miércoles, 10 de agosto de 2011

20° ordinario, 14 agosto, 2011.

Primera Lectura: del libro del profera Isaías 56: 1, 6-7
Salmo Responsorial, del salmo 66:  Que te alaben, Señor,todos los pueblos.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Romanos 11: 13-15, 29-32
Aclamación: Jesús predicaba el Evangelio del Reino y curaba las enfermedades y dolencias del pueblo.
Evangelio: Mateo 15: 21-28.
  
La liturgia de hoy continúa con el tema de la Fe, la que parecería que faltó a San Pedro, como leíamos el domingo pasado, pero que surgió, como del rescoldo, la suficiente para gritar: “Señor, sálvame”. Busquemos entre las cenizas el fuego que revive esa confianza, surgida, como hemos reflexionado muchas veces, del conocimiento, de la entereza y convicción de que en Jesús encontramos la sanación, la recuperación de lo que sentíamos perdido. Esa llama, otra vez fulgurante, nos hará sentir que es verdad lo que hemos escuchado y confesado en la antífona de entrada: “un solo día en tu casa, vale más que mil en cualquier otra parte”; que agrande lo que perdura: el Amor, una vez más como fruto del conocimiento, de la aceptación y del auténtico abandono en manos de Aquel que nos promete mucho más de lo que nosotros podríamos imaginar, sintiendo el eco de lo que nos dice San Pablo en el fragmento que hemos escuchado de la carta a los Romanos: “Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección”.

Sabernos elegidos, no en una exclusividad que nos engría, sino en una realidad que nos invite a la total aceptación del plan universal del Señor; para Él no hay barreras, no hay separatismo, El Padre y Jesús, son para todos, llamados, con y por la fuerza del Espíritu, a formar parte de la única familia, la humanidad nueva en la que reinen la justicia, la convivencia, la comprensión, el servicio interesado en expandir el Reino, manifestando un culto verdadero, el que nace de los corazones sinceros, que guiará, por nuestras actitudes, a todos los hombres “al monte santo para llenarlos de alegría”; solamente así se volverá realidad efectiva lo que hemos cantado en el salmo: “Que te alaben, Señor, todos los pueblos”.
El rejuego de rechazo y aceptación que propone Pablo, nos debería hacer pensar en las respuestas diarias que damos a Dios; la rebeldía de unos, por no reconocer a Jesús Mesías, abrió las puertas a los paganos, extranjeros, lejanos que ni siquiera habían oído hablar de Él; el gozo de la reconciliación, de la adhesión a Jesús, provocará  la reintegración, la resurrección, y la misericordia de Dios se extenderá  por todas las regiones de la tierra. ¡Somos factores decisivos para la salvación de otros! Lo seremos si constatan en nosotros los actos nacidos de la fe, del amor que nos asemeja a Jesús, “Primogénito entre muchos hermanos”.
El Evangelio nos confirma lo que significa la persistencia en la fe. Jesús sale de la tierra de Israel, va, con sus discípulos a la región de Tiro y Sidón. Una “extranjera, pagana”, que por la cercanía tenía noticia de Jesús, le implora: “Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. Los discípulos, muy lejanos todavía del espíritu de Jesús, le piden que la atienda “porque viene gritando detrás de nosotros”; aún no miran sino por su propio bienestar. Jesús expone claramente cuál es su misión; la mujer insiste. La forma en que el Señor se dirige a ella, nos desconcierta, parece un desprecio, una discriminación. La fe saca fuerzas del corazón angustiado de la cananea: “también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”.

La petición de una mujer, María, adelantó la manifestación de Jesús en Caná; la súplica de otra mujer abre las puertas a la universalidad del Reino, Él ha venido para la salvación de todos los hombres y su expresión lo confirma: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”.

Para la fe no hay distancias, para el Señor tampoco. “Y en aquel mismo instante quedó curada la hija”.

No conocemos todos los detalles del plan de Dios, la oración y la petición confiada nos enseñan que no están lejos de nosotros; Dios nos ama a todos como hijos e hijas, nos enseña a romper barreras de exclusivismo, de discriminación y a abrirnos a todo ser humano y a romper todo aquello que nos separa; podemos adelantar la realización del plan de Dios, ¡esto es admirable!