domingo, 17 de junio de 2012

11° Ordinario, 17 Junio, 2012.

Primera Lectura: del libro del profeta Ezequiel 17: 22-24
Salmo Responsorial, del salmo 91: ¡Qué bueno es darte gracias, Señor!
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los corintios 5: 6-10
Aclamación: La semilla es la palabra de Dios y el sembrador es Cristo; todo aquel que lo encuentra vivirá para siempre.
Evangelio: Marcos 4: 26-34.

Aun cuando el Señor jamás nos abandona, lo hemos escuchado dos domingos seguidos: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”, tenemos experiencias de desolación, de sequedad, de lejanía que nos hacen clamar por su presencia. Es tiempo de detenernos a reflexionar, a discernir, como nos enseña San Ignacio, para descubrir la causa de esos sentimientos: ¿nuestras culpas, cierta tibieza, una prueba que el Señor permite “para que no pongamos nido en casa ajena”? La desidia nos empuja a abandonar la oración, la súplica, la confianza, a omitir el paso “obscuro y seguro de la fe”. Creamos a los maestros del espíritu y redoblemos el esfuerzo, la petición concreta que nos sugiere la antífona de entrada: “Escucha mi voz y mis clamores y ven en mi ayuda, Dios salvador mío”. Que resuenen fuerte las palabras de Pablo: “coherederos con Cristo si sufrimos con Él, para ser glorificados con Él”. Aparece, otra vez, el fantasma que rehuimos, porque deseamos un Cristo fácil, hecho a la medida, lejos de la sangre y de los clavos, lejos de las heridas y la muerte. ¿Cómo superar las debilidades de la carne? Atentos a la Oración Colecta, la respuesta está clara:
“Ayúdanos con tu gracia, sin la cual nada puede nuestra humana fragilidad”. ¿Nos lanza esta realidad entre sus manos? ¿Reconocemos “que el espíritu está pronto pero la carne es débil”? ¿Tratamos de vigilar, al menos, una hora con Cristo? Los discípulos no lo hicieron y, al llegar la prueba, sucumbieron. ¿Por qué somos reacios a la voz de la historia?

Ezequiel nos recuerda que el Señor está cerca, le interesa su Pueblo, le interesamos todos; de un pequeño retoño hace surgir un bosque, “en él anidarán todos los pájaros, descansarán al abrigo de sus ramas”. Somos ese retoño, esa es “la esperanza a la que hemos sido llamados”. No es promesa vana ni palabra al viento: “Yo, el Señor, lo he dicho, y lo haré”. Escucharlo, nos motiva a repetir, con alegría, lo que hemos dicho en el Salmo: “¡Qué bueno es darte gracias, Señor. Celebrar tu nombre, pregonar tu amor cada mañana y tu fidelidad, todas las noches!”  La inquietud ha decrecido, el consuelo amanece y el Señor nos convence que nunca está lejos de nosotros. Reemprendemos el camino hacia la Patria, conscientes de nuestro ser de peregrinos, guiados por la fe y por la esperanza, donde el Señor aguarda. No aceptaremos al temor de compañero, porque el soplo del Espíritu, aunado a nuestro esfuerzo, hará que “la misericordia triunfe sobre el juicio”. 

¡Qué fácil entender cuando el Señor platica! La fuerza que duerme en la semilla, de pronto se despierta, y sin que se sepa cómo, comienza a germinar. Todo es espera de noches y de días, ningún grito apresura su crecida, va siguiendo su tiempo, florece y cuaja en fruto.

El Reino, nos dice Jesús, es como ella, parece pequeñito; encierra un asombroso dinamismo que al encontrar la tierra removida, el agua suficiente y el clima favorable, crecerá de tal forma que las aves harán nido en sus ramas. La fe es don regalado, limpiemos la parcela, arranquemos yerbas y espinas que puedan impedir el crecimiento;  que la esperanza y la paciencia sean el riego que fecunde hasta alcanzar el fruto apetecido por Dios y por nosotros.