Primera
Lectura: del profeta Isaías 61: 1-2, 10-11
Salmo Responsorial, (Lc 1, 46): Mi espíritu se alegra en
Dios, mi salvador.
Segunda
Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los
tesalonicenses 5: 16-24
Aclamación: El
Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha enviado para anunciar la buena nueva a
los pobres.
Evangelio: Juan 1: 6-8, 19-28.
Estamos a mitad del
Adviento, tiempo de preparación que nos pide penitencia, austeridad,
conversión; hoy se abre la liturgia con una exclamación de Alegría; es el gozo
que florece en rosa: “Estén siempre
alegres en el Señor, se lo repito, estén alegres. El Señor está cerca”.
¡Señor, Tú conoces
mejor los tiempos que vivimos: violencia, secuestros, seres que vienen desde Ti
y han olvidado la sensibilidad con que los creaste, problemas económicos
consumismo; ¿a cuántos inocentes has recibido últimamente, lastimados, heridos,
balaceados?, y ¿nos pides que estemos alegres?, ¿de dónde provendrá la fuerza
que provoque y mantenga esa alegría?
Buscamos en
nuestros interiores y encontramos vacío; ansiamos una paz que no puede brotar
desde nosotros; se ha perdido el amor entre los hombres y con él la convivencia
y la sonrisa franca; nos acechan temores y desconfianza, la mirada se nubla y
el corazón se seca, ¿dónde encontrará su estancia la alegría?
Bordeamos tu
misterio y el nuestro, nos urge tu presencia, con ella como guía, podremos
traspasar la nube que nos cerca y encontrar la Luz de tu Palabra.
Para ello te
pedimos “¡danos un corazón nuevo!”,
una inteligencia limpia y transparente que discierna, separe, “y conserve lo bueno”. Así podremos
penetrar la entraña de la promesa y llegar a la raíz del ser que somos para Ti, “ungidos por tu Espíritu”, como nuevos profetas,
captaremos tu mensaje de salvación, de cura, de liberación y gracia y entonces
llegaremos al fondo, donde nace la fe, el cauce que desborda toda limitación y
que llena de paz al ser entero: “espíritu,
alma y cuerpo”, para prorrumpir en cantos de alabanza y gratitud;
revestidos de Ti, con corona y vestido de bodas, surgirá, como árbol frondoso,
la auténtica alegría. ¡Es otro el nivel al que nos llamas! “Tú eres fiel y cumples tu
promesa”.
Pensando en los
testigos, encontramos cuatro voces en bello tetragrama: el Profeta, María, Juan
y Jesús; acordes componen la sinfonía perfecta que teje la esperanza. La relación entre Dios y el ser humano se
transforma, es el tono concreto de Isaías, vuelve a ser una alianza de amor,
cimiento firme en donde crezca el Reino.
María que al
aceptar, confiada, la propuesta de Dios, exulta en el júbilo que sólo puede
llegar por el Espíritu.
Juan, interrogado,
niega y afirma, “Yo no soy el Mesías, ni
Elías ni el profeta”; no rehúye la confesión personal: “¿Qué dices de ti mismo?”, su afirmación es clara: “La voz que grita en el desierto: enderecen
el camino del Señor”. Pudiendo hacerse pasar por el Mesías, rodeado del
apoyo y admiración del pueblo, opta por la verdad, por lo que es, por lo que
quizá desde la obscuridad de la fe, ha recibido como misión: ser heraldo y
advertir que “El que viene, ya está entre
ustedes”, ¡abran los ojos, el corazón y los oídos, pues de otra forma no lo
reconocerán! ¿Qué decimos nosotros de nosotros?
Jesús, el Esperado,
“el Hijo de las complacencias del Padre”,
no habla ahora, pero ya prepara la presentación definitiva y citará en la
Sinagoga de Cafarnaúm, las palabras que hoy hemos escuchado de Isaías. “Esta escritura que acaban de oír se ha
cumplido hoy”.
Con esta compañía y
con sus vidas, resuenan nuevamente, ahora comprendidas, las palabras con que
abrimos la liturgia: “Estén siempre
alegres en el Señor, se lo repito, estén alegres. El Señor ya está cerca”. Señor que podamos decir: ¡ya estás dentro!