martes, 3 de enero de 2012

Epifanía, 8 de enero 2012.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 60: 1-6
Salmo Responsorial, del salmo 71: Que te adoren, Señor, todos los pueblos.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los efesios 3: 2-3, 5-6
Aclamación: Hemos visto su estrella en el oriente y hemos venido a adorar al Señor.
Evangelio: Mateo 2: 1-12.

“¡Miren, ya viene el Señor de los ejércitos! En su mano están el Reino, la Potestad y el Imperio.”

Mirar constantemente, descubrir los signos, encontraremos siempre lo que consolida la fe. Iluminados por esa fe, no perderemos el camino para llegar a contemplar, “cara a cara”, la hermosura de su Gloria.

Este pasaje de San Mateo es ¿una historia real o es un cuento de niños? Es un cuento, lleno de cariño del Niño Dios para los niños del Reino.

Mateo narra al modo oriental enseñando que ese Niño ante el que se postran hombres venidos de lejanas tierras es el mismo del que habla Isaías. Y al mismo tiempo nos enseña lo mismo que Juan va a decir en el prólogo de su evangelio: “Que vino a los suyos (los judíos) y no le recibieron”. Ninguna autoridad religiosa o civil se postra ante el Niño Dios, solo aquellos Magos venidos del Oriente.

Mateo hace Teología, y la Teología es necesariamente “ciencia de los niños”, de esas gentes sencillas y humildes, de esos pequeños, a los que el Padre les revela los infinitos misterios guardados por siglos eternos en su corazón de Dios: “Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a los sencillos y humildes”

Para entender y entrar en el Reino de los cielos tenemos que hacernos como niños, allá no puede entrar nadie que no nazca de nuevo comenzando por ser niño otra vez. La Teología no cabe en programas de computadoras. Se estudia de rodillas, como los Magos se pusieron ante el Niño.

Hoy es el día de las estrellas. Día de la ilusión del que cree en lo maravilloso, del que entiende el asombro que hay en aquel dicho japonés: “Cuando una flor nace, el universo entero se hace primavera”. Día del que sabe apreciar la grandeza de lo pequeño. Del que no desprecia la luz vacilante de la estrella de la Fe, y sabe aceptar en un Niño a Dios, y con alegría se pone a sus pies y le entrega todo lo que tiene, como los Magos.

Cuantos hombres han querido ver a Dios a la luz del sol de mediodía y no han conseguido más que quemarse la retina, sin caer en la cuenta que Dios es demasiada luz para que quepa en nuestro entendimiento y que necesitamos de la mediación de la estrella de la Fe para llegar a Él sin abrasarnos. A veces decimos que nos falta Fe, lo que nos falta es sencillez de niño para aceptar la estrella que lleva a Dios y aceptar a Dios bajo la forma de Niño.

San Ignacio nos invita a entrar en casa de José y María, junto con los Magos y que hablemos con el Niño Dios. Y le digamos: “Señor, también yo vengo caminando por el desierto de la vida, tratando de seguir la estrella de la Fe, pero se me oculta con frecuencia. Y sin embargo aquí me tienes creyendo en Ti como en mi Dios. No me da vergüenza admitirlo, aunque muchos lo nieguen.

Yo no tengo nada que ofrecerte como estos Reyes. Sólo te entrego en propia mano mi carta a los Reyes. Como eres pequeño y no sabes leer te digo lo que te pongo en ella: Te pido que me hagas niño. Niño que se confíe totalmente a su Padre, Dios. Niño que crea y espere en Ti sin límites. Niño que pase por el mundo dando cariño y sonrisas, y confiando en que hay todavía bondad en los hombres de buena voluntad.

Agranda la puerta, Padre, porque no puedo pasar. La hiciste para los niños, yo he crecido a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame por piedad. Vuélveme a la edad bendita en que vivir es soñar.