miércoles, 3 de octubre de 2012

27º Ordinario, 7 Octubre 2012.

Primera Lectura: del libro dle Génesis 2: 18-24
Salmo Responsorial, del salmo 127: Dichoso el que teme al Señor.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 2: 9-11
Aclamación: Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud.
Evangelio: Marcos 10: 2-16.

Considerar en serio lo que nos dice el Libro de Esther en la antífona de entrada: “Todo depende de tu voluntad, Señor, y nadie puede resistirse a ella”, desata en cadena un caudal de consecuencias que se convierte en cascada, que nos anega gozosamente, al reconocer: “Tú eres el Señor del universo”.

Señor que cuida, que jamás sojuzga, que indica, que despierta la conciencia de nuestra creaturidad y le indica el camino. Señor que respeta su propia creación y de ella, primordialmente, la libertad que ha dado a los seres humanos; pero que no permanece impasible ante los desvíos de nuestras elecciones. Una y otra vez sale en nuestra búsqueda, porque nos ama, porque somos corona de cuanto ha hecho y desea que esa corona brille en todo su esplendor, que refleje su origen y meta, que se asemeje más y más a la Comunidad Trinitaria en la íntima, profunda y constante comunicación, en la entrega sin límites, en la comprensión hasta el sacrificio, en el mutuo apoyo que supera toda posibilidad de división.

“No está bien que el hombre esté solo, hagámosle alguien como él que lo acompañe”. Delicadeza y finura en la intuición, eficacia en la acción, no algo secuencial en Él, sino explicación para nosotros. Dios no pasa “del no saber” al “saber”, ya hemos captado que es “el Señor del universo”. Conocemos que la narración de Génesis no está dentro de los libros históricos sino sapienciales. ¿Qué mensaje nos da a conocer? La igualdad del hombre y la mujer, la misión conjunta, el poder reconocer al propio “yo” al mirar a un “tú”, al aceptarlo en plenitud, al hacer resonar todo el paraíso, el mundo entero, con el clamor del gozo de que haya alguien que pueda pronunciar el nombre que me identifica y me erige en persona, lo que ninguna de las creaturas había logrado. “Ésta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos”. Y la cascada prosigue: “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos un solo ser”. Tú eres mi tú entre todos los túes. La voluntad de Dios está expresada, y su Palabra dura para siempre. ¿Por qué el mundo la ha olvidado y ansía senderos caprichosos y egoístas y trata de convalidar su andar, no con razones, sino con una emotividad desbordada que escoge como guía un ciego instinto que dejará su corazón vacío e inquieto? ¡Cómo necesitamos, hombres y mujeres, reedificarnos a la luz de la Palabra!

Amor, ¡qué  fácil definirlo con los ojos y la fe puestos en Él: “Dios es Amor” y encontrar su realización en Jesucristo!, la cascada prosigue: la entrega hasta la muerte, por los que ama, para que “redunde en bien de todos”. Lo que cuenta es “el tú”, en todos los niveles: en el matrimonio, en la amistad, en la familia, en la comunidad religiosa, en el trabajo, en la acción apostólica.

Si el verdadero amor es el faro, “la dureza del corazón” se ablandará y llegará al fondo de la promesa del mismo Jesús: “El que ama, permanece en Dios y Dios en él, y su amor llegará a la plenitud”.

Jesús vuelve a ponernos frente a la sencillez, la sonrisa transparente, la limpieza total de los niños; en ellos no hay dureza, ni desconfianza, ni doblez, ni prejuicios. ¿Queremos llegar al Reino? Escuchemos y vivamos lo que nos comunica La Palabra que da Vida.