viernes, 28 de septiembre de 2018

26º. Ordinario, 30 Septiembre 2018.-


Primera Lectura: del libro de los Números 11: 25-29
Salmo Responsorial, del salmo 18: Los mandamientos del Señor alegran el corazón.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Santiago 5: 1-6 
Aclamación: Tu palabra, Señor, es la verdad; santifícanos en verdad.
Evangelio: Marcos 9: 38-43, 45, 47-48.

Con humildad le decimos al Señor: “podrías hacer recaer sobre nosotros tu ira”; reconocemos la causal: 2hemos pecado y desobedecido pero ala volver los ojos a la Fuente de Bondad, nos llenan el consuelo y la esperanza: “haz honor a tu nombre, trátanos conforme a tu misericordia”. Si nos atoramos en nuestra realidad de creaturas quizá nos envuelva el miedo, volvemos la mirada al Padre y regresa la tranquilidad. No abusemos del Amor y del tiempo; el primero, así con mayúsculas, dura siempre, el segundo, lo sabemos, terminará algún día. Continuamos preguntándonos sobre el fin y oramos para vivir comprometidos: “que no desfallezcamos en la lucha para conseguir el Reino prometido”. 

¿Quién, sino el Espíritu, podrá ayudarnos a mirar con claridad, aun a profetizar sin pronunciar palabra, a proyectar y repartir, a manos y corazón llenos, la constante presencia de Dios en nuestro mundo? Con Él, aprenderemos a cortar las envidias, a conjuntar esfuerzos por el bien de los hombres, a ser universales, delicados, cuidadosos, a percibir que no basta encerrar nuestro ser en la propia conciencia, “aunque no nos acuse” (1ª. Jn. 3: 20), sino a pensar en los demás, en cuantos nos rodean, para evitar cualquier ocasión de escándalo o tropiezo.

El Salmo nos alerta, ¿es cierto que la conciencia no me acusa? Cuidado: ¿qué tan laxa la tengo? Lo sé: no  puede un ser consciente engañarse a sí mismo Pero lo intenta y por ello rogamos al Señor: “¿Quién no falta, Señor, sin advertirlo? De mis pecados ocultos, líbrame”.

 Ya hemos hecho la prueba, repitámosla: “Tus mandatos, Señor, alegran el corazón”.   Ellos nos guía: “Amarás al Señor sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo” (Mc. 12: 31). Absoluto sólo hay Uno, todo lo creado es relativo; absolutizar una creatura, la que sea, es desviar el camino sin medir consecuencias; es dejarnos encandilar por una estrella y olvidarnos del Sol. El clamor de aquellos que hemos postergado nos ensordecerá. Ojalá no recordemos, demasiado tarde, lo que advierte el Apóstol Santiago, en 2: 13: “En el juicio no habrá misericordia para quien actuó sin misericordia”. 

 ¿Cuántas veces habremos oído la Palabra?, ¿nos ha santificado en la verdad? Jesús, el nuevo Moisés, acorde siempre a la acción liberadora, reubica a sus discípulos: “El Espíritu, como el viento, sopla donde quiere y va donde quiere”, (Jn. 3 8), déjenlo obrar, Él une, no divide; ni Yo tengo la exclusiva, he venido a repartirlo para que todos se salven. Por otra parte, ¡piensen!: “Todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor”. 

¿Hemos entendido el contenido del Reino, aun cuando no lo haya explicitado como tal en palabras, Jesucristo, pero sí en sus obras? “Que todos los hombres reconozcan a Dios como Padre y se amen como hermanos”.

¿Pueden nuestras manos, con obras de injusticia; nuestros  pies, por caminos obscuros y egoístas; nuestros  ojos, con miradas turbias de avaricia y de malos deseos, herir a los  hermanos? ¡Cortémoslos!, no físicamente, nada remediarías, Vamos al fondo de las intenciones y purifiquémoslos

¡El Reino vale más que todas las posesiones de la tierra!, lo contrario será  la frustración total y sin salida.

sábado, 22 de septiembre de 2018

25° ordinario, 23 septiembre 2018.-.


Primera Lectura: del libro de la Sabiduría. 2: 12, 17-20
Salmo Responsorial, del salo 53: El Señor es quien me ayuda
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Santiago 3: 16, 4:
Aclamación:
Evangelio: Marcos 9: 30-37.

“Yo soy la salvación de mi pueblo…, los escucharé en cualquier tribulación en que me llamaren”. Al sentirnos inmersos en una realidad social tan alejada de la conciencia de pertenecer a Dios, ¿no es la hora precisa, urgente, para orar, pedir, confiar, llamar, insistir, y descubrir que de verdad nos escucha? Cuánto debemos sopesar las últimas palabras del apóstol Santiago: “Si no alcanzan es porque no se lo piden a Dios. O si piden y no reciben, es porque piden mal”.

¿Cuánto ha crecido nuestra confianza en la oración?, ¿cuánto ha crecido aquella semilla de la Fe recibida, gratuitamente, en el Bautismo? “La fe, creyendo, crece”, dice Santo Tomás de Aquino. Pero, ¿en qué “dios” creemos?, ¿nos comportamos como los idólatras ante figuras que “tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, tienen pies y no caminan, tienen boca y no hablan”?, (Salmo 135), si nuestra concepción es tan plana, tan material, tan simplemente humana, entendemos que no pueda escucharnos ni tampoco podamos escucharlo, ni para qué esforzarnos en amar lo que es insensible, frío e impasible. En cambio si la fe es auténtica, producirá frutos de paz, de solidez, de increíble resistencia ante las adversidades que acosan al “justo”, porque está llena de “la sabiduría de Dios”, del Dios verdadero que nos manifiesta, por mil caminos, que “mira por nosotros”.

Con Él y desde Él recibiremos “el temple y valor” necesarios para ser testigos de la verdad y la justicia al precio que sea. Empeño nada fácil, y me atrevo a decir, menos aún ahora, pues nos exponemos a ser tildados de “extraños, raros y antisociales”, contrarios a “los valores” que deshumanizan y dominan las mentalidades y actitudes que nos rodean: poder, sexo, dinero, parecer; mentalidades que “usan” a las personas en vez de acogerlas con cariño, con entrega, con ansias de comunicarles vida y horizontes que les hagan sentir su dignidad.

No estamos muy lejos de aquella incomprensión que mostraron los discípulos, los cercanos, los que llevaban tiempo de convivir con Jesús, los que creían conocerlo pero lo encerraron en una idea preconcebida y totalmente nacida de perspectivas personales; seguían y seguimos “pensando según los hombres y no según Dios”.

Vivamos la escena, metámonos en ella, actuemos sinceramente: Jesús los lleva –y nos lleva- aparte, quiere que lo conozcamos, que al aceptarlo nos encaminemos al Padre, que le permitamos entrar en el corazón, en la mente y lo proyectemos en las obras. ¡Con qué atención y sin pestañear siquiera, escuchamos las confidencias de un amigo, su grito de apoyo y comprensión; guardamos silencio respetuoso o preguntamos, con delicadeza, lo no comprendido! Jesús deja entrever su interior, anuncia, por segunda vez, lo que le espera; es algo muy superior a los enfrentamientos que ha tenido con los escribas y fariseos, a la ocasión en que quisieron despeñarlo, a las preguntas capciosas con que lo han acosado, habla del sufrimiento y de la Pasión, de la muerte, y vuelve a anunciar la Resurrección. Los discípulos –nosotros- dejamos pasar de largo lo importante: la angustia del otro, se enfrascan -nos enfrascamos- en trivialidades, no entienden ni entendemos y para evitar la consecuencia de la verdad, seguimos teniendo miedo de pedir explicaciones”. ¿Nos hemos dejado tocar por esa comunicación, casi en secreto?, ¿han y hemos intentado “tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús”, como nos pide San Pablo en Filipenses 2: 5? ¿De qué discuten los discípulos?, no los juzguemos, comencemos por analizarnos a nosotros mismos y descubramos lo que Jesús ya nos había enseñado: “De lo que hay en el corazón, habla la boca”, (Lc. 6: 45). Que al menos la vergüenza de haberlo relegado nos deje mudos. “¿Quién es el mayor?”, la respuesta llega acompañada del ejemplo: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”; como el niño, el transparente, el sin dobles intenciones, el marginado, el olvidado, el que refleja mi presencia, el que es como Yo que vivo pendiente de la voluntad del Padre. Entonces se nos abrirán los ojos y nos encontraremos en él y al encontrarnos, encontraremos al Padre.

¿Esperamos mayor claridad en el camino a seguir?, por ello hemos pedido: “Concédenos descubrirte y amarte en nuestros hermanos para alcanzar la vida eterna”.

martes, 11 de septiembre de 2018

24° Ordinario, 16 Septiembre, 2018.


Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 50: 5-9
Salmo Responsorial, del salmo 114: Caminaré en la presencia del Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Santiago 2: 14-18
Aclamación: No permita Dios que yo me gloríe en algo que no sea la cruz de Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo.
Evangelio: Marcos 8: 27-35

“Concede la paz a los que esperamos en Ti, cumple las palabras de los profetas”. La esperanza es el lapso que va de la ilusión a la consecución; ¿brilla nuestra ilusión con llama de futuro seguro? ¿Nos sabeos fincados en roca sólida?

De la experiencia en su misericordia y en su amor, obtendremos las fuerzas para poder servirle, según nos lo va revelando Jesús en sus dichos y hechos. ¿No guardamos, allá, muy dentro, la imagen de un Mesías glorioso, triunfador, amoldable a los criterios del éxito, del aplauso y del esplendor? Decimos “conocerlo y amarlo”, pero al compararlo con Su propia realidad, vemos que lo hemos reducido a nuestra medida y la talla le queda chica, ahí no cabe Cristo.

El Cántico del Siervo sufriente que evoca la primera lectura, vuelve a estremecernos, se nos rompen los sueños fáciles y las imágenes nos dan miedo. Olvidamos, demasiado pronto, el renglón inicial: “El Señor me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás”. La descripción que sigue nos transporta a lo vivido por Cristo en su Pasión. Ni el Profeta, ni Pedro, ni los discípulos conocían el final, nosotros sí. Momentos difíciles que iluminan la verdadera fe si los meditamos con pausa, si seguimos el ritmo, si nos adentramos en el fruto increíble de “haber escuchado la Palabra: El Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido. Cercano está el que me hará justicia, ¿quién luchará contra mí? ¿Quién me acusa? Que se me enfrente. El Señor es mi ayuda, ¿quién se atreverá a condenarme?” El precio es alto, pero la victoria es segura. Rumiando en el corazón, como María, algo llegaremos a entender para expresar, sinceros, en el Salmo: “Caminaré en la presencia del Señor”.

En este caminar van de la mano la Fe y las obras, el ser hombre y cristiano sin división alguna, todo entero, en cualquier parte, a todas horas, abierto a todo hermano, alejados los ojos de la tentadora  recompensa y fijo el corazón en paso firme que da la convicción.
La fidelidad pondrá, con gran sorpresa, en nuestros labios, el grito de San Pablo: “No permita Dios que me gloríe en algo que no sea la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo”.

Ya no vacilaremos ante la pregunta que nos hace Jesús, desde aquel tiempo: “¿Quién dice la gente que soy Yo?” No buscaremos subterfugios, ni pretextos, ni escudos que impidan adentrarnos en nuestro propio yo, aduciendo opiniones extrañas que no nos comprometan. El Señor nos ha dado lo que sus allegados no tenían: Conocer el final del camino, el triunfo inobjetable de su Resurrección, las ocultas veredas que los desconcertaban y, que a pesar del tiempo, aún nos desconciertan pero que son el sello de Aquel “que escuchó las palabras y no se resistió”.

La confesión de Pedro, sincera y explosiva, no se mantuvo acorde con las obras; temió las consecuencias e intentó disuadir a Jesús. La Pasión y la muerte hacen añicos los aires de grandeza: ¡Ese no es el Mesías que yo imaginaba! Jesús, al reprenderlo nos reprendes ¿cuánto existe en nosotros de oposición al Reino? Fortalece nuestra esperanza de conversión.