miércoles, 16 de mayo de 2012

La Ascensión del Señor. 20 mayo, 2012.

Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 1: 1-11
Salmo Responsorial, del salmo 46: Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los efesioes 4: 1-13
Aclamación: Vayan y enseñen a todas las naciones, dice el Señor, y sepan que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.
Evangelio: Marcos 16: 15-20.

Es bueno “mirar al cielo”, pero con los pies en la tierra. Aprender a ser, como nos dice San Gregorio: “hombres intramundanos y supramundanos a la vez”. Entre las creaturas, especialmente entre los hombres, a ejemplo de Jesús, sin huir contrariedades, molestias, incluso la muerte, porque vislumbramos, más aún, sabemos que “su triunfo es nuestra victoria, pues a donde llegó Él, nuestra Cabeza, tenemos la seguridad de llegar nosotros, que somos su cuerpo.” Esta es la forma de ser lo que somos para llegar a ser lo que seremos; ahora aquí en la entrega incondicional al Reino; después allá, adonde Cristo nos ha precedido.

Camino al monte de la Ascensión, el Señor Jesús refuerza nuestra confianza: “Aguarden a que se cumpla la promesa del Padre…, dentro de pocos días serán bautizados en el Espíritu Santo”. Hemos aprendido, en la lectura de la Sagrada Escritura y en la experiencia personal, que “Dios es fiel a sus promesas”; ésta también la cumplió y la sigue cumpliendo, “iluminando nuestras mentes para que comprendamos cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados, la rica herencia que Dios da a los que son suyos.” ¿Aprenderemos a confiar “en la eficacia de su fuerza poderosa”? Convocados a ser uno en Cristo para participar de su Plenitud.

Como respuesta a la pregunta que le hacen los discípulos: “Señor, ¿ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?”, imagino a Cristo esbozando una sonrisa comprensiva, no en balde ha sido un ser totalmente intramundano, ha convivido con los hombres, les ha abierto su corazón y no han aprendido a “mirar hacia arriba”. ¿Qué clase de reino esperan todavía? ¿La riqueza, el poder, el engrandecimiento? ¡Qué pronto han olvidado aquella lección cuando discutían ente ellos sobre ¿quién era el mayor? “No sea así entre ustedes, porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. Ni lo que, sin duda, supieron que respondió a Pilatos: “Mi Reino no es de este mundo”. Ya les y nos enviará al Espíritu para comprender cuanto les y nos ha dicho. De su mismo Espíritu brotará la fortaleza para cumplir la encomienda: “Serán mis testigos hasta los últimos rincones de la tierra.”  Los ángeles los sacan del asombro y les confirman que “ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo, volverá, como lo han visto alejarse”. ¡Revivamos con fe lo que diariamente decimos en la Misa!: “que vivamos libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la venida gloriosa de nuestro Salvador Jesucristo”.
 
Sin dejar de mirar al cielo, es hora de volver a los hombres y de anunciar la Buena Nueva; es la hora de la Iglesia, es nuestra hora de “ir y enseñar a todas las naciones”. Su Palabra ya es promesa cumplida: “Yo estaré con ustedes, todos los días, hasta el fin del mundo”.

La pléyade ejemplar de los que le han sido fieles, nos anima, aunque no hagamos milagros, ni curemos enfermos, ni expulsemos demonios. Aunque nos digan que vamos en sentido contrario, que es una utopía creer en el amor y en la bondad, en el servicio desinteresado, en la fraternidad universal,  y el mundo nos grite que abramos los ojos y veamos el mal, el odio y la violencia que persisten, mostremos con las obras que el Señor “actúa con nosotros” y afirma nuestros pasos. ¡Alguien que vale la pena, nos espera, preparemos el encuentro final ya desde ahora!