martes, 26 de octubre de 2010

31° ordinario, 31 noviembre 2010

Primera Lectura: del libro de la Sabiduría 11:22- 12:2
Salmo Responsorial, del salmo 144: Bendeciré al Señor eternamente
Segunda Lectura: de la 2ª carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1:11-2:2
Aclamación:  Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna.
Evangelio: Lucas 19:1-10.

“¿Puede una madre olvidarse de su creatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is. 49: 15) Pienso que es la respuesta que desde la eternidad ha dado el Señor Dios a la humanidad y a cada uno de nosotros, ante el grito y súplica de la antífona de entrada: “Señor, no me abandones”. Su respuesta envuelve preguntas que conciernen  a todo ser humano: ¿quién es el que abandona, tú, o Yo?, ¿quién permite que el olvido teja sombras al recuerdo, quién apaga la curiosidad y deja arrinconado al asombro?, ¿quién no quiere aceptar la oferta de perdón y revestirse de gratitud ante la realidad de un amor reestrenado?

Lo hemos escuchado en la primera lectura, es la Sabiduría quien habla, después se pronunció Encarnada y continúa invitándonos a la reflexión, a que tomemos nuestro ser en las manos, lo veamos por todos lados, lo examinemos detenidamente y comprobemos que somos hechura suya, que le pertenecemos y que palpamos su Amor en la existencia, la nuestra y la de cada ser que nos rodea. ¿Cómo no brotará un ¡gracias interminable!, al releer en nosotros, en esa permanencia en el ser: “Tú amas todo cuanto existe y no aborreces nada de lo que has hecho; pues si hubieras aborrecido alguna cosa, no la habrías creado”, soy porque he sido y sigo siendo amado. Necesito, como toda creatura racional, corregir desviaciones, yerros, equívocos, caprichos, y otra vez, olvidos. Saboreemos la delicadeza de Dios, como la expresa la lectura: “Aparentas no ver los pecados de los hombres, para darles ocasión de que se arrepientan”. Aunque “No hay creatura que escape a tu mirada” (Heb. 4:13), y su paciencia, amor y comprensión lo inundan todo.

Entonces exclamamos: “Bendeciré al Señor eternamente”, diremos bien de Él, de palabra y de obra, porque hemos comprendido y queremos seguir penetrando la maravilla de “la vocación a la que nos ha llamado”. Esta fidelidad al llamamiento será imposible sin “el poder que viene de Dios en Jesucristo”; en Él se harán reales los propósitos emprendidos por la fe que contempla y aguarda, confiada, el futuro; que está segura de que el Señor Jesús vendrá; que supera perturbaciones que atosigan la imaginación, porque facilita “la acción de la gracia” que acalla falsas alarmas.  

Fe quizá ignorante o movida por la curiosidad, pero perseverante y decidida. Como la de Zaqueo, quien ha oído hablar de Jesús y siente interés por conocerlo. Moción interna que no puede ni imaginar lo que encontrará, pero la sigue. Supera las miradas suspicaces, las burlas; pone los medios: “corrió y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por ahí”. Zaqueo es un fruto maduro, un profundo deseo lo prepara para el gran encuentro, aunque él mismo lo ignore.  

“Al llegar a ese lugar Jesús levantó la vista”; mirémonos en ese cruce de miradas, escuchemos la invitación hecha a aquel hombre, despreciado por muchos; pero acogido por Jesús, hagámosla nuestra, cambiemos su nombre por el nuestro, “bájate pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa”. ¿De dónde he de bajarme? Nuestra  historia lo sabe. ¿Tengo la casa preparada para recibir al Señor? ¿Está mi ser dispuesto al desasimiento de aquello que me ata? ¿Siento el amor en vuelo de Aquel que se me ofrece y me asegura que “ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”?

La presencia de Jesús crea comunidad y contagia la alegría, el convivio es testigo. “La salvación ha llegado a esta casa, porque también él es hijo de Abraham”. El Bien Mayor ha sido descubierto, el contento circula por las venas de todos, excepto de aquellos que no han abierto su casa.  

¡Señor, que “el brinco” que he de dar, tenga feliz acogida entre tus brazos!