lunes, 23 de marzo de 2009

5° Cuaresma, 29 de marzo 2009

Primera Lectura: Jeremías 31: 31 - 34
Salmo 50
Segunda Lectura: Carta a los Hebreos 5: 7 - 9
Evangelio: Juan 12: 20 - 33

¿Quién es Dios? ¿Cómo es Dios? ¿Cómo podríamos conocer de verdad a Dios? Las culturas de todos los tiempos y pueblos han buscado las respuestas a estas preguntas. Las religiones no son más que un esfuerzo gigantesco en el intento de conocer a Dios, sin que ninguna de ellas haya llegado a una respuesta evidente. El misterio profundo nos lo viene a revelar Jesucristo y el único camino para llegar a Dios es el de la FE

Descartada la evidencia inmediata, caemos en la cuenta que la respuesta no se encuentra en los libros ni en la palabra de los sabios, porque el conocimiento de Dios no cabe en los medios limitados, cargados además de condicionamientos y prejuicios. Por ello, el profeta Jeremías nos indica otro camino, cuando dice: “No tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: ‘Reconoce al Señor”. Porque todos me reconocerán, desde el pequeño al grande”. Es la promesa de que Dios mismo se da a conocer, y lo seguirá haciendo..

Reflexionando en el camino de los santos, en el camino del mismo Jesucristo, constatamos que al verdadero conocimiento de Dios, más que por el esfuerzo de la razón, se llega por la experiencia vital de todo nuestro ser, como ocurre con el amor o la felicidad. Nadie, en efecto, experimenta el amor cuando él quiere sino cuando aquél se hace presente. Del mismo modo, nadie hace la experiencia de Dios hasta que él se manifiesta, se deja encontrar de alguna manera o hace casi tangible su presencia. En este sentido el profeta Jeremías ha dicho: “Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”.

Para conocer a Jesús, Hijo de Dios, tomemos la enseñanza del evangelio, buscar lo que se desea: “Algunos griegos...acercándose a Felipe, le rogaban: “¿Señor, quisiéramos ver a Jesús?” Felipe y Andrés fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. Todo lo conocerán, -lo conoceremos-, verdaderamente, hasta que creamos, como experiencia personal, en su resurrección.

Creer que Jesús ha resucitado y vive para siempre entre nosotros es el punto de partida. Los mismos apóstoles vivieron en continua desorientación sobre quién era Jesús y cuál el contenido exacto de su misión, mientras no alcanzaron experiencia viva y personal del resucitado.

Si alguno de nosotros no creyera firmemente en la resurrección de Cristo y en su vida nueva, nada sabría sobre Jesús. Necesitamos la asidua lectura meditada de los evangelios, de otra forma, nos quedaríamos en interesantes anécdotas, ni siquiera todas históricas, pero, al aceptarlas por la fe y, otra vez, por la experiencia en el trato con Él, llegaremos a confesar de corazón el triunfo final del resucitado.

Dios se revela a los hombres por medio de hechos históricos, mejor todavía que por palabras. Así, la muerte y resurrección de Jesús nos muestran que es acogida por Dios, para la salvación, la muerte y la resurrección de la humanidad. Con él morimos y con él resucitamos: “El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará”.

No es necesario demostrar científicamente nuestra fe ni entender exhaustivamente su contenido: nos basta creer en Jesús, confiarnos a él y seguirle con decisión y afecto; seguros de que Él mismo irá transformando nuestra vida en el pensamiento, el amor y la obras. Esta transformación obrada por Dios en nosotros, sirviéndose de la misión de Jesús, es la gestación de la vida nueva que tendremos en Dios, después de pasar por la muerte y de ser transformados por la resurrección.