miércoles, 29 de diciembre de 2010

Epifanía del Señor, 2 enero 2011.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaias 60: 1-6
Salmo Responsorial, del salmo 71: Que te adoren, Señor, todos los pueblos.Segunda Lectura: de la carta del apostol San Pablo a los Efesios  3: 2-3, 5-6
Aclamacion: Hemos visto su estrella en el oriente y hemos venido a adorar al Señor.
Evangelio: Mateo 2: 1-12.

Manifestación que llega con potestad, con imperio, pero de dimensiones diametralmente opuestas a los criterios del mundo. “Misterio escondido, pero ahora revelado por el Espíritu”. Misterio de Salvación que abraza a todos los pueblos, a cada hombre en particular, sea de la raza que sea, para hacerlo coheredero de la promesa hecha realidad en Jesucristo.

Si la Luz y la Gloria resplandecen, ¿por qué los seres humanos insistimos en permanecer en las tinieblas, trastabillando, chocando con las personas y las cosas? Descubrir el significado de los signos es vivir en lo concreto, dejar las abstracciones, apresar la realidad y hacerla nuestra, hacernos realidad; “levantar los ojos, mirar a nuestro alrededor, abrir los brazos y el corazón para recibirlos a todos”, llenarnos de la riqueza que nos ofrece el Señor para enriquecer a cuantos encontremos en la vida; convertirnos en signos que guíen y que solamente se detengan ante Jesús, “que habitó entre nosotros”, que vino a reunir a los que estaban dispersos, que nos trae la reconciliación y el sentido de la vida, toda otra riqueza es efímera.

Epifanía: Dios que sale a nuestro encuentro, que se nos da a conocer, que lleva pacientemente el proceso de “descorrer el velo”, desde los Patriarcas y Profetas, hasta su culminación en Jesucristo quien se implica en nuestra historia y es inicio y plenitud de un Pueblo Nuevo, Primogénito renacido de la muerte, Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia, realizador de las promesas que se ensanchan mucho más allá de las fronteras de Israel y abarcan al mundo entero. Celebramos hoy la vocación universal de todo ser humano: ser hijo de Dios, a través del Único Mediador: Jesucristo.

Mateo narra la extrañeza, que llega a la consternación en Herodes y en toda Jerusalén; Jesús es “la piedra angular que han desechado –y siguen desechando-  los constructores”; el temor impera donde la fe no abre el horizonte de la esperanza que trasciende; la astucia busca los modos de mantener lo que cree poseer, sin que le importe el precio mismo de la sangre inocente. De la boca temerosa del rey, brota un camino importante: “Vayan a averiguar cuidadosamente qué hay de ese niño y, cuando lo encuentren, avísenme para que yo también vaya a adorarlo.” Los hombres ansiosos de verdad, siguen su marcha y la Estrella los vuelve a luminar para encontrar a aquel que da la Luz de la vida. Si miramos con atención, veremos a Dios, no sólo en las estrellas, sino en cada hombre y en cada acontecimiento, y nuestro testimonio de amor, de fe, de valor y esperanza nos convertirá en guías para tantos que no encuentran el sentido de su vida. 

Santa María, Madre de Dios.

Primera Lectura: Números, 6: 22-27
Salmo Responsorial, del salmo 66: Ten piedad de nosotros, Señor, y bendícenos.4: 4-7
Segunda Lectura: de la carta del apostol San Pablo a los galatas 
Aclamacion: En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres, por boca de los profetas. Ahora, en estos tiempos, nos ha hablado por medio de su hijo.
Evangelio: Lucas  2: 16-21. 

Aclamamos a María, Madre de Dios por haber aceptado, con su “¡fiat!, ser la Madre de Jesús, el Hijo Eterno del Padre, el Engendrado antes de los siglos pero que quiso, conforme al designio de Dios, comenzar a ser lo que nunca había sido: hombre, sin dejar de ser lo que siempre ha sido, es y seguirá siendo: Dios.

María en su fe, en su obediencia, en la confianza sin medida, se convierte en el Puente para que el Salvador, el Mesías anhelado, viva como uno de nosotros, en todo igual, menos en el pecado. Continuamos  ante el  misterio insondable del Amor de Dios por nosotros, palpamos su cercanía: El invisible, se hace visible en Cristo Jesús.

El acto de fe que tiene como actitudes fundamentales el conocer y el confiar, cree no por la claridad del contenido que se le comunica, sino por la Veracidad de Aquel que lo comunica: María, Madre de Dios, ¿quién podría, desde el proceso “racional”, penetrar esta maravilla?, en verdad “hay razones del corazón que la razón no entiende”, y menos aún si provienen del “Corazón de Dios”.

La Bendición que escuchamos en el Libro de los Números, nos alcanza a todos los que confiamos y queremos confiar en Dios: bendición que va acompañada de multitud de favores, de protección, de sincero interés para que progresemos, pero sobre todo de Paz. Bendición que necesitamos, no solamente para los días aciagos, sino para cada momento de nuestra existencia; ya nos advierte el mismo Señor: “invoquen así mi nombre y Yo los bendeciré”. Nos perdemos en mil vericuetos internos y externos y olvidamos que la salvación la tenemos al alcance del corazón y de los labios.

San Pablo enuncia, sin más: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos bajo la ley, a fin de hacernos hijos suyos”. Antes fue promesa de herencia, ahora, en Cristo, por María, ya es realidad; liberados de cualquier atadura para poder decir, sin miedo, con asombro, a Dios: “¡Abba!”, es decir: Padre. De siervos a hijos, de hijos a herederos en virtud de la gratuidad de Dios.

María, que a ejemplo tuyo, sepamos “guardar los recuerdos en el corazón”, eso nos posibilitará, un día, la magnitud de su comprensión; es lo que ha hecho la Iglesia: descubrir en Navidad y en la Pascua, que es en la debilidad donde actúa el poder de Dios. Como los pastores, que seamos audaces para proclamar cuanto has recibido y hemos recibido de parte de Dios en Jesucristo

jueves, 23 de diciembre de 2010

La Sagrada Familia, 26 dic. 2010.

Primera Lectura: del libro del Eclesiástico 3: 3-7, 14-17
Salmo Responsorial, del salmo 127: Dichoso el que teme al Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Colosenses 3: 12-21
Aclamación:  Que en sus corazones reine la paz de Cristo; que la palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza.
Evangelio: Mateo 2: 13-15, 19-23.

Haber escuchado y creído al llamamiento, a la voz que llegó desde fuera, impulsó a los pastores a obedecer, a ponerse en camino, ir y buscar para encontrar. El anuncio había sido espectacular, en el hallazgo brilla la sencillez: un niño como los que ellos conocen, “pobre, débil y pequeño”; el misterio del pesebre se queda en sus corazones, y, con seguridad, los acompañará el resto de sus vidas.

Celebramos la festividad de la Sagrada Familia. En la oración pedimos a nuestro Padre Dios entender para imitar, mirar con atención para ser capaces de tener las actitudes que hacen resplandecer las relaciones familiares, las que nos unen a quienes no hemos escogido pero que el Señor nos ha obsequiado.

No tenemos que pensar mucho para aceptar que necesitamos, cada uno en la realidad que vive, hacer crecer lo que San Pablo expone a la gran familia de la comunidad cristiana y que comienza en el trato íntimo con los de casa: “Dios nos ha elegido y nos ha dado su amor”, y lo que Dios da es para ponerlo a disposición de todos, especialmente de los más cercanos, como nos recuerda San Pedro: “los dones que cada uno ha recibido, úselos para servir a los demás, como buenos administradores de la múltiple gracia de Dios” (1ª. 4: 10).

En familia vamos recorriendo juntos el camino; pero, sin “el sentir con el otro”, sin la anchura de alma, sin la humildad que nos confronta con la verdad, sin la afabilidad, la paciencia y el perdón, el camino se volverá pesado, fastidioso, obscuro y solitario. Escuchemos, también nosotros, la voz que nos llega desde Dios, si queremos vivir en alegría y propiciar el gozo de una convivencia que alienta a cuantos nos acompañan en la vida: “por sobre todas esas virtudes, tengan amor, que es el vínculo de la perfecta unión”.

Recordemos que amar es “querer el bien del otro”, todavía más: que mi gozo sea el gozo de tu gozo. Esto sí que es realizar esa bella definición de Tehillar de Jardin: “el hombre es un ser para el encuentro”, es tener siempre presente “al otro”, como sujeto, jamás como objeto. Las dos lecturas proponen caminos concretos para cada miembro de la familia, consejos y actitudes que no podremos realizar si no tenemos como centro de nuestra vida a Dios en Cristo Jesús.

Detengámonos a contemplar la sencillez de vida de la Sagrada Familia: Jesús que acepta la voluntad del Padre “sin aferrarse a las prerrogativas divinas”; María que, en medio del misterio, va más allá de sí misma, confía y con su “¡Sí!”, abre el camino para que la historia de la humanidad se parta en dos al concebir al Hijo de Dios, a Emanuel, Dios con nosotros; José, el “hombre justo”, el que supera toda lógica y cree en lo incomprensible, para convertirse en el custodio de Aquel por quien todo fue hecho. Los sueños se hacen realidad en medio de penurias, pobreza, persecuciones y angustias, pero que dejan su alma henchida del Dios de la paz y la fortaleza. Oremos para que todas nuestras familias aprendan y realicen, cada día, la convivencia que las hace sagradas.   

lunes, 20 de diciembre de 2010

Natividad del Señor, 25 diciembre 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 9: 1-3
Salmo Responsorial, del salmo 95: Hoy nos ha nacido el Salvador.
Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol Pablo a Tito 2: 11-14
Aclamación: Les anuncio una gran alegría: Hoy nos ha nacido el Salvador, que es Cristo, el Señor.
Evangelio: Lucas 2: 1-14.

¡El tiempo se ha cumplido! “Tú eres mi Hijo, hoy te engendré Yo”. Luz, Vida, Esperanza, Camino, Verdad, Paz, Guía y podríamos continuar sin parar, enumerando los atributos-realidades que no son de Cristo, son Cristo mismo. 

Aun cuando no lo confiese, la humanidad entera está hambrienta de luz y de verdad, de fraternidad, de gozo, paz y serenidad.

El misterio de la interioridad del hombre dejará de serlo cuando aceptemos el misterio de Dios hecho Hombre que esta noche se nos hace patente y nos invita a recorrer el camino de regreso a la gloria del Padre; entonces dejaremos de ser misterio para nosotros al sumergirnos, inundados de su luz, en el misterio de Dios. 

Para cosechar necesitamos haber sembrado, para repartir el botín, debimos haber vencido. Cristo nos provee de semilla abundante, de armas imbatibles para la lucha “que no es contra hombres de carne y hueso, sino contra las estratagemas del diablo, contra los jefes que dominan las tinieblas, contra las fuerzas espirituales del mal”. Revistámonos con ellas: “el cinturón de la verdad, la coraza de la honradez, bien calzados y dispuestos a dar la noticia de la paz, embrazado el escudo de la fe que nos permitirá apagar las flechas incendiarias del enemigo; el casco de salvación y la espada del Espíritu, es decir la Palabra de Dios” (Ef. 6: 12-17), solamente así conseguiremos que su Humanidad engrandezca la nuestra.  

¡Increíble: un Niño “ha quebrantado el yugo que nos esclavizaba”! ¿No es absurdo, una vez libres, regresar a las ataduras? Abramos ojos y oídos para escuchar al “Consejero admirable, a Dios poderoso, al Padre amoroso, al Príncipe” que viene a reinar “en la justicia y el derecho para siempre”; ofrezcámosle como trono inicial, la interioridad de nuestro ser.

Hoy todo ha de ser canto, proclamación, alegría y regocijo porque “nos ha nacido el Salvador”. Viene el que ES la Gracia, con Él aprenderemos a vivir en constante religación, a renunciar a los deseos mundanos, a ser sobrios, justos y fieles a Dios, a practicar el bien. Verdaderamente no tenemos excusa si actuamos de otra forma. 

Hagámonos, como dice San Ignacio en la contemplación del Nacimiento, “esclavitos indignos” y extasiémonos mirando a las personas, escuchando sus palabras, rumiando en nuestros corazones la grandiosidad en la pequeñez, el incomprensible silencio de “Aquel por quien fueron hechas todas las cosas, y sin Él nada existiría de cuanto existe”. (Jn.1: 3). Pidamos que entre con toda su fuerza y rompa nuestra ansia loca de tener sin tenerlo a Él. Verdaderamente “nos enriqueció con su pobreza”    

No podemos menos de unirnos al coro de todo el universo para entonar el Himno de la Gloria, de la Alegría, de la Paz porque Dios en su Hijo Jesucristo, hermano nuestro, ha rehecho nuestros corazones, nuestros ideales y orientado hacia Él nuestras vidas.

martes, 14 de diciembre de 2010

4º Adviento, 19 de diciembre de 2010

Primera Lectura:  del libro del profeta Isaias 7: 10-14
Salmo Responsorial, del samo 23: Ya llega el Señor, el rey de la gloria.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Romanos 1: 1-7
Aclamación: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros.
Evangelio: Mateo 1: 18-24.

Toda la Creación se une en asombro, en expectativa, en esperanza: “Destilen, cielos, el rocío, y que las nubes lluevan al Justo; que la tierra se abra y haga germinal al Salvador”, unámonos a esta petición y preparémonos a recibir la caricia del rocío, de la lluvia y a recibir de la tierra el Fruto Nuevo. 

Más gozosos que la creación, somos los que “hemos conocido por el anuncio del ángel la encarnación del Hijo de Dios, para que lleguemos – siguiendo sus pasos, su mirada, sus preferencias, que sobrepasan todo entendimiento humano -, por su pasión y su cruz, a la gloria de la resurrección”. 

La petición condensa cuanto hemos meditado durante el tiempo de Adviento: nuestra Patria nos aguarda y el único Camino es Jesucristo, Mediador, desde su Naturaleza Divina que lo constituye en “Emmanuel”, Dios con nosotros, y su naturaleza Humana, verdadero hombre “del linaje de David”, en esa misteriosa y maravillosa unión en una sola Persona Divina, cuyos méritos son infinitos y por ello capaz de salvar a todos los hombres.  

En la primera lectura, Isaías se opone a que Ajaz haga alianza con Asiria para defenderse de Damasco y Samaria, pues la única Beerith (Alianza) sólida es con Yahvé; y es el mismo Dios quien invita al rey, y, en él a nosotros, a confiar, a renunciar a la seguridad aparente y lanzarse y lanzarnos, dejarse y dejarnos en sus manos, como Él se ha puesto en las nuestras a pesar de cómo lo tratamos y lo relegamos al olvido. La confirmación de que su amor es verdad, viene en la profecía: “El Señor mismo les dará una señal. He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán el nombre de Emmanuel”. Desde la más antigua tradición cristiana este oráculo tiene un horizonte profético profundo, que se va haciendo patente a las generaciones sucesivas; la garantía de la continuidad dinástica tiene su razón de ser en el heredero mesiánico; la salvación sigue gravitando hacia El Salvador.

Esta aplicación la expresa con toda claridad Pablo, todo es Gracia, fundada en Jesucristo, a fin de que todos los pueblos acepten la fe para gloria de su nombre; “entre ellos se encuentran ustedes, llamados a pertenecer a Cristo Jesús; en Él la paz de Dios, nuestro Padre”.

Dios espera nuestra cooperación en el misterio de la salvación, tal como lo hicieron María y José. La aceptación por la fe, el ¡sí! al plan de Dios, sin pedir más explicaciones. El fiat de María. La justicia de José que vive “el santo temor de Dios”, piadoso, profundamente religioso, que confía más en María que en sí mismo y experimenta lo que muchas veces habría cantado: “El Señor está siempre cerca de sus fieles”, le hace superar el estupor, lo incomprensible y crecer en la certeza de que lo bueno para todos los hombres, es “estar junto a Dios”.  Imitemos a María y José en ese estar junto a Cristo y nos enseñen a disponernos, como ellos, a seguir la voluntad de Dios con toda fidelidad.de María. La justicia de José que vive “el santo temor de Dios”, piadoso, profundamente religioso, que confía más en María que en sí mismo y experimenta lo que muchas veces habría cantado: “El Señor está siempre cerca de sus fieles”, le hace superar el estupor, lo incomprensible y crecer en la certeza de que lo bueno para todos los hombres, es “estar junto a Dios”.  Imitemos a María y José en ese estar junto a Cristo y nos enseñen a disponernos, como ellos, a seguir la voluntad de Dios con toda fidelidad.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Nuestra Señora de Guadalupe. 2010.

NOTA: En México la fiesta de la Virgen de Guadalupe es Solemnidad, por esta razón no se toman las lecturas correspondientes al 3er Domingo de Adviento. 

Primera Lectura: lectura del libreo del Eclesiástico 24: 23-32; 
Salmo 66
Segunda Lectura: de la carta del apóstol San Pablo a los Gálatas 4: 4-7; 
Evangelio: Lucas 1: 39-48.


El miércoles celebrábamos la festividad de la Inmaculada Concepción de María, preservada de cualquier mancha “en previsión de los méritos de Cristo", recordemos que para el Señor Dios todo es presente, (no intentemos entenderlo, esa omnisciencia nos sobrepasa), aceptamos la explicación de Ockam: “Pudo hacerlo, convenía que lo hiciera, por lo tanto, lo hizo”, y preparó digna morada para su Hijo.

Hoy, hace 479 años, Santa María de Guadalupe, se hace presente como “esa señal que aparece en el cielo –de nuestro México-, una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”; una y la misma a quien veneramos con diversas advocaciones, pero que tiene una relación de especial afecto, porque se presenta, Madre y Protectora, desde la cuna de nuestra nacionalidad. 

El cariño y la devoción de los mexicanos la ha acompañado, y nosotros, de alguna forma hemos vivido lo que Ella misma quiso y realizó: “mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy su piadosa Madre”.  

Revivamos ahora, en su fiesta, el deseo y el compromiso de imitarla en la preparación de la entrada de Cristo en nuestra historia.

Meditemos lo escuchado del Libro del Eclesiástico, en primer lugar aplicado a Cristo, “Sabiduría Encarnada”, en quien está, todavía más, quien Es “En mí está la gracia del camino y de la verdad, de la esperanza de vida y de virtud” ; preguntémonos ¿qué tanta hambre y sed sentimos de Él? Si la necesidad nos impulsa a buscar y encontrar al único satisfactor, hambre y sed crecerán, Él mismo, como alimento que fortalece e ilumina, impedirá que nos desviemos por otros caminos.  

Lo reflexionado se ajusta, también, a María, “Yo soy la Madre del amor, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza”. María que acepta lo humanamente inexplicable y cree “en el Testigo Fiel”, Ella no pone barreras a la acción del Espíritu, y, proclama, gozosa, “las maravillas que el Señor ha realizado”: “la llena de gracia”, la Madre de Dios y Madre de los hombres.

Santa María de Guadalupe nos acoge con un cariño muy especial, pues, aun cuando se haya aparecido en Lourdes, en Fátima, en Medyguory y quizá en otras partes del mundo, con nosotros, con México, hizo patente lo que leeremos en la Antífona de la Comunión: “No ha hecho nada semejante con ningún otro pueblo; a ninguno le ha manifestado tan claramente su amor”. 

Pidámosle que nos obtenga las gracias necesarias, Ella, “La Omnipotencia Suplicante”, como la llama San Bernardo, para prepararnos, siguiendo su ejemplo, a la venida de Jesús. 

miércoles, 1 de diciembre de 2010

2° Adviento, 5 diciembre, 2010.

Primera Lectura: Isaías 11: 1-10
Salmo Responsorial, del salmo 71: Ven, Señor, rey de justicia y de paz.
Segunda Lectura: de la carta a los Romanos 15: 4-9.
Aclamación:
Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos, y todos los hombres verán al Salvador.
Evangelio: Mateo 3: 1-12.

“Pueblo de Sión”, hombres de toda la tierra, “miren que el Señor viene a salvar a todos, su voz fuente de alegría para el corazón”. Voz que ordena el cosmos, que nos dice cómo manejar las realidades cotidianas, con una “sabiduría que nos prepare a recibir y a participar de su propia vida”.

“Toda Escritura – nos dice Pablo – se escribió para nuestra instrucción, paciencia, consuelo y esperanza”, es la visión que nos entrega Isaías; la realidad se hizo presente, cuando recibimos el Sacramento de la Confirmación, nos regala los siete dones: “sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y santo temor de Dios”. Encantadora la descripción plástica de un futuro que inicia en la conversión personal y se extiende, como abrazo inmenso, hacia todo lo creado. Lo inimaginable, desde nuestra pobre experiencia, se hará posible: la paz total entre todas las creaturas, nadie hará daño a nadie, “estará lleno el país – el mundo entero -, de la ciencia del Señor”. No estamos ante una ilusión, la Palabra de Dios que nos lo señala, “esa raíz de Jesé”, es el enlace que continúa en proceso, el crecer inevitable, gozo para nosotros, de la Alianza.
 
Ya comenzamos, el domingo pasado, con la esperanza del Adviento: ¡La llegada de Jesús, su presencia física, su historia en nuestra historia, para que aprendamos a vivir según su historia!, que es el camino de salvación, que nos advierte, con toda claridad que “no juzgará por apariencias, ni a sentenciará de oídas, defenderá al desamparado y dará, con equidad, sentencia al pobre, herirá al violento con el látigo de su boca, con el soplo de sus labios matará al impío”. Atender a su advertencia nos hará más responsables de nuestros actos, analizaremos la repercusión de cada decisión personal, uniremos el precepto de la Ley Natural al de la Ley Evangélica: “trataremos a los demás como queremos que nos traten y nos amaremos como Él nos ha amado”, la respuesta es personal y comprometedora. Ocasión propicia para preguntarnos ¿Cómo tratamos a los que tenemos más cerca? ¿Intentamos sinceramente la armonía de unos con los otros? ¿Integramos un coro que proclame que somos “un solo corazón y una sola voz”? “¿Nos acogemos, como Cristo nos acogió”? 

Ésta es la actitud que prepara el camino del Señor: “hacer rectos los senderos para que todos los hombres vean la salvación”, es la patentización del verdadero cambio, de la conversión, del giro que tiene por centro a Cristo y su mensaje, a Cristo y su seguimiento, a Cristo aceptado y amado en cada ser humano.  

La tentación de huída está presente: ser fariseos, buscar la tranquilidad superficial apegada a “la ley”; ser saduceos apegados a la riqueza y al prestigio, escudados en tradiciones que dejan “intacto” el corazón y evitan el compromiso con Dios y con los hermanos; si es nuestra realidad, nos sacudirán las palabras de Juan el Bautista: “¡Raza de víboras!, ¿quién les ha dicho que podrán escapar del castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su conversión”.

¡Dichosos nosotros, porque después de la voz, ya escuchamos a La Palabra; Jesús ha evitado que la segur corte nuestra raíz; recibimos el bautizo del fuego del Espíritu Santo, Él nos guardará “como trigo en su granero”. ¡Señor, que en este Adviento, nuestras espigas se llenen de granos maduros, porque ya nos sabemos contigo!

lunes, 22 de noviembre de 2010

1° de Adviento (ciclo A), 28 noviembre, 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 2: 1-5
Salmo Responsorial, del salmo 121: Vayamos con alegría al encuentro del Señor.
Segunda Lectura: de la carta del aapóstol Pablo a los Romanos 13: 11-14
Aclamación: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Evangelio: Marcos 24: 37-44.

Adviento: ¡que llega! Actitud de  atentos centinelas que aguardan al Amigo; conciencia de ser creaturas dentro de la historia que Cristo Jesús quiso compartir. Llegó en la humildad de nuestra condición para elevar esta misma condición a ser hijos de Dios; y volverá, revestido de la Gloria de Dios mismo, ¡cualquier día!, por eso nos advierte que estemos vigilando. Esa venida no es, ni puede ser motivo de angustia para quienes, por su gracia, le agradecemos creer en Él; advenimiento que trae esperanza, paz y triunfo; la condición: que nos encuentre “despiertos, vestidos de luz, lejos de las obras de las tinieblas, como quien vive en pleno día”, claramente: “revestidos de Cristo que impedirá que demos ocasión a los malos deseos”.

Isaías, vive en los tiempos aciagos del exilio, probablemente no pronuncia esta visión profética, más bien fueron sus sucesores, el segundo o tercer Isaías, pero, sin duda él participa del sueño de paz universal, de unión de todos los pueblos en una sola familia que sube, jubilosa, “al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, a Sión, donde escucha las instrucciones para caminar por sus sendas”.  La concreción del fruto es el anhelo de todo hombre que busca la verdad: “El encuentro jubiloso con el árbitro de todas las naciones”, porque ha puesto los medios: “no espadas sino arados, no lanzas sino podaderas, no guerra sino fraternidad consciente”. Este será el único modo de caminar “a la luz del Señor”. Así tendrá sentido el cántico: “Vayamos con alegría al encuentro del Señor”.

Los domingos anteriores han preparado nuestras mentes y nuestros corazones, han iluminado la realidad de nuestra realidad: “somos peregrinos, vamos de pasada”, “no tenemos aquí ciudad permanente”, (Heb. 13: 14), de modo que entendemos que cada instante nos acerca a ese “encuentro”, ojalá ardientemente deseado, él será la culminación de todos los esfuerzos, para que la Gracia que nos obtuvo y sigue ofreciendo el Señor Jesús, no quede estéril, sino que dé frutos abundantes que perduren por toda la eternidad.

Jesús Maestro, propone como una dinámica del espejo; sus oyentes conocen la Escritura,  han reflexionado sobre los sucesos vividos en el seno de la familia, la muerte de un pariente, quizá un robo, y de ahí los, y, nos hace brincar hasta la trascendencia, para que dejemos que los signos de los tiempos toquen el interior y nos proyecten, conscientemente, hasta el fin del camino.

¿Por qué la insistencia de su parte?, porque no nos atrae pensar en que un día, “el menos pensado”, nos presentaremos ante “el Árbitro de las naciones, el Juez de pueblos numerosos”. Con frecuencia imagino que ese día está lejos, con mayor frecuencia lo pensarán los más jóvenes; atendamos al ejemplo que trae a la memoria el Señor: “Así como sucedió en tiempos de Noé…”, todo seguía igual, “comían, bebían, se casaban, - dejaban que la vida transcurriera sin preocupaciones, sin mirar hacia dentro – hasta el día en que entró en el arca…”; de dos durmiendo o en la molienda, “uno tomado, otro dejado”…, ¿quién?, ¿cuándo?, ¿seré el elegido?..., Y completo: ¿vigilo mi casa como lo que soy: “morada de Dios”, o permito el saqueo? 

Él nos conoce y por ello nos advierte: “Estén preparados”, y nosotros le pedimos: “¡Despiértanos del sueño, Señor! Que advirtamos, más a fondo el significado del signo que eres Tú: “La Salvación está más cerca”, queremos crecer en el creer para actuar en consonancia. Que advirtamos que tenemos nuestra eternidad entre las manos, ¡no permitas que las abramos…, porque la consecuencia sería irreversible!, mejor Contigo.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Cristo Rey - 21 de noviembre de 2010.

Primera Lectura: del 2° libro de Samuel 5: 1-3
Salmo Responsorial, del salmo 121: Vayamos con alegría al encuentro del Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Colosenses 1: 12-29
Aclamación: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el reino de nuestro padre David!

Evangelio: Lucas 23: 35-43.

El domingo de la indescifrable paradoja desde nuestra limitación, comprensible, y, ojalá, comprendida y vivida, desde la visión de Cristo, desde el Amor del Padre hecho palpable por nosotros en la entrega total del Hijo.

En la Antífona de Entrada leemos 7 realidades que, solamente es digno de recibir El Cordero Inmolado; 7 que es símbolo de plenitud, 7 que lo es todo, precisamente porque murió para abrirnos el verdadero Reino junto al Padre. No todo ser humano lo ha captado, lo ha aceptado, por ello pedimos “que toda creatura, liberada de la esclavitud, sirva a su majestad y la alabe eternamente.”

David, elegido por Dios rey y pastor del pueblo, es pálido reflejo de la realeza de Cristo: “El consagrante y los consagrados son todos del mismo linaje.” (Hebr. 2: 11) No tiene reparo en llamarnos “hermanos”; somos de su misma sangre. Cristo, Ungido, nos ha ungido para que seamos “Pueblo elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad.” (1ª. Ped. 2: 9) Por eso cantamos desde las entrañas: “Vayamos con alegría al encuentro del Señor”.

Participamos de una realeza diferente, de una herencia imperdible, “por su Sangre hemos sido lavados”. Íntimamente unidos a “Aquel que es el primogénito de toda creatura, Fundamento de todo, donde se asienta cuanto tiene consistencia, Cabeza de la Iglesia, Primogénito de entre los muertos, Reconciliador de todos por medio de su Sangre.” (Col. 1: 18) Vamos descifrando la paradoja: “Morir para vivir.”

“Yo soy Rey, pero mi reino no es de este mundo”, (Jn. 18: 37) había dicho a Pilato. No cede a la triple tentación postrera: “Si es el Mesías, el Hijo de Dios, que se salve a sí mismo”, le dicen las autoridades. “¡Sálvate a Ti mismo!”, le espetan los soldados. “Sálvate a ti y a nosotros”, se mofa uno de los ladrones. ¡Qué fácil hubiera sido desprenderse de los clavos y bajar de la Cruz!, ¡todos hubieran creído en Él!, pero no era esa la Voluntad del Padre y Jesús ya la había aceptado: “Si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya.” (Lc. 22: 42) ¡Qué difícil es para nuestra carne, para nuestro supuesto bienestar, para nuestra molicie y comodidad, aceptar este Reino tan diferente a los que conocemos! Aquí no hay lujo, no hay poder, no hay servidumbre, no hay ejército sino muerte y muerte cruel, deshonrosa, fracaso desdichado, y este es nuestro “Camino, Verdad y Vida…”, (Jn. 14: 6) necesitamos otros ojos y un corazón nuevo, una fe como la del buen ladrón para escuchar en nuestro último momento: “Yo te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Imitemos Dimas, hagamos, con una fe que supere las apariencias, nuestro mejor robo: El Reino.

jueves, 11 de noviembre de 2010

33º ordinario, 14 noviembre 2010.

Primera Lectura: del libro de Malaquías 3: 19-20
Salmo Responsorial, del salmo  97
Seguna Lectura: de la 2a carta del apóstol Pablo a los Tesalonicenses 3: 7-12
Evangelio: Lucas 21: 5-19.

Hoy es el último domingo del tiempo ordinario, el próximo será la Fiesta de Cristo Rey, fiesta que cerrará el ciclo litúrgico C.

La semana pasada reflexionábamos sobre la “Vida Nueva”, el camino y la llegada a la Patria; seguro nos impresionaron los jóvenes que prefirieron perder los miembros y la vida temporal con la seguridad de la Resurrección; certeza que floreció desde la fidelidad a la Ley, de la confianza plena en que Yahvé no permite que se pierda ninguno de sus hijos.

El Señor Jesús, único Mediador para llegar al Padre, nos mostró como ES: “Dios de vivos”; San Pablo nos exhortó a que permitamos que Él dirija nuestros corazones “para amar y para esperar, pacientemente, la venida de Cristo”.

Jeremías, en la antífona de entrada, nos prepara para que, con ánimo aquietado, miremos hacia la escatología y redescubramos que el Señor “tiene designios de paz, no de aflicción”, e insistamos en la oración, invocándolo porque “nos escuchará y nos librará de toda esclavitud”. Ésta es la forma de preparar lo que, sin ella, sería de temer: “El día del Señor, como ardiente horno”; pero con ella: “brillará el sol de justicia que trae la salvación en sus rayos”.

Conviene que volvamos a preguntarnos: ¿cómo y qué espero, no para el “fin del mundo”, sino para mi encuentro personal con Dios, para “el fin de mi mundo”, el que ahora se encuentra limitado por el espacio y el tiempo? No es temor, es conocimiento que ilumina la decisión del amor, San Juan no ayuda a profundizar: “En el amor no existe el temor; al contrario, el amor perfecto echa fuera el temor, porque el temor anticipa el castigo, en consecuencia, quien siente temor aún no está realizado en el amor”. (1ª.Jn.4:18); meditándolo acertaremos con la respuesta adecuada…, si no la encontramos como viva en nuestro interior, démonos tiempo para prepararla.

Las palabras de Jesús en el Evangelio, nos advierten y exhortan para que atendamos a los “signos de los tiempos”; no es que ya estemos al final, aunque si continuamos destruyendo el planeta, parecería que la humanidad entera quisiera adelantarlo. ¡Cuánto egoísmo y ausencia de conciencia! ¡Cuánta soberbia y ansia de riqueza! ¿En qué lado nos encontramos? Sabemos que el testimonio a favor de Jesús y del Evangelio, causan y causarán dificultades. Permanecer y actuar a favor de la justicia y de la verdad, será señal de que estamos bajo la Bandera de Cristo, dominemos la imaginación y, otra vez, el miedo, es Él quien nos asegura: “sin embargo, no teman, no caerá ningún cabello de la cabeza de ustedes. Si se mantienen firmes, conseguirán la vida”. (Lc. 21: 18)

Recordando a Job: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré ahí” (1: 21), cubramos esa desnudez con actos nacidos de la entrega efectiva: “Escribe: Dichosos los que en adelante mueran en el Señor. Cierto, dice el Espíritu: podrán descansar de sus trabajos, pues sus obras los acompañarán”. (Apoc. 14: 13)

martes, 2 de noviembre de 2010

32º ordinario, 6 noviembre 2010.

Primera Lectura: del 2º libro de los Macabeos: 7:1-2, 9-14
Salmo Responsorial, del salmo 16  Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro.
Segunda Lectura: de la 2ª carta del apostol Pablo a los Tesalonicenses 2:16, 3:5
Aclamación: Jesucristo es el primogénito de los muertos; a él sea dada la gloria y el poder por siempre.
Evangelio: Lucas 20:27-38.   

La liturgia de hoy nos pone en actitud de alerta llena de esperanza; no podemos quedarnos en el principio de la Revelación, recordemos que el Señor es el gran Pedagogo y sabe que necesitamos tiempo para asimilar, para descubrir el verdadero horizonte, el eterno. La muerte es algo real, ¿quién no ha experimentado, de cerca, la partida de un ser querido, de un amigo, de un compañero? Necesitamos, leer más allá del 2° Libro de las Crónicas: “Nuestra vida terrena no es más que una sombra sin esperanza”, (29: 15); anclarnos en esa visión nos llenaría de angustia sin sentido: ¿termina todo en la tumba o las cenizas?, entonces ¿para qué el esfuerzo, la oración, la mirada que busca la trascendencia? ¿Pereceremos igual que los animales?, ¿no existe ese “algo” que nos enaltece, que nos hace “semejantes a Dios”, quien ha plantado en cada ser humano la semilla de eternidad? En el lento camino que el Señor va iluminando, ya aparece en el libro de Job, un fuerte destello: “Yo sé que mi Redentor vive y que al final se levantará en mi favor; de nuevo me revestiré de mi piel y con mi carne veré a mi Dios; Yo mismo lo veré y no otro, mis propios ojos lo contemplarán. 

Ésta es la firme esperanza que tengo”. (19: 25-27)   
Esta convicción, fruto de la fidelidad a la Palabra, la que ilumina el espíritu, fortaleció a los jóvenes cuya valentía escuchamos en la primera lectura. Proclaman la certeza que tanto necesitamos en el mundo actual para reorientar pasos y decisiones, perdido en una absurda superficialidad, empentando en el egoísmo y en el incomprensible placer de la opresión y aun de la muerte, para adquirir poder. Podríamos preguntar: ¿por cuánto tiempo? 

El viento del Espíritu es más fuerte que el temor de la carne, ¿le creemos?, ¿somos capaces de pronunciar, sin dudar en lo más mínimo, esas palabras que dejan al descubierto corazones recios, y dejan mudos y admirados a los que viven encerrados en sí mismos?: “Dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres”. Crece la valentía, alentada por la fe “Asesino, tú nos arrancas la vida presente, pero el rey del universo nos resucitará a una vida eterna”. “De Dios recibí estos miembros y por amor a su ley los desprecio, y de Él espero recobrarlos”. La plenitud florece: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida”. Recalquemos las últimas: “resucitar para la vida”. 

Vivieron, en la fe, lo que es morir: “Morir es encontrar lo que se buscaba. Abrir la ventana a la Luz y a la Paz. Es encontrarse cara a cara con el Amor”. Así lo vivió Pablo: “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia”. (Filip. 1:21) Sin No hay posibilidad de huída; volvamos a preguntarnos: ¿qué actitud tengo ahora y quiero mantener ante la muerte? El misterio está delante, meditemos y aceptemos la realidad que nos encamina hacia la Realidad con mayúsculas: somos esa maravillosa unión de espíritu y corporeidad, lo que quede de nosotros, “la materia”, se destruye, se quema, perece, pero la corporeidad nos la “regresa” Dios en la resurrección, pues lo que Él ha hecho, permanecerá para siempre. Oigamos la afirmación de Jesús: “¡Dios no es Dios de muertos sino de vivos!”. El Padre jamás pierde a sus hijos: “nos ha dado por Jesús, gratuitamente, un consuelo eterno y una feliz esperanza”.

Amen a Dios y esperen pacientemente su venida”. El gozo nos aguarda, ¡preparémoslo!

martes, 26 de octubre de 2010

31° ordinario, 31 noviembre 2010

Primera Lectura: del libro de la Sabiduría 11:22- 12:2
Salmo Responsorial, del salmo 144: Bendeciré al Señor eternamente
Segunda Lectura: de la 2ª carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1:11-2:2
Aclamación:  Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna.
Evangelio: Lucas 19:1-10.

“¿Puede una madre olvidarse de su creatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is. 49: 15) Pienso que es la respuesta que desde la eternidad ha dado el Señor Dios a la humanidad y a cada uno de nosotros, ante el grito y súplica de la antífona de entrada: “Señor, no me abandones”. Su respuesta envuelve preguntas que conciernen  a todo ser humano: ¿quién es el que abandona, tú, o Yo?, ¿quién permite que el olvido teja sombras al recuerdo, quién apaga la curiosidad y deja arrinconado al asombro?, ¿quién no quiere aceptar la oferta de perdón y revestirse de gratitud ante la realidad de un amor reestrenado?

Lo hemos escuchado en la primera lectura, es la Sabiduría quien habla, después se pronunció Encarnada y continúa invitándonos a la reflexión, a que tomemos nuestro ser en las manos, lo veamos por todos lados, lo examinemos detenidamente y comprobemos que somos hechura suya, que le pertenecemos y que palpamos su Amor en la existencia, la nuestra y la de cada ser que nos rodea. ¿Cómo no brotará un ¡gracias interminable!, al releer en nosotros, en esa permanencia en el ser: “Tú amas todo cuanto existe y no aborreces nada de lo que has hecho; pues si hubieras aborrecido alguna cosa, no la habrías creado”, soy porque he sido y sigo siendo amado. Necesito, como toda creatura racional, corregir desviaciones, yerros, equívocos, caprichos, y otra vez, olvidos. Saboreemos la delicadeza de Dios, como la expresa la lectura: “Aparentas no ver los pecados de los hombres, para darles ocasión de que se arrepientan”. Aunque “No hay creatura que escape a tu mirada” (Heb. 4:13), y su paciencia, amor y comprensión lo inundan todo.

Entonces exclamamos: “Bendeciré al Señor eternamente”, diremos bien de Él, de palabra y de obra, porque hemos comprendido y queremos seguir penetrando la maravilla de “la vocación a la que nos ha llamado”. Esta fidelidad al llamamiento será imposible sin “el poder que viene de Dios en Jesucristo”; en Él se harán reales los propósitos emprendidos por la fe que contempla y aguarda, confiada, el futuro; que está segura de que el Señor Jesús vendrá; que supera perturbaciones que atosigan la imaginación, porque facilita “la acción de la gracia” que acalla falsas alarmas.  

Fe quizá ignorante o movida por la curiosidad, pero perseverante y decidida. Como la de Zaqueo, quien ha oído hablar de Jesús y siente interés por conocerlo. Moción interna que no puede ni imaginar lo que encontrará, pero la sigue. Supera las miradas suspicaces, las burlas; pone los medios: “corrió y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por ahí”. Zaqueo es un fruto maduro, un profundo deseo lo prepara para el gran encuentro, aunque él mismo lo ignore.  

“Al llegar a ese lugar Jesús levantó la vista”; mirémonos en ese cruce de miradas, escuchemos la invitación hecha a aquel hombre, despreciado por muchos; pero acogido por Jesús, hagámosla nuestra, cambiemos su nombre por el nuestro, “bájate pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa”. ¿De dónde he de bajarme? Nuestra  historia lo sabe. ¿Tengo la casa preparada para recibir al Señor? ¿Está mi ser dispuesto al desasimiento de aquello que me ata? ¿Siento el amor en vuelo de Aquel que se me ofrece y me asegura que “ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”?

La presencia de Jesús crea comunidad y contagia la alegría, el convivio es testigo. “La salvación ha llegado a esta casa, porque también él es hijo de Abraham”. El Bien Mayor ha sido descubierto, el contento circula por las venas de todos, excepto de aquellos que no han abierto su casa.  

¡Señor, que “el brinco” que he de dar, tenga feliz acogida entre tus brazos!

lunes, 18 de octubre de 2010

Domund, 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 56: 1: 6-7
Salmo Responsorial, del salmo 66.
Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol San Pablo a Timoteo 2: 1-8
Evangelio: Mateo 28: 16-20.  

El llamado que hace Dios a todos y cada uno, nos compromete a “Anunciar a los pueblos la Gloria de Dios”, y a aceptar el encargo de ser parte viva de la Iglesia “como Sacramento de salvación”. La finalidad es patente: cooperar, desde nuestra individualidad, a que “surja una sola familia y una humanidad nueva”.

El camino lo conocemos: “por la fe a la justicia”, aunque, desde nuestra pequeña perspectiva parezca imposible que abarquemos a todo el mundo, sí  que debemos comenzar con el entorno en que vivimos y con la oración confiada “sin desfallecer”.  

El espíritu misionero nació con la Comunidad cristiana, creció con la conciencia de “ser enviados”, ese mismo Espíritu necesita cauces para manifestarse, más y más, en la sociedad que nos ha tocado vivir, esa sociedad que considera y actúa con la seguridad de no errar el blanco, que prosigue su marcha sin levantar la mirada a los cielos, sin preocuparse por oír ni a Dios ni a su conciencia, y menos aún dignarse poner los ojos en los más pobres, incapaces de considerarse parte de ellos, en frase de Sta. Teresa de Calcuta: “aquellos que no tienen a Dios”. ¿Cómo podrán creer si nadie les predica? Imposible poner su confianza en Aquel a quien no conocen. Aunque no lo sepan, la Palabra de Dios es eficaz y si Él la ha pronunciado por boca del profeta, es cierta: “mi Salvación está a punto de llegar y mi justicia a punto de manifestarse”.  

¡Cómo necesitamos paciencia y confianza!, del Señor es la última palabra, pero podemos “apresurarla” siguiendo la orientación de Pablo a Timoteo, la que hemos leído hace unas semanas y que, estamos convencidos de que se hace más urgente, si cabe, en nuestro tiempo: “Hagan súplicas y plegarias por todos los hombres, y en particular por los jefes de Estado y las demás autoridades”. La oración ya es misión, “para que los hombres, libres de odios y divisiones, lleguen al conocimiento de la verdad y se salven”.

Contemplemos a Jesucristo, El Padre le ha concedido “todo poder en el cielo y en la tierra”; poder que no subyuga, sino que libera. De ese mismo poder nos invita a participar  para que vayamos “a enseñar, a bautizar” con el signo Trinitario, a ilustrar, porque con el Espíritu hemos podido comprender su doctrina, lo hemos conocido y ha nacido en cada uno de nosotros, el deseo de comunicar, con el ejemplo, con la palabra, con la oración, el modo de cumplir sus mandamiento:”Ámense como Yo los he amado”, e, impregnados de su misma misión, ensanchemos el camino de fraternidad que lleva al Padre. 

Unidos a tantos hombres y mujeres que, dejándolo todo, han emprendido la senda de la Buena Nueva del  Evangelio, en medio de privaciones, soledad, persecuciones e incomprensiones, que se dejaron mover por el Espíritu y han sembrado luces de paz y de ternura, que se han convertido en “fuegos que encienden otros fuegos”. 

Que nuestra oración, unida a la Iglesia en el mundo entero, se eleve confiada porque aún creemos en el amor, la justicia y la verdad.

¡Jesús Eucaristía, que diariamente te ofreces por nosotros, escúchanos y realiza lo que Tú mismo sigues deseando: “¡Que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad!”

martes, 12 de octubre de 2010

29° Ord. 17 octubre 2010.

Primera Lectura:  del libro del Éxodo 17: 8-13; 
Salmo Responsorial, del salmo 120: El auxilio me viene del Señor.
Segunda Lectura: de la 2ª carta del apóstol Pablo a  Timoteo 3: 14 – 4: 2
Aclamación: La palabra de Dios es viva y eficaz y descubre los pensamientos e intenciones del corazón.
Evangelio: Lucas 18: 1-8. 

La invocación con que se abre la liturgia de hoy, nos descubre la ternura de Dios. ¡Cómo tenemos a nuestro alcance, si lo invocamos, la posibilidad de sentirnos, tiernamente, bajo su cuidado: “como la niña de tus ojos, bajo la sombra de tus alas”! Comparaciones que comprendemos, aun cuando Dios ni tenga ojos ni tenga alas; pero que el salmo utiliza para iluminar la relación, siempre cercana del Señor, para con aquellos que “lo invocan” –lo invocamos y atendemos como Él nos atiende. Con Él y desde Él obtendremos la fortaleza y la constancia para “ser dóciles a su voluntad” y encontrar el modo de “servir con un corazón sincero”.  

Nos conocemos, o al menos pensamos que nos conocemos, y encontramos en nosotros actitudes de una autosuficiencia que a la postre nos engaña, nos defrauda y nos induce al desánimo. Al detenernos a escuchar y profundizar la Palabra de Dios, captamos que todas las lecturas invitan a la oración, a la confianza, a la perseverancia, a examinar, con mucha atención, ¿cómo está nuestra relación de intimidad con Él; cómo está la Fe activa?, esa que pedíamos, junto con los apóstoles que Jesús hiciera crecer: “¡Señor, aumenta nuestra fe!”, no desde lo cuantitativo, sino desde lo cualitativo; la que hemos recibido como don y regalo, pero que necesita el cuidado y atención de nuestra parte para actuar en consonancia, la que parte desde el trato, el conocimiento, la aceptación, la que genera el compromiso…, que si no insistimos, se obscurecerá en medio de las preocupaciones que acaparan nuestra atención, nos envuelven y nos hacen olvidar lo fundamental. 

Bella imagen la de Moisés con los brazos levantados en actitud de súplica, de confianza, de la seguridad que da la conciencia de que Dios está con su Pueblo; al estar con Él, Él está con nosotros; al prescindir de Él, comienza la derrota. Momento de preguntarnos si elevamos, no solamente los brazos, sino el ser entero, hacia la altura “de donde nos viene todo auxilio”, como signo de confianza y abandono en Aquel “que protege nuestros ires y venires, ahora y para siempre” , si pedimos ayuda a los demás para que nos sostengan o volvemos a la encerrona de la estéril autosuficiencia. Una vez más encontramos en las personas del Antiguo y Nuevo Testamento que la oración es necesaria y en sí misma es eficaz en la búsqueda de orientar nuestras vidas hacia Dios. No es nuestra palabra la primera, el Padre ya ha hablado por Su Palabra que “es útil para enseñar, para reprender, para corregir y para educar en la virtud, a fin de que el hombre esté preparado para toda obra perfecta”. En nuestra oración ya está Dios, ya está Jesús presente; conocen nuestras necesidades pero “les gusta” que las expresemos “sin desfallecer”. 

Un juez inicuo “que no teme a Dios ni respeta a los hombres”, se determina a hacer justicia “por la insistencia de la viuda”, ¡cuánto más Aquel que es la Justicia y el Amor sin límites, nos escuchará “si clamamos día y noche”!

La última frase que pronuncia Jesús, quizá nos haga temblar, pero también adentrarnos más y más en la realidad que vivimos: “cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”. Regresemos a la oración y renovemos nuestra súplica: “haz que nuestra voluntad sea dócil a la tuya y te sirvamos con corazón sincero”, firmes en Cristo Jesús.

martes, 5 de octubre de 2010

28° ordinario, 10 octubre 2010.

Primera Lectura: del 2° libro de los Reyes 5: 14-17
Salmo Responsorial, del salmo 90: El Señor nos ha mostradosu amor y su lealtad.
Segunda Lectura: de la 2ª carta del apóstol San Pablo a Timoteo 2: 8-13
Aclamación:  Den gracias siempre, unidos a Cristo Jesús, pues esto es lo que Dios quiere que ustedes hagan.
Evangelio: Lucas 17: 11-19.

La insistencia, para que nos convenzamos, permanece: Dios es “un Dios de perdón”, ¿hacia dónde nos volveríamos si “conservara el recuerdo de nuestras faltas”?, la verdad es fuerte y nos hace reflexionar: “¿quién habría que se salvara?” La respuesta es clara: ¡nadie! Nuestra actitud, si hemos reflexionado, será la de aquellos que están “colgados de Dios” y de su Gracia, para sentirnos acompañados siempre y podamos actuar en consonancia: “descubriéndolo, amándolo y sirviéndolo en cada prójimo”.
 
El compromiso, a primera vista, se presenta como un camino obvio, fácil, al alcance de cualquiera, pero, lo hemos comprobado en el recorrido de nuestra propia historia, lo que tenemos enfrente, ¡no lo vemos o lo complicamos y acabamos por descartarlo!  

Analicemos el proceder de Naamán, y descubramos lo que hay de él en nosotros: inicialmente se guía sensatamente: escucha, presenta al rey su petición, pues le ha impresionado la palabra de la doncella israelita “si mi amo fuera a ver al profeta, él lo curaría de la lepra”; emprende el camino, lleva regalos para el profeta, su imaginación lo acicatea: ¡me librará de esta ignominia de la lepra! Presenta la carta y se sorprende por la reacción del rey de Israel, probablemente Naamán pensaba que todo el pueblo sabía de la existencia de Eliseo, y de los prodigios que Yahvé realizaba por su medio. 

Eliseo, hombre de Dios, vive de la fe y la confianza, “colgado de Dios”. Naamán, extranjero, ignorante –sin culpa-, imagina según sus criterios y se desanima al escuchar la proposición de Eliseo: “Báñate siete veces en el Jordán y quedarás limpio”. No entiende –la Fe supera la lógica-, el enojo y la desilusión se apoderan de él; pero sus criados le invitan a reflexionar; accede, con humildad obedece y  su carne quedó limpia como la de un niño”. ¡Sanado de la lepra y la ignorancia!, entiende y agradece: “Ahora se que no hay más Dios que el de Israel”; ha experimentado lo inesperado aunque ansiado, y proclama su fe, fruto de la experiencia del encuentro con Dios Salvador: “A ningún otro dios volveré a ofrecer sacrificios”. 

A nosotros, también, constantemente “el Señor nos muestra su amor y su lealtad”, al reconocerla y revivirla, proclamemos vivamente el Aleluya: “Demos gracias, siempre, unidos a Cristo Jesús, esto es lo que Dios quiere”.
 
Jesús nos aguarda, ¡curados de tantos males!, a que regresemos, no solamente a darle las gracias, sino para, exultantes, “alabar  a Dios en voz alta”.  
Jesús, con el Padre y el Espíritu Santo, “Nos ha rescatado cuando aún éramos pecadores”, (Rom. 5: 8), nos conserva en la existencia, nos llena de oportunidades para reintegrarnos a la Comunidad, a la familia, al profundo sentido de la vida; por su muerte nos ha dado vida para que captemos que no somos extranjeros ni advenedizos, “sino ciudadanos del cielo”, (Filip. 3: 20). 

Jesús mismo nos ha enseñado a pedir, repasemos el Padre Nuestro, pero juntamente a ser agradecidos, a reconocer que el Señor es Dios; que el Gloria, que tantas veces hemos recitado, lo meditemos para que, lentamente, en contacto con la Trinidad, proyectemos que ¡“el agradecimiento es la memoria del corazón! Escuchemos con ánimo renacido: “¡Levántate y vete. Tu fe te ha salvado!”. 
Mucho por aprender: saber escuchar, obedecer, moderar la imaginación, a ser humildes y reconocer para regresar, alabar y bendecir a Dios. ¿De qué  lepra nos tiene que curar el Señor?

sábado, 2 de octubre de 2010

27° ordinario, 3 octubre, 2010.

Primera Lectura: Habacuc 1: 2-3; 2: 2-4; 
Salmo Responsrial: del salmo 94, Señor, que no seamos sordos a tu voz.
Segunda Lectura: de la 2ª carta de San Pablo a Timoteo 1: 6-8, 13-14; 
Aclamación: La palabra de Dios permanece para siempre. Y ésa es la palabra que se les ha anunciado.
Evangelio: Lucas 17: 5-10.  
El Señor es Dios, Creador, Absoluto, Padre, nosotros somos creaturas, relativos, de esta relación con Él, nacen por nuestra creaturidad, estos lazos, pero, en medio de todas nuestras pequeñeces, necesitamos hacer brillar la realidad de que Él nos ha hecho hijas e hijos por adopción, ¿qué sentido tendría, si hemos intentado profundizar todo esto, “resistirnos a su voluntad”?  

Detenernos a contemplar al “Señor del universo”, a beber y llenarnos de “todas sus maravillas”, y aprender a dejarnos en sus manos, corazón, deseos de Padre que nos conoce y nos invita a” recibir más de lo que merecemos y esperamos”; ¿cuántas cosas inútiles pedimos?, ¡dirijamos nuestras intenciones a lo esencial!: “que tu misericordia nos perdone y nos otorgue lo que no sabemos pedir y que Tú sabes que necesitamos”. Que resuenen, como recién pronunciadas, las palabras de Jesús: “Si ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre dará el Espíritu a los que se lo piden!” (Lc. 11: 13). Al menos ¿intentamos pedirlo? 

El mismo Dios nos impulsa, por boca del profeta Habacuc, a que “gritemos”: ¡auxilio! “¿Hasta cuándo llegará tu salvación?” Igual que los israelitas, ellos acosados por los babilonios, estamos ahora acosados por injusticias, violencia, muerte, opresión y desórdenes; ¿nos unimos en oración, confiamos en verdad que el Señor hará justicia? Oigamos su respuesta: la salvación “viene corriendo y no fallará; si se tarda, espera, pues llegará sin falta…, el justo vivirá por su fe.”

Nos sumamos, Señor, a la súplica de tus apóstoles: “Auméntanos la fe”, ayúdanos a comprender el alcance y el compromiso que robusteció a Pablo en su constante lucha, en su desvivirse por contagiar la esperanza, más aún, la seguridad de saberse asentado sobre roca firme, como le escribe a Timoteo, 2ª. 1: 12: “Sé en Quién he puesto mi confianza”. Imposible confiar sin conocer, imposible conocer sin acercarnos, imposible acercarnos si permanecemos cerrados en nosotros, preocupados, exclusivamente, por el bienestar pasajero, si nos contentamos con cumplir, sin entusiasmo, la tarea que el mismo Señor ha dejado a nuestro cuidado: “reavivar el don de Dios que recibimos en el Bautismo, en la Confirmación, en la Ordenación, en cada Eucaristía”; Don que se proyecta en “el Espíritu de fortaleza, de amor y de moderación”, porque nos sabemos fundados en Cristo Jesús. 

Creer en Dios y creerle a Dios, creer en su Palabra y creerle a la Palabra Encarnada, Jesucristo; una vez más repetirnos: no hay nada amado que no sea previamente conocido. Como decía el P. Leoncio de Grandmaison: “Jesucristo conocido, amado, seguido”. 

Aceptar toda la potencialidad con que nos ha dotado para servir con fidelidad, no por convencionalismo, ni aguardando una paga, que “a salario de gloria no hay trabajo grande”. Con sencillez, humildad y convicción decirle y decirnos: “No somos más que siervos, sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”. ¡Señor pon tu Verdad en nuestra mente, en nuestras manos, en nuestros corazones! Y te recibiremos como el gran Don de la vida.