viernes, 28 de octubre de 2022

Domingo 31° Ordinario, 30 octubre 2022.--


Primera Lectura:
del libro de la Sabiduría 11:22, 12:1
Salmo Responsorial, del salmo 144; Bendeciré al Señor, eternamente.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los tesalonicenses 1:11-2,2
Evangelio: Lucas 19: 1-10

Al considerar la Antífona de Entrada, nos percatamos de que el Señor no sólo no nos deja, sino que sale a nuestro encuentro constantemente. Al mirarnos a nosotros mismos, brota la súplica, precisamente porque nos conocemos, para que nos aleje de todo aquello que pudiera apartarnos de Él: criaturas, dinero, ambiente, sociedad, superficialidad, egoísmo. La respuesta de los corazones sinceros no se hace esperar. ¿Al menos procuramos tener un corazón sincero, orientado a lo que dura, a lo que proporciona la paz, o nos quedamos apesgados a lo que pensamos es la felicidad? 

El Libro de la Sabiduría nos centra en la experiencia de ser criaturas: El Señor es el hacedor de todo, el mundo entero con todas sus riquezas puestas en la balanza, pesa menos que un grano de arena. Regresamos a meditar lo relativo de las cosas, todas ellas, y redescubrimos al Absoluto. Qué ánimo tiene que embargarnos lo que dice a continuación: “Aparentas no ver los pecados de los hombres para que se arrepientan. Tú amas cuanto hiciste, no aborreces nada de cuanto has creado, pues si lo hubieras aborrecido no lo hubieras creado.” Necesitamos experimentar profundamente ese Amor eterno del Señor por cada uno de nosotros: El Señor me tiene eternamente presente, ¿cuál es mi respuesta a su cariño, a su delicadeza, a su predilección?

Mínimo, cantar, profundizar diariamente en el estribillo del Salmo: “Bendeciré al Señor eternamente.” Ya estamos en el camino de eternidad y tenemos que acostumbrar a nuestro interior a Alabar, Bendecir y Servir al Señor mientras duren nuestros pasos peregrinos para continuar haciéndolo con todos los que le han sido fieles y ya gozan de Él sin temor de perderlo.

Orar unos por otros, como nos dice San Pablo, para “que el Señor nos haga dignos de la vocación a la que hemos sido llamados… su poder, su gracia, su presencia nos asegurará en el camino directo hacia Él: siempre afianzados en el Único Mediador: Cristo Jesús.

En el Evangelio, simplemente tratemos de encontrar la mirada de Jesús, como la encontró Zaqueo: esa mirada dulce, penetrante, invitadora, comprometedora, que si lo hacemos, encontraremos la fuerza para hacer lo que hizo aquel jefe de publicanos y rico. De qué forma impulsa a superar todos los obstáculos el solo deseo “de ver a Jesús”. No le importó el que se rieran de él, sujeto con renombre, ricamente vestido, subiendo a un árbol, desenredando su manto, con tal de “ver a Jesús”. Las consecuencias las hemos escuchado, cuando el corazón sana, toda creatura, comenzando con el dinero, toma su estatura precisa ante al Absoluto.

Preparémonos siempre para ese “encuentro”, que es posible en cualquier momento y para escuchar: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa.” El Señor nos creó muy bien hechos, no nos desaprovechemos. Pidámosle que esté constantemente presente ese deseo de verlo y de encontrarlo en cada creatura, y de manera especial en nuestros semejantes: “La realidad del rostro divino se transparenta en el rostro humano, porque cada hombre es mi hermano.” Vivir en cristiano es abrirnos a todos, es cortar de tajo toda murmuración, toda interpretación que descalifique. Sintámonos acogidos por las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido.” Si acaso alguna vez hemos equivocado la senda, ya sabemos donde reencontrarla.

miércoles, 19 de octubre de 2022

30° ordinario, 23 octubre 2022.-


Primera Lectura:
del libro del Eclesiástico 35: 15-17, 20-22
Salmo Responsorial, del salmo 33

Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 4: 6-8, 16-18
Evangelio: Lucas 18: 9-14. 

¿Se alegra, con toda sinceridad, mi corazón porque busco continuamente la ayuda del Señor, porque anhelo estar en su presencia? ¿Cómo es mi trato con Dios, ha pasado a ser para mí un factor determinante, ojalá, único, a quien acudo antes de cualquier elección, a quien reconozco como mi Señor? ¿Es mi oración un monólogo o un diálogo humilde y confiado que pide la solidificación de la fe, la esperanza y el amor para enderezar el camino y seguir sus mandamientos, para agradarlo y recibir de Él la corona prometida a cuantos esperan, con amor, su venida? 

¿Cuál es la realidad, mi realidad a la que me enfrento?, esa “verdadera historia” que pide San Ignacio, la que es y como es, abierta en abanico, sin intentar solapar mi pequeñez con las minúsculas acciones, sin duda buenas, pero que distan, años luz, de lo que Él espera de mí. De ninguna manera se trata de un juicio condenatorio global, sino de que analice, con franqueza, si estoy viviendo el “cumplimiento” partido: “cumplo y miento”, o bien he profundizado en mi interior y me encuentro, sin rodeos, “pecador”. Viene a cuento lo que dice San Agustín: “pecador no es tanto el que peca, sino el que se sabe capaz de pecar”, de hacer a un lado a Dios y ponerse en el centro del propio ser hasta la acción, dictada por la intención: en la soberbia, en el apropiarse de lo que no es suyo, esgrimirlo como propio, como algo que le pertenece y que guarda, de manera larvada, el desprecio a los demás. 

Por más que lo intente, “el Señor no se deja impresionar por apariencias…, escucha las súplicas del oprimido…, la oración del humilde – aquel que reconoce la verdad -, que atraviesa las nubes y, mientras no obtiene lo que pide, permanece sin descanso y no desiste hasta que el justo Juez le hace justicia”. Esta es la oración que oye Dios: “Señor, apiádate de mí que soy un pecador”. Sé que no habrá cambios espectaculares en mi vida, no prometo nada, me voy conociendo y he constatado que esos propósitos, hechos mil veces, yacen olvidados en papeles amarillentos, simplemente estoy aquí para que me mires como sólo Tú sabes hacerlo: con misericordia, perdón y comprensión. ¡Mírame para que alguna vez pueda mirarte! ¡Aparta de mí la tentación de “la ilusión de la inocencia”, la que me haría, como incontables veces lo ha hecho, sentirme superior ¡: Yo no soy como los demás”

Que aprenda de los que te han servido fielmente, de Pablo, que siente en todo momento que “has estado, estás y permanecerás a su lado”, para luchar bien en el combate, para continuar caminando hacia la meta, perseverante en la fe, esperanzado en recibir el premio prometido; sin enorgullecerse por sus méritos, pues sabe de dónde proviene la capacidad de pronunciar y mantener el ¡sí! del compromiso para llegar, sostenido por ti, al Reino celestial y proclamar: ¡Gloria al Único que la merece! 

¡Señor, que regrese, que regresemos, justificados, porque Te hemos reconocido como nuestro Dios y nuestro Padre, porque nos hemos reconocido pecadores, necesitados pero reanimados, seguros de tu amor y tu perdón pues ya nos has mirado y fortalecido con el Pan que da la Vida en esta Eucaristía, en ella te nos das en Jesucristo, tu Hijo y Hermano nuestro!

 

sábado, 15 de octubre de 2022

29º. Ordinario, 16 octubre 2022.-


Primera Lectura:
del libro del Éxodo 17:8-13

Salmo Responsorial, del salmo 120: El auxilio me viene del Señor, que hizo el Cielo y la Tierra.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 3: 14-4:2
Evangelio: Lucas 18: 1-8. 

La invocación con que se abre la liturgia de hoy, nos descubre la ternura de Dios. ¡Cómo tenemos a nuestro alcance, si lo invocamos, la posibilidad de sentirnos, tiernamente, bajo su cuidado: “como la niña de tus ojos, bajo la sombra de tus alas”! Comparaciones que comprendemos, aun cuando Dios ni tenga ojos ni tenga alas;  el salmo las utiliza para iluminar la relación, siempre cercana del Señor, para con aquellos que “lo invocan” –lo invocamos y atendemos como Él nos atiende. Con Él y desde Él obtendremos la fortaleza y la constancia para “ser dóciles a su voluntad” y encontrar el modo de “servir con un corazón sincero”. 

Nos conocemos, o al menos pensamos que nos conocemos, y encontramos en nosotros actitudes de una autosuficiencia que a la postre nos engaña, nos defrauda y nos induce al desánimo. Al detenernos a escuchar y profundizar la Palabra de Dios, captamos que todas las lecturas invitan a la oración, a la confianza, a la perseverancia, a examinar, con mucha atención, ¿cómo está nuestra relación de intimidad con Él; cómo está la Fe activa?, esa que pedíamos, junto con los apóstoles que Jesús hiciera crecer: “¡Señor, aumenta nuestra fe!”, no desde lo cuantitativo, sino desde lo cualitativo; la que hemos recibido como   regalo, pero que necesita el cuidado y atención de nuestra parte para actuar en consonancia, la que parte desde el trato, el conocimiento, la aceptación, la que genera el compromiso…, que si no insistimos, se obscurecerá en medio de las preocupaciones que acaparan nuestra atención, nos envuelven y nos hacen olvidar lo fundamental. 

Bella imagen la de Moisés con los brazos levantados en actitud de súplica, de confianza, de la seguridad que da la conciencia de que Dios está con su Pueblo; al estar con Él, Él está con nosotros; al prescindir de Él, comienza la derrota. Momento de preguntarnos si elevamos, no solamente los brazos, sino el ser entero, hacia la altura “de donde nos viene todo auxilio”, como signo de confianza y abandono en Aquel “que protege nuestros ires y venires, ahora y para siempre” , si pedimos ayuda a los demás para que nos sostengan o volvemos a la encerrona de la estéril autosuficiencia. Una vez más encontramos en las personas del Antiguo y Nuevo Testamento que la oración es necesaria y en sí misma es eficaz en la búsqueda de orientación de nuestras vidas hacia Dios. No es nuestra palabra la primera, el Padre ya ha hablado por Su Palabra que “es útil para enseñar, para reprender, para corregir y para educar en la virtud, a fin de que el hombre esté preparado para toda obra perfecta”. En nuestra oración ya está Dios, ya está Jesús presente; conocen nuestras necesidades pero “les gusta” que las expresemos “sin desfallecer”. 

Un juez inicuo “que no teme a Dios ni respeta a los hombres”, se determina a hacer justicia “por la insistencia de la viuda”, ¡cuánto más Aquel que es la Justicia y el Amor sin límites, nos escuchará “si clamamos día y noche”! 

La última frase que pronuncia Jesús, quizá nos haga temblar, pero también adentrarnos más y más en la realidad que vivimos: “cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”. Regresemos a la oración y renovemos nuestra súplica: “haz que nuestra voluntad sea dócil a la tuya y te sirvamos con corazón sincero”, firmes en Cristo Jesús. 

sábado, 8 de octubre de 2022

28° ordinario, 9 octubre 2022.-.


Primera Lectura:
del segundo libro de los Reyes 5: 14-17
Salmo Responsorial, del salmo 90: El Señor, nos ha mostrado su amor y su lealtad.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 2: 8-13
Evangelio: Lucas 17: 11-19

La insistencia, para que nos convenzamos, permanece: Dios es “un Dios de perdón”, ¿hacia dónde nos volveríamos si “conservara el recuerdo de nuestras faltas”?, la verdad es fuerte y nos hace reflexionar: “¿quién habría que se salvara?” La respuesta es clara: ¡nadie! Nuestra actitud, si hemos reflexionado, será la de aquellos que están “colgados de Dios” y de su Gracia, para sentirnos acompañados siempre y podamos actuar en consonancia: “descubriéndolo, amándolo y sirviéndolo en cada prójimo”.

El compromiso, a primera vista, se presenta como un camino obvio, fácil, al alcance de cualquiera, pero, lo hemos comprobado en el recorrido de nuestra propia historia, lo que tenemos enfrente, ¡no lo vemos o lo complicamos y acabamos por descartarlo!

Analicemos el proceder de Naamán, y descubramos lo que hay de él en nosotros: inicialmente se guía sensatamente: escucha, presenta al rey su petición, pues le ha impresionado la palabra de la doncella israelita “si mi amo fuera a ver al profeta, él lo curaría de la lepra”; emprende el camino, lleva regalos para el profeta, su imaginación lo acicatea: ¡me librará de esta ignominia de la lepra! Presenta la carta y se sorprende por la reacción del rey de Israel, probablemente Naamán pensaba que todo el pueblo sabía de la existencia de Eliseo, y de los prodigios que Yahvé realizaba por su medio.

Eliseo, hombre de Dios, vive de la fe y la confianza, “colgado de Dios”. Naamán, extranjero, ignorante –sin culpa-, imagina según sus criterios y se desanima al escuchar la proposición de Eliseo: “Báñate siete veces en el Jordán y quedarás limpio”. No entiende –la Fe supera la lógica-, el enojo y la desilusión se apoderan de él; pero sus criados le invitan a reflexionar; accede, con humildad obedece y “su carne quedó limpia como la de un niño”. ¡Sanado de la lepra y de la ignorancia!, entiende y agradece: “Ahora sé que no hay más Dios que el de Israel”; ha experimentado lo inesperado aunque ansiado, y proclama su fe, fruto del encuentro con Dios Salvador: “A ningún otro dios volveré a ofrecer sacrificios”.

A nosotros, también, constantemente “el Señor nos muestra su amor y su lealtad”, al reconocerla y revivirla, proclamemos vivamente el Aleluya: “Demos gracias, siempre, unidos a Cristo Jesús, esto es lo que Dios quiere”.   

Jesús nos aguarda, ¡curados de tantos males!, a que regresemos, no solamente a darle las gracias, sino para, exultantes, “alabar a Dios en voz alta”.

Jesús, con el Padre y el Espíritu Santo, “Nos ha rescatado cuando aún éramos pecadores”, nos conserva en la existencia, nos llena de oportunidades para reintegrarnos a la Comunidad, a la familia, al profundo sentido de la vida; por su muerte nos ha dado vida para que captemos que no somos extranjeros ni advenedizos, “sino ciudadanos del cielo”.  

Jesús mismo nos ha enseñado a pedir; repasemos el Padre Nuestro, pero juntamente a ser agradecidos, a reconocer que el Señor es Dios; que el Gloria, que tantas veces hemos recitado, lo meditemos para que, lentamente, en contacto con la Trinidad, proyectemos que ¡“el agradecimiento es la memoria del corazón! Escuchemos con ánimo renacido: “¡Levántate y vete. Tu fe te ha salvado!”.

Mucho por aprender: saber escuchar, obedecer, moderar la imaginación, ser humildes y reconocer para regresar, alabar y bendecir a Dios. ¿De qué lepra nos tiene que curar el Señor?