miércoles, 26 de octubre de 2011

31º Ordinario, 30 Octubre, 2011.

Primera Lectura: del libro del profeta Malaquías 1: 14, 2: 2, 8-10
Salmo Responsorial, del salmo 130: Señor, consérvame en tu paz.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a ls tesalonicenses 2: 7-9, 13
Aclamación: Su Maestro es uno solo, Cristo, y su Padre es uno solo, el del cielo, dice el Señor.
Evangelio: Mateo 23: 1-12.
“¡Señor, no me abandones!”, exclamamos en la Antífona de Entrada, porque sabemos que son muchas las circunstancias externas e internas, que sin Ti, no podremos superar, y, cada respuesta fallida, esa que se guía por mundanos criterios, por ambiciones desmedidas, por fatales apariencias, por hipocresías, nos impedirá realizar la finalidad innata que tenemos todos los humanos: Servirte y Alabarte, y acabaremos separándonos de Ti y de nosotros mismos, “sumergidos”, paradójicamente, en la detestable superficialidad de dejar pasar, de dejar hacer. ¡Cuán apropiada la Oración Colecta para experimentar que, de verdad, estamos colgados de las manos de nuestro Padre Dios!
Malaquías, aunque lanza la diatriba directamente al grupo sacerdotal, a los descendientes de Leví, porque no actúan de acuerdo a la alianza, involucra a todo el pueblo que ha perdido la conciencia de “filiación divina”, que no vive la fraternidad, que no reconoce su único origen: “¿Acaso no tenemos todos un mismo Padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios?” Palabras pronunciadas hace 26 siglos y que tienen tal vigencia que, ojalá, sacudan nuestros interiores y alejen de nosotros la necesidad de preguntarnos: “¿Por qué nos traicionamos como hermanos?” Reflexión que haga brotar, con transparencia, la súplica del Salmo: “Señor, consérvanos en tu paz.” Esa paz dulcificará nuestros ojos, romperá nuestras ansias de grandeza, nos llenará de tranquilidad y de silencio porque esperamos en Ti, Dios nuestro.
Jesús prosigue su viaje hacia Jerusalén, hacia el cumplimiento total de la misión aceptada. Habla a todos, a las multitudes y a los discípulos y continúa desenmascarando a los escribas, a los fariseos, a los doctores de la Ley, no los desacredita, son intérpretes de la Alianza, pero, como eco de Malaquías, les echa en cara lo que más desdice de un servidor de la Palabra: “Dicen una cosa y hacen otra.” Realidad que alcanza, no solamente a los sacerdotes, sino, a todo cristiano, a todo ser humano y, de manera especial, a cuantos detentan autoridad y no la aprovechan para servir sino para ser servidos. Todos los que buscan –buscamos- el parecer y no el ser; la alabanza, la reverencia, los títulos, los privilegios. Todos cuantos, con pasmosa facilidad, enjuiciamos y condenamos, criticamos en los demás lo que deberíamos corregir primero en nosotros; quisiéramos cambiar el mundo sin abandonar nuestra esfera de cristal.
Oremos por todos los sacerdotes, por todos los dirigentes de los pueblos, por los padres de familia para que, a ejemplo de San Pablo, sean –seamos- capaces, no sólo de palabra sino con una acción motivadora y sostenida por el Espíritu, tratar a todos “con la misma ternura con la que una madre estrecha en su regazo a sus pequeños.”
Uno es nuestro Padre: Dios. Uno es nuestro Guía y Maestro: Cristo, y “nosotros todos somos hermanos.” ¿Queremos reensamblar este “mundo roto”, ¿aquí está la pauta!: Abrir nuestro encierro y mirar atentamente la realidad del otro. Como dice, desde su propia experiencia, Ladislaus Boros: “Busqué a Dios y no lo hallé; busqué mi alma y no la encontré; busqué al hermano y encontré a los tres.”