jueves, 7 de febrero de 2013

5º Ordinario, 11 febrero 2013.

Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 6: 1-2, 3-8
Salmo Responsorial, del salmo 137: Cuando te invocamos, Señor, nos escuchaste.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 15: 1-11
Aclamación: Síganme, dice el Señor, y  yo los haré pescadores de hombres
Evangelio: Lucas 5: 1-11.

Se alarga, por tercer domingo la invitación universal, para reconocer al Señor como Creador; a profundizar en la realidad innegable de nuestra creaturidad engrandecida por el llamamiento del mismo Señor.

Invitación que aguarda una respuesta, disyuntiva innegable: aceptación o rechazo; al considerar la procedencia y querer ser sensatos, nos acogemos al Señor y le pedimos que conserve y proteja lo que ya nos ha dado: ¡Ser sus hijos!, por ello nuestra esperanza es firme.

El domingo pasado considerábamos tres ejemplos de realización de un programa concreto sin detenerse a medir consecuencias: Jeremías, Pablo, Cristo mismo. Hoy la liturgia nos ofrece tres llamamientos, tres vocaciones, tres respuestas.

¿A quiénes llama Dios? La respuesta inmediata sería: a quienes Él quiere, la pensada detenidamente: a todos. No podemos negar que hay invitaciones especiales, y en ellas reluce la doble libertad: la de Dios y la del hombre; aparecen circunstancias especiales en las que se manifiesta el llamamiento, en ninguna hay, ni puede haber, coacción de parte de Dios, en las tres que recordamos, brilla la benignidad libérrima de Dios. Quien elige a Isaías, de estirpe sacerdotal, a Pedro, inculto pescador y a Pablo – quien dice de sí mismo “soy como un aborto, porque perseguí a la Iglesia. De verdad que en Dios no hay acepción de personas.

El Señor ayuda a que lo descubramos, sin querer negar la posibilidad, ya que para Él todo es posible; difícilmente nos enviará un serafín con un carbón encendido para que purifique corazón y labios; tampoco presenciaremos una pesca tan inesperada y abundante, tan en contra de lo que concluye la lógica de un pescador que había pasado la noche en vano y que sabía que de día sería aún más difícil; ni aparecerá una luz celestial que nos deslumbre, ni una voz que resuene tan adentro que haga imposible la no conversión.

Asimilamos la conciencia de “ser hombres de labios impuros”, pedimos humilde y conmovidamente a Jesús:”Apártate que soy un pecador”, y aceptamos con Pablo, “por la Gracia de Dios soy lo que soy”. 

Tres experiencias verdaderamente fuertes de la presencia de Dios a las que siguieron tres respuestas de donación total: Isaías, no duda, responde: “¡Aquí estoy, Señor, envíame!”  Pedro y sus compañeros, azorados y sacudidos, dejan ver su interior con los hechos: “dejándolo todo, lo siguieron”. Pablo, sin vanas presunciones, fincado en la fuerza de Dios, acepta “haber trabajado más que todos”, pero no se lo atribuye a sí mismo: “Su Gracia no ha sido estéril en mí”. 

Dios quiso y quiere “tener necesidad de los hombres”, que seamos sus manos para distribuirlo a quienes lo necesitan, sus labios para anunciarlo en todas las lenguas del planeta, sus pies para llevar la Buena Nueva a todos los rincones de la tierra… ¡qué condescendencia de Dios: hacerse mendigo de los hombres!
Oigamos que repite: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía?” 

La respuesta también es Gracia, ¡pidamos no ser insensibles a esa voz! Hemos recibido la Vida para comunicarla, no la dejemos escondida.