
Salmo Responsorial, del salmo 112: Que alaben al Señor todos sus siervos.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a Timoteo 2: 1-8
Aclamación: Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza. Evangelio: Lucas 16: 1-13.
La antífona
de entrada nos centra en el Señor, cualquier otra creatura será
pseudocentro que descentra: “Yo Soy la salvación de mi pueblo, dice el Señor”;
conviene que analicemos la condicional: si el Señor es nuestro Centro,
la petición de la oración colecta, brincará desde nuestro yo profundo: “concédenos descubrirte
y amarte en nuestros hermanos para que podamos alcanzar la vida eterna”.
La recriminación
de Amós, en el siglo VIII, antes de Cristo, época en que Israel vivía
una gran bonanza económica, parece escrita para nuestra época, y para
cualquier tiempo de la historia del ser humano. Olvidaron y seguimos
olvidando que “las cosas”, todos los bienes materiales, son para
que aprendamos a usarlas en bien de los hermanos, especialmente los
pobres y marginados; que somos “administradores” de los bienes
con que Dios nos ha bendecido y “lo que se pide a un administrador es que sea fiel”, (en
1ª. Cor. 4:2), no dueños, y, menos aún esclavos de ellas. La trampa,
el embuste, el abuso, acompañan a nuestra naturaleza desde que “el
hombre” quitó a Dios del centro de su vida.
Amós es claro, directo, estrujante, lo hemos escuchado: “El Señor, gloria de Israel, lo ha jurado: no olvidaré jamás ninguna de estas acciones”. Recordemos a Mt. 24: “Lo que hicieron con uno de estos, me lo hicieron a Mí.” ¡Cómo volvemos a sentir la necesidad de lo que pedimos: “descubrirte y amarte en nuestros hermanos”!
¿Nuestra actuación
incita a “que
alaben al Señor todos sus siervos”? ¿Tenemos ojos y corazón
para todos? ¿Percibimos la vivencia de formar un solo cuerpo cuya Cabeza
es “Cristo
que se entregó como rescate por todos”? ¿Aceptamos el ser puentes para
que “todos
los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”?
¿Aceptamos su mediación, su testimonio, el despojo de su riqueza,
para enriquecernos? Mil preguntas más que, bellamente, nos acorralan
y no dejan salida al egoísmo, al pasotismo, al “pasarla bien” sin
ocuparnos, valiente y activamente, de los pobres y afligidos, en contra
de una globalización que agranda la brecha no sólo entre seres humanos
como nosotros, sino entre los países que se dicen cristianos y el segundo,
tercero, cuarto y quinto mundos…
¿Creemos
en la fuerza de la oración, de la intercesión, de la acción de Dios,
que pide la nuestra? “Hagan oraciones, plegarias, súplicas y acciones de gracias por
todos los hombres, y en particular por los jefes de Estado y las demás
autoridades, para que llevemos una vida en paz, entregada a Dios y respetable
en todo sentido”. Orar dondequiera que nos encontremos, ¿será
difícil?
Si fue claro Amós,
más claro es Jesucristo, aunque en la parábola nos deje pensativos:
¿alaba la habilidad del mal administrador?, no, sino la astucia que
emplea, aun renunciando a su comisión al cambiar los recibos de los
deudores, para procurarse un futuro menos malo, fincado exclusivamente
en lo material; ¡vergüenza nos debería de dar que nos aventajen en
los negocios los que pertenecen a este mundo, a nosotros que queremos
pertenecer a la luz! El consejo, la proposición de Jesús nos da la
solución: “Con
el dinero, tan lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes
mueran, los reciban en el cielo”. Es el profundo sentido de
la limosna, saber y querer compartir, aun sin resolver el problema de
la pobreza, hará que nuestro corazón se desprenda de lo que es lastre
para el vuelo.
El final, ¿lo habremos
oído alguna vez? ¡Señor que ni se nos ocurra ofrecerte un interior
partido!