miércoles, 25 de agosto de 2010

22° Ordinario, 29 Agosto, 2010.

Primera Lectura: del libro Sirácide 3: 19-21, 30-31,
Salmo Responsorial, del Salmo 67:Dios da libertad y riqueza a los cautivos
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 12: 18-19, 22-24
Aclamación: Tomen mi yugo sobre ustedes, dice el Señor, y aprendan de que soy manso y humilde de corazón.

Evangelio: Lucas 14: 1, 7-14.

La antífona de entrada continúa teñida de deseos y parece un eco de la del domingo pasado; ¿será, otra vez, que el convencimiento de que el Señor es Bueno y Clemente, aún no enraiza en nuestros corazones y necesitamos repetirnos más a nosotros que a Dios, que lo necesitamos?

En la oración intentamos abrir, lo más ampliamente posible, nuestro ser para constatar, sin angustias, la realidad de nuestra limitación de creaturas, que no necesita ser expuesta al Señor, que nos conoce mejor de lo que podamos conocernos a nosotros mismos y, con humildad suplicamos aquello que, sin dudar ni poder dudar, nos hará erigirnos como personas y como hijos: su Gracia, su Amor, su Cercanía, y “que podamos perseverar en ella”. Subraya el camino de la felicidad verdadera que anhelamos, no solo hace ocho días, sino cada momento.

Las palabras sabias del Eclesiástico no encajan en la mentalidad de la sociedad en que vivimos: “dádiva, sencillez, - otra vez – humildad”, que contrastan con lo que se ha convertido en el motor del mundo: “posesión sin límites, poder, fama y reconocimiento, sin importar los medios, para conseguirlos”. Parece que hemos olvidado que no somos dueños, sino administradores, de todos los bienes con que el Señor nos ha dotado, olvidamos también que “lo que se pide de un administrador es que sea fiel”, como nos recuerda 1ª. Corintios 4: 2. Mirarnos en nuestro propio espejo y aprender de aquellos que nos rodean y viven con autenticidad esta realidad. Sabemos que no basta con mirar, como no bastó con “oír las palabras de Jesús”, sino que procedamos a hacerlo vida en nosotros, de manera especial en relación a nuestro trato con los demás; ahí se harán lúcidas la dádiva, la sencillez y la humildad. Comprendemos que no es fácil el camino, experimentamos el rechazo espontáneo, desde nuestra naturaleza egoísta, a esas actitudes; imaginamos que la distancia para lograr superarlo es inmensa, por eso la Carta a los Hebreos nos recuerda; “Se han acercado a Dios, se han acercado a Jesús, el mediador de la nueva alianza”, no en el fuego ardiente, no en los truenos ni en la obscuridad, sino en el gozo “de la asamblea de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo”. La senda está trazada por y con la vida de Jesús, con su ejemplo, con su invitación: “Tomen mi yugo, aprendan de Mí que soy manso y humilde de corazón”.

En el Evangelio, Jesús vuelve a movernos el piso; no está en contra de las bellas y constructivas relaciones de familiaridad, de fraternidad, de amistad; sí lo está en contra del exclusivismo, del convencionalismo, de las mentes calculadoras que aguardan reciprocidad y empañan la auténtica dádiva, la apertura de todo lo nuestro hacia los demás y de modo especial, a los más desamparados.

Topamos, de nuevo, con criterios encontrados, los de Jesús y los del “mundo”; los de Jesús y los nuestros: ¿entregar gratuitamente?..., se nubla el entendimiento y se encoge la decisión.

La posibilidad de realización no es fácil, viene inspirada desde arriba, desde la acción alentadora del Espíritu Nuevo, para intentar vivir en plenitud como Dios, como Jesús que “pasó haciendo el bien” (Hech. 10:38), dando y dándose, semilla de la Glorificación con que lo coronó el Padre.