martes, 27 de marzo de 2012

Domingo de Ramos, 1o abril de 2012.

Procesión con las Palmas:
Evangelio: Marcos 11: 1-10
Salmo 23.

Gozo inicial, agitación de Palmas, alegría porque acompañamos a Jesucristo, nuestro Rey y Señor hasta reunirnos con Él en la Jerusalén celestial.

Hemos preparado el momento orando, única vía para “tener en nosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús”; abriéndonos a los hermanos; dominando, con su Gracia, pasiones y tentaciones; ayunando, especialmente como el Señor lo expone: "que tengas compasión con el huérfano, la viuda y el forastero..."
  
Mucha gente gozaba de las maravillas realizadas por Jesús, se dejaban tocar por la convicción con que hablaba y actuaba. Lo señalaban como el Mesías libertador: quedará roto el yugo que nos oprime…, y la emoción se desbordó. Cuando la emotividad triunfa sobre la razón y la realidad, ésta se obscurece: ¿Nuestro Rey "montado en un burrito."?
Preguntémonos con honestidad, ¿Es éste el Mesías que imaginamos? Si de verdad hemos seguido a Jesús, sus hechos, sus dichos, su ejemplaridad en los Evangelios, no correremos el riesgo del desengaño labrado por vanas ilusiones. ¡Confirmemos nuestro deseo de recibir y "recordar cuanto se había escrito de Él."!
 
El Espíritu está pronto a ayudarnos a comprender y a aceptar la verdadera humanidad de Cristo "Primogénito de toda creatura para conformarnos a su imagen."

MISA
Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 50: 4-7
Salmo Responsorial, del salmo 21:  Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Filipenses 2: 6-11
Aclamación: Cristo se humilló por nosotros y por obediencia aceptó incluso la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre.
Evangelio: Marcos 14: 1 a 15: 47

Las lecturas y el Salmo, oídos, meditados, habrán deshecho en humo la "falsa imagen de Mesías" que la carne ilusoria aguardaba.
Nos presentan al Siervo Sufriente, al Escucha preferido del Padre, al Hijo Amado en quien están sus complacencias y eso ¡nos repele!, si la fe titubea, lo vemos "como desecho de los hombres, sin figura, sin rostro, abatido y humillado, crucificado y muerto..., no perdamos pisada, necesitamos unir nuestra oración a la del mismo Cristo: "El Señor me ayuda y por eso no quedaré confundido." La glorificación, la escuchamos temblando, llega por la obediencia al designio del Padre; nos prepara, de nuevo, a escalar lo imposible: la muerte y el fracaso: "locura para los paganos y escándalo para los judíos."
Esto, imposible de entender si no es con la Fe, si no es desde la Alianza escrita en lo más profundo de las mentes y de los corazones: "Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla..."
 
El relato de la Pasión según San Marcos, es corona de todo lo predicho. Hagamos un viaje al interior; vivámosla en silencio, digámonos, como pide San Ignacio en los Ejercicios: “Por mí va el Señor a la Pasión”. ¿A qué grito responde el corazón?: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”, o, "¡Crucifícalo!", porque me rompe y rasga mi egoísmo.
  
Que el asombro envuelva nuestro espíritu y a impulsos de ese Amor ilimitado ofrezcámonos a Dios con “un corazón contrito y humillado, agradecido y comprometido."
  
En respetuoso silencio aquellos momentos de la Pasión que más nos hallan conmovido y pidamos luz para aceptar lo que nuestra naturaleza rechaza.

domingo, 25 de marzo de 2012

Homilía de Benedicto XVI en la Misa celebrada en el Parque Bicentenario de Guanajuato

Domingo 25 de marzo de 2012.

Queridos hermanos y hermanas,

Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.
«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).
La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.
El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar – observa san Agustín – que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.
También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.
En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22 diciembre 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad. Amén.

martes, 20 de marzo de 2012

5° Domingo de Cuaresma, 25 marzo, 2012.

Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 31: 31-34
Salmo Responsorial, del salmo 50:  Crea en mí, Señor, un corazón puro.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 5: 7-9
Aclamación:  El que quiera servirme, que me siga, para que donde yo esté, también esté mi servidor.
Evangelio: Juan 12: 20-33.
“Señor, hazme justicia. Defiende mi causa; Tú eres mi Dios y mi defensa”. ¿Alguien nos condena para pedir justicia?, ¿alguien nos persigue para pedir defensa? ¡Ciertamente sí!

Hay enemigos al descubierto, que atacan impunemente, confiados en su fuerza y su poder, en la amplitud de sus tentáculos que llegan a nuestra propia casa y la inundan de ideas e incitaciones que proponen, por una parte, que todo es fácil de conquistar sin esfuerzo, sin sacrificio, sin compromiso; y por otra, si no lo conseguimos, que es lícita la violencia, el odio, la trampa y la rapiña, la mentira e incluso el homicidio. Basta hojear el periódico o escuchar las noticias: ejecuciones, asesinatos, robos, enfrentamientos, guerras, desavenencias, ausencia de hermandad y comprensión. Deducimos, con tristeza: ¡el mal sigue triunfando! Permanecemos tranquilos porque parecería que no nos ha afectado; pero la realidad es otra; va minando los valores, la fidelidad, la convicción, la trascendencia, la dignidad del ser humano. Nos grita, desde los cuatro puntos cardinales, que Dios no es necesario, que es patraña molesta, que sojuzga y limita, que para ser libres hemos de lanzarlo ¡a la basura!

Hay otros, aún más peligrosos: los que llevamos dentro: egoísmo, liviandad, cerrazón, soberbia, autosuficiencia, subjetivismo presuntuoso que nos nublan los ojos, peor aún, el corazón. “Defiéndeme, Señor, de mí mismo”. Si no eres Tú “mi Dios y mi defensa”, sucumbirá mi fe; ya lo he vivido; tu Alianza se me ha roto desde dentro, como a los israelitas.

¡Cumple en mí y en los que amo, la promesa que hiciste! “Pon tu ley en lo más profundo de las mentes, grábala en los corazón, que reconozcamos que Tú eres nuestro Dios y nosotros pueblo”. ¡Que llegue pronto el día en que todos, desde el más pequeños hasta el mayor, te conozcamos! Por eso te pedimos en el Salmo: “Crea en mí, crea en nosotros, un corazón nuevo”, semejante al de Cristo “que a pesar de ser Hijo, aprendió a obedecer”. Su angustia y su grito, son genuinos, humanos, piden vida, igual que nuestros gritos. ¿Los oíste? Sin duda, y con su muerte nos diste Nueva Vida, la Salvación que dura, la que saldó la deuda, la que nos encamina, seguros, a tu encuentro.

Más que gritar, aprender a mirar. Conviértenos en puentes que lleven a Jesús, como Andrés y Felipe que condujeron a aquellos griegos a la Fuente, “porque te conocían”.

Regresa a nuestras mentes esa necesidad de escucha, de guardar la Palabra y “rumiarla en el corazón”, a ejemplo de María. “Si el grano de trigo no muere, queda infecundo, pero si muere da mucho fruto”. Vuelve la paradoja, la realidad a la que la carne se resiste: “morir para vivir”. No se trata del éxito a los ojos del mundo, del “parecer” que tanto nos predican ejemplos incontables y anuncios insidiosos, sino del “hombre nuevo”, el que da fruto a los ojos de Dios.

Sabemos de memoria tu sentencia: “El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna”. ¡Cuánto enemigo llevo conmigo! ¿Despreciarme?, no es masoquismo, lo acertado: justipreciar los seres y a mí mismo; usarlos con respeto sin perder la mirada al Infinito.

La Voz que glorifica, enciende nuestros ánimos, nos sitúa en la esperanza firme de tu triunfo: “Ha llegado la hora en que el príncipe de este mundo será arrojado fuera”. Victoria sobre la muerte con tu Muerte. En el madero, ¡locura pertinaz!, está la vida.
Desde tu Cruz, Señor, abrázanos con fuerza, sólo en ella morirá nuestro egoísmo.

miércoles, 14 de marzo de 2012

4° domingo de Cuaresma, 18 marzo 2012.

Primera Lectura: del segundo libro de las Crónicas 36: 14-16, 19-23
Salmo Responsorial, del salmo 136: Tu recuerdo, Señor, es mi alegría.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los efesios 2: 4-10
Aclamación: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.
Evangelio: Juan 3: 14-21.

A mitad de tiempo de oración y penitencia, la liturgia inserta el Domingo de la Alegría: “Alégrate, Jerusalén, y todos ustedes los que la aman, reúnanse…, quedarán saciados con la abundancia de sus consuelos”. Alegría fundamental, profunda, alentadora: la razón: “Dios nos ama” y nos ama no porque lo merezcamos, no porque lo amemos como deberíamos, más bien hemos hecho todo lo posible por alejarnos de Él, por alejarlo de nosotros, sino porque “Dios es Amor”. Nos creó para mirarse en nosotros, para que lo miráramos en los otros, para que lo miráramos en nuestro corazón.

Una vez más, su Palabra, por los profetas, por los acontecimientos, por su propio Hijo, nos echa en cara la deshechura que hemos perpetrado en el mundo que nos dio, en la ruptura de las relaciones fraternas y por haber dejado en el olvido la verdadera Piedad, esa virtud que nos une íntimamente a Él.

Un padre y menos aún Nuestro Padre, no puede desear nada malo para sus hijos, pero sí le interesa que recapacitemos y que volvamos a Él por uno o por otro camino: el del desgarramiento por las desgracias o el del reconocimiento de su Amor, de su Paciencia, de su Bondad, de su llamado constante “porque tiene compasión de su pueblo y quiere preservar su santuario”. Lo inesperado, ocurre: “El Señor inspiró a Ciro, rey de los persas” y ¡ojalá nos diera escuchar de todos los jefes de los pueblos, palabras semejantes!: “Todo aquel que pertenezca al Pueblo del Señor, que parta a reedificar su Santuario”. No violencia, sino hermandad; no separatismo sino solidaridad. ¡Volver a construir el mundo, volver a construir nuestros corazones!

Es verdad: “estábamos muertos por nuestros pecados, pero Él nos dio la vida por Cristo y en Cristo”. La alegría de hoy y de siempre, tiene un fundamento sólido: “la misericordia y la compasión de Dios; no nuestros méritos sino su gratuidad”. En nuestras vidas, sin duda, hemos meditado en el contenido de la Fe: es un don recibido que busca “un encuentro personal con el Dador del don”. ¿Qué mejor momento para activarla? Si acaso la sentimos desfallecida, rogar humildemente: “¡Creo, Señor, dame Tú la fe que me falta!”

El don se hace palpable, Cristo nos lo revela, abre la intimidad del Padre y nos enseña en Sí mismo, ese amor inabarcable: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Dios no se contenta con darnos mil muestras de amor y de ternura, Él toca los extremos, nos da lo más preciado: ¡A Su Hijo! La alegría y la confianza están de nuestro lado, porque Cristo “no ha venido a condenar sino a salvar”.

Miremos hacia arriba y encontraremos no al signo que curaba sino al Hijo de Dios, al Justo traspasado que espera que a su Luz actuemos todos, y en Él nos convirtamos en serie interminable de escalones por los que el mundo y los hombres, volvamos a nuestro Principio; allá, en donde la Alegría será completa.

martes, 6 de marzo de 2012

3er domingo de Cuaresma, 11 marzo, 2012.

Prmera Lectura: del libro del Exodo 20, 1-17
Salmo Responsorial, del salmo 19: Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna
Segunda Lectura: de la primeta carta del apóstol Pablo a los corintios 1, 22-25
AclamaciónTanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.
Evangelio: Juan  2, 13-25
“Infúndenos, Señor, un Espíritu nuevo”. Lo prometiste cuando revelaras tu santidad y ya la has manifestado en Jesucristo. ¿Por qué no sentimos el viento de sus alas en nosotros? Sin tu Espíritu, ¿cómo nos sentimos? Progresamos, es cierto, pero de una manera chata, obscura y egoísta. Nos gloriamos de los triunfos técnicos y científicos, pero, ¿dónde han quedado el pensamiento, la religiosidad, los valores? Fincamos nuestro triunfo en la investigación y en el poder, en una comunicación inacabable de datos, cifras, estadísticas y predicciones con la que creemos dominar el mundo, y en vez de ser “Señores”, celosos cuidadores del ser y de los seres, nos hemos convertido en “amos” esclavizantes y soberbios.

Dudo mucho, Señor, que aceptes como realidad lo que te proponemos en la petición que elevamos: ¿“ayuno, oración y misericordia como remedio del pecado”? ¿Es que en verdad “reconocemos nuestras miserias y nos agobian nuestras culpas”? Si lo confesáramos en serio, seríamos otros a tus ojos y a los nuestros porque de inmediato nos sentiríamos “reconfortados con tu amor”. No es esta la humanidad que Tú quisiste, hemos roto tus planes; no hemos obedecido tus mandatos, tus leyes y preceptos y nos hemos encerrados como ostras, creyendo que la perla allá escondida, era en sí misma suficiente. ¿Capacidad?, nos la has dado a torrentes. Repartes con mano generosa para hacernos capaces de construir un mundo nuevo. Tu Palabra alumbra cada día, marca las mojoneras del único camino, “es vida eterna”.

Para guiar a tu Pueblo, y, con él a nosotros, entregas el Decálogo: síntesis que todo lo contiene: en verticalidad: filial adoración; en horizontalidad: fraternidad activa; en interioridad: aceptación consciente, nada queda al acaso, Tú todo lo previste, nos dejaste a nosotros la respuesta; pero sin Ti no la daremos ni personal ni colectivamente.

¿Otra nueva propuesta sin quedar marginada la primera? Sonó y sigue sonando a locura inconcebible. Ni aunque venga de Ti y se haya hecho en Cristo realidad palpable, eso de Cruz y Muerte, nos aterra, no cabe en nuestras mentes, nos repugna, por eso nos unimos al clamor del “escándalo”: ¿Cómo puede ser Dios fuerte en la debilidad? Va contra toda regla de la lógica humana: ¡lo débil no puede sostenerse! Lógica que en Cristo se nos quiebra y con Él comienza a brotar la nueva.

Nos pedías “conversión”, ahora vislumbramos el modo: audacia y reciedumbre, “¡quiten todo de aquí y no conviertan en mercado la casa de mi Padre!”. Casa que es todo el mundo, y cada hombre. ¡Qué limpieza conlleva ser “morada de Dios”!
La novedad del Espíritu que supera lo externo: oro, ropajes, edificios, ofrendas y holocaustos, que ahora exige “odres nuevos para el vino nuevo”, que ante la indignación de aquellos que confían en los ritos, ofrece el propio ser en sacrificio: “Destruyan este templo y en tres días lo reedificaré”. Anuncio que libera, que rompe las cadenas y confirma en su restauración, la nuestra.

Los discípulos tardaron en llegar, pero llegaron. A la luz de la Resurrección, se hizo luz en sus mentes: “El celo de tu casa me devora” y creyeron en Jesús y en la Escritura.