor y de salvación.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

34º Ord. Cristo Rey, 23 Novembre, 2008.

Ez. 34: 11-12, 15-17; Salmo 22; 1ª. Cor. 15: 20-26, 28; Mt. 25: 31-46.

Finaliza el Tiempo Ordinario con la Festividad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo. Es la coronación del Año litúrgico del Ciclo A. El próximo domingo inicia el Adviento, continuará la invitación para acompañar a Jesús en su “acampar entre nosotros”, a permanecer atentos a la escucha de su voz que nos guía como Pastor, Rey y Soberano; imágenes que utiliza el Profeta para que percibamos la cercanía de Dios, quien, lo sabemos, “aun antes de saber que lo sabíamos”, toma la iniciativa de la búsqueda y el encuentro, del cuidado, del robustecimiento, de la participación de su vida, de poner a nuestro alcance la paz, el bienestar, la felicidad, la seguridad, la novedad siempre nueva, el camino hacia verdes praderas y hacia fuentes tranquilas, y, también, no podemos ignorarlo, a prever el momento final de rendir cuentas, el juicio.

Ya Homero llamaba a los soberanos “pastores de los pueblos”, cuánto más aplicable el título a Jesucristo, “el Cordero inmolado, digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos”. Es la realización perfecta del Pastor, jamás buscó su propio bien, nunca obró por egoísmo, se enfrentó a todos los poderes buscando siempre el bien de los hombres y mujeres marginados, pobres, inútiles y despreciados, “nos rescató, no a precio de oro ni plata, sino por su sangre derramada” (1ª.Pedro. 1: 18-19); “dichosos los que han lavado sus vestiduras con la sangre del Cordero, estarán ante el trono de Dios, sirviéndole día y noche”. (Apoc. 7: 14)

Es Jesús, la Piedra sobre la que todo está fundado, el que libera de toda esclavitud, “primicia de los resucitados”, único Puente para volver a la vida, Mediador entre el Padre y la humanidad, ejemplar del hombre nuevo, Vencedor del mal y de la muerte, Consumador de toda perfección para que “Dios sea todo en todas las cosas”.

Preguntémonos si es Dios, si es Cristo, quien reina en nuestro corazón, si de verdad sentimos en el interior la inhabitación del Espíritu Santo, si en nuestro caminar tenemos a Dios y a Cristo como un mero “factor significativo”, que aparece en algunos momentos de la vida: bautizos, primeras comuniones, bodas, sepelios, que en la alegría o la tristeza, en la angustia y la impotencia, lo traemos brevemente a la memoria, nos conmovemos y después olvidamos. O bien es un “factor determinante”, el que orienta nuestras decisiones para buscar, encontrar y vivir según su voluntad, el que mantiene nuestra mirada hacia el Reino. Mejor aún si ya ha llegado a ser en nosotros “factor único”, de modo que no elijamos sino lo que sea para su Mayor Gloria, entonces sí que habremos escuchado claramente y seguido la Voz del Pastor, Rey y Guía.

El Evangelio de hoy es el mismo que leímos y meditamos el día de la conmemoración de los fieles difuntos. Ellos ya fueron examinados, confiamos en la misericordia de Dios que hayan sido aprobados, pues supieron, de antemano, como ahora nosotros, las preguntas de la evaluación final: ¿Amaste a cuantos encontraste en tu vida?, ¿serviste de enlace entre ellos y Yo?, ¿aceptaste a todos sin distinción y especialmente a los más necesitados?, entonces: “Ven bendito de mi Padre, toma posesión del Reino preparado para ti desde la creación del mundo”. “Entonces irán los justos a la vida eterna”. ¡Señor contamos con tu gracia para que nuestras respuestas ya sean correctas desde ahora!

miércoles, 12 de noviembre de 2008

33º Ordinario, 16 noviembre 2008

Lecturas del día
+ Proverbios 31: 10-13, 19-20, 30-31;
+ Salmo 127;
+ 1ª. Tess. 5: 1-6;
+ Mt. 25: 14-30.

Dios nos abre “su corazón”, ¿de qué otra forma podríamos conocer sus designios?, y al escucharlo, nos reconforta y nos anima, cuanto viene de Él nos llega envuelto en la Paz, “en la que el mundo no puede dar”, la que ayuda a vencer toda aflicción y esclavitud, la que mantiene encendida la lámpara de la oración y la confianza, la que fija el rumbo para lograr la felicidad verdadera; felicidad que todo ser humano desea y aun cuando sea don del Señor, nuestro trabajo y servicio, como seres comprometidos con El, con los demás, con la creación entera, no pueden quedarse al margen.

Las lecturas de la liturgia de hoy ejemplifican, sapiencialmente, la necesidad del trabajo productivo, constante, fiel, generoso, de tal forma, que atienda a propios y extraños. Muy llamativo el que en una cultura que no tenía en gran aprecio a la mujer, ésta sirva como puntal para engarzar las virtudes, las actitudes, las acciones y la practicidad de quien acepta y vive su misión en la tierra, de quien ha aprendido a usar de los bienes y pone los talentos recibidos a disposición de todos. La mujer ideal que presenta el Libro de los Proverbios, la que todos desearíamos conocer y enriquecernos con su trato, tiene como corona, más allá de los encantos y la hermosura, “el temor del Señor”, temor que no provoca rigidez ni encogimiento porque pueda traer un castigo, sino que ha nacido, y perdura, de la convicción del servicio por amor a Aquel de quien todo lo ha recibido y que le hará evitar cuanto pudiera empañarlo.

El Salmo llama dichoso al hombre que ha encontrado a una mujer con tales cualidades, también el “es dichoso porque teme al Señor”, porque mantiene el mismo tono de espiritualidad y el complemento de interioridades hace que la bendición del Señor venga sobre ellos; de sobra sabemos que la bendición encierra mucho más que “el decir bien”, y si abraza a la “trinidad en la tierra”: Dios, el esposo, la esposa, asegura su permanencia. Pidamos al Señor que multiplique su Gracia sobre los matrimonios para que vivan esta íntima comunicación, que es mutuo enriquecimiento, y se prolonga en los hijos.

El fragmento de la Carta de Pablo y el Evangelio, sacuden nuestra modorra; la primera, para que tengamos presente la trascendencia y la vocación de ser “hijos de la luz y del día”, y, consecuentemente, vivamos “sobriamente aguardando el día del Señor”; Jesús, desde la parábola, relato al alcance de todos, quiere que estemos en constante vigilancia, en actividad, en responsabilidad creativa, “esperando su regreso”, porque, ya nos advierte que los talentos infructuosos, egoístas, temerosos del riesgo, acabarían, junto con nosotros, “arrojados a las tinieblas, al llanto y la desesperación”.

En cambio los trabajados con entusiasmo, fueren cuantos fueren, precisamente por la fidelidad en lo poco, pero puestos al servicio del Reino, que no es otra cosa que al servicio de los demás, serán doblados y abrirán el horizonte ilimitado.

La incertidumbre de lo incierto, se transforma en certidumbre de lo cierto: escuchar del mismo Señor el balance positivo, que por su Gracia, nos da la inacabable felicidad: “Te felicito, siervo bueno y fiel. Entra a tomar parte en la alegría de tu Señor”.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

32º Ordin. Dedicación de la Basílica de Letrán. 9 nov. 2008.

Ez. 47: 1-2, 8-9, 12; Salmo 45; 1ª. Cor. 3: 9-11, 16-17; Jn. 2: 13-22.

Conmemorar, traer a la memoria, hacer presente lo que fue y sigue siendo; el domingo pasado hicimos presentes a todos nuestros hermanos difuntos que siguen siendo, el Señor pronuncia sus nombres, porque si “llama a los astros y responden ¡Presentes!”, (Baruc 3: 35), ¿cómo podría olvidar los nombres de sus hijos? Revivamos la historia como “maestra de la vida”. Hoy celebramos la Dedicación de la Basílica de Letrán, la Catedral del Papa como Obispo de Roma, sede-símbolo de la unidad, Ella, “la Madre de todas las Iglesias”, no tanto por la antigüedad de su edificación, que también aceptamos, sino por la referencia que brota como fuente y se expande por el mundo entero: desde Pedro…, luego, en el siglo IV reciben la Basílica Melquíades, después Silvestre…, ahí se celebran cinco Concilios Ecuménicos…, hasta Benedicto XVI, eslabones que seguirán articulándose mientras el mundo dure y harán patente la promesa de Jesús: “Yo estaré con ustedes hasta el final de los siglos”, (Mt. 28:20).

¿Qué podemos aprender?: la necesidad de orar por la Iglesia y por todos los cristianos, para que ni ella ni nosotros nos quedemos apesgados en una mirada triunfalista, piramidal y engarzada con las políticas de poder, sino que volvamos a los pasos de Jesús: “No he venido a ser servido sino a servir y a dar mi vida por la salvación de la multitud”. (Mt. 20:28) Que la Iglesia, nosotros, hagamos realidad la petición dirigida al Padre Celestial: “que tu pueblo te venere, te ame y te siga, se deje guiar por Ti para llegar hasta Ti”.

Penetrando la visión de Ezequiel, encontramos “el agua que brota del templo, que baja por las laderas, que todo lo sana, que da vida, que produce frutos abundantes y duraderos”, es la salvación que viene de Dios, el agua a la que el mismo Jesús hace referencia: “Del que crea en Mí manarán ríos de agua viva”, y esto lo decía “refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él”. (Jn. 7: 38-39) La pregunta surge, inquietante, retadora: ¿es la Iglesia, somos nosotros, soy yo, no sólo reflejo, sino, verdad que va y vamos y voy, con la fuerza del Espíritu, “regando las laderas, sanando, purificando, haciendo brotar flores y frutos, hojas medicinales”? Tema fecundo para examinar y orar y discernir, para retomar ánimos porque se trata de una tarea, un cometido que, si bien nos compete como colaboradores, es obra de Dios, fundamentados en Cristo, Piedra Angular, pero fieles arquitectos, como Pablo quien nos exige, sensatamente: “Que cada uno se fije cómo va construyendo”. Dábamos gracias al Padre, escuchando a San Juan el domingo pasado, porque “no sólo nos llamamos, sino que somos hijos suyos”…Hoy San Pablo nos hace comprender la magnitud todavía más majestuosa que cualquier Basílica: “¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” Creer y actuar esta revelación debe cambiar el mundo, al menos nuestro entorno: ¡Dios está en mí y está en cada hermano!

Actuemos de tal forma que el Señor Jesús no tenga que venir a expulsar de “la Casa de su Padre”, que recalquemos, somos cada uno, a mercaderes, ovejas y bueyes, a volcar las mesas del dinero, sino que nos encuentre convertidos en “casa de oración”, e igual que los discípulos, sepamos “recordar sus palabras y confirmar nuestra fe en la Escritura”.