sábado, 8 de octubre de 2016

28° ordinario, 9 octubre 2016.-

Primera Lectura: del segundo libro de los Reyes 5: 14-17
Salmo Responsorial, del salmo 90: El Señor, nos ha mostrado su amor y su lealtad.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 2: 8-13
Aclamación: Den gracias siempre, unidos a Cristo Jesús, pues esto es lo que Dios quiere que ustedes hagan.
Evangelio: Lucas 17: 11-19.

Parece que necesitamos grabar en nuestro ser que Dios es “un Dios de perdón”, convencernos que no “conserva el recuerdo de nuestras faltas”, que olvida de verdad, pues de otra forma, “¿quién habría que se salvara?” Esta insistencia nos invita a que analicemos nuestra manera de juzgar, que no deberíamos, a nuestros hermanos; de juzgarnos a nosotros mismos, que sí deberíamos y a aprender a perdonar y a perdonarnos, sin caer, por ello, en la “presunción”. Espero que progresemos en el camino del autoconocimiento, y en él, de la sinceridad; que procuremos limar la viga que nos impide vernos con claridad y experimentemos, con enorme confianza, al Señor de la misericordia. Con ojos limpios y corazón renovado, lograremos descubrir al mismo Dios en todos y cada uno de nuestros hermanos para seguir el proceso: del reconocimiento, del amor y del servicio. El recorrido parece tan obvio, tan fácil, tan al alcance, que nos sucede lo que en cualquier otro campo de conocimiento: lo que está a la vista, precisamente, por parecer tan sencillo, no lo aceptamos, lo complicamos y terminamos abandonándolo.

Mirémonos en la primera lectura, hay mucho de Naamán en nosotros: su proceder fue guiado, inicialmente, por la sensatez: escuchó a su mujer que a su vez había escuchado a la joven israelita: “si mi amo fuera a ver al profeta, él lo curaría de la lepra”; acude al rey, parte con la carta y los regalos, lo acompaña su imaginación desbordada, por ella dejó de ver la realidad, igual que el rey de Israel. Eliseo, en cambio, cree y confía. Naamán “espera” una actuación portentosa pero escucha una simple indicación: “Báñate siete veces en el Jordán y quedarás limpio”. El castillo de naipes se le cae, él se revuelve atufado, molesto, “imaginé que saldría, invocaría a su Dios, tocaría mi carne enferma…” ¡Cómo necesitamos que otros nos devuelvan al camino!; sus criados le hacen ver la sencillez de lo que le pide Eliseo. Naamán supera su soberbia, obedece y “su carne quedó limpia como la de un niño”. ¡Queda sanado por fuera y por dentro!, “Ahora se que no hay más Dios que el de Israel”; su convicción lo acompañará de vuelta a Siria, lleva tierra de Israel: “A ningún otro dios volveré a ofrecer sacrificios”. La experiencia del encuentro ha florecido, la humildad y la obediencia dan sus frutos.

También a nosotros, de manera constante, “el Señor nos muestra su amor y su lealtad”, reconocerla, nos hace vivir el Aleluya: “Den gracias, siempre, unidos a Cristo Jesús, esto es lo que Dios quiere”. Esta realidad nos la muestra el Evangelio: Cristo, es verdaderamente hombre, aguarda, como nosotros, el agradecimiento y experimenta cierta tristeza cuando no se presenta. “¿No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los oros nueve?” Ha aceptado a los marginados, a los rechazados, les ha dado el regalo de poder reintegrarse a la familia y a la comunidad, de ser aceptados con toda su realidad de seres humanos. Los leprosos yendo de camino sienten la transformación, la plenitud del ser, el gozo de ser limpios y, construyamos sus reacciones: van al Templo a recibir la constatación de “pureza legal”, hacen fiesta con la familia, reencuentran a los amigos…, olvidan a Aquel que lo hizo posible. ¡Solamente uno y éste, “Extranjero, volvió a dar gloria a Dios”! Jesús completa su obra, no basta lo externo: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”.

Mucho por aprender: saber escuchar, obedecer, moderar la imaginación, ser humildes y reconocer para regresar, alabar y bendecir a Dios. ¿De qué lepra nos tiene que curar el Señor?