sábado, 22 de septiembre de 2018

25° ordinario, 23 septiembre 2018.-.


Primera Lectura: del libro de la Sabiduría. 2: 12, 17-20
Salmo Responsorial, del salo 53: El Señor es quien me ayuda
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Santiago 3: 16, 4:
Aclamación:
Evangelio: Marcos 9: 30-37.

“Yo soy la salvación de mi pueblo…, los escucharé en cualquier tribulación en que me llamaren”. Al sentirnos inmersos en una realidad social tan alejada de la conciencia de pertenecer a Dios, ¿no es la hora precisa, urgente, para orar, pedir, confiar, llamar, insistir, y descubrir que de verdad nos escucha? Cuánto debemos sopesar las últimas palabras del apóstol Santiago: “Si no alcanzan es porque no se lo piden a Dios. O si piden y no reciben, es porque piden mal”.

¿Cuánto ha crecido nuestra confianza en la oración?, ¿cuánto ha crecido aquella semilla de la Fe recibida, gratuitamente, en el Bautismo? “La fe, creyendo, crece”, dice Santo Tomás de Aquino. Pero, ¿en qué “dios” creemos?, ¿nos comportamos como los idólatras ante figuras que “tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, tienen pies y no caminan, tienen boca y no hablan”?, (Salmo 135), si nuestra concepción es tan plana, tan material, tan simplemente humana, entendemos que no pueda escucharnos ni tampoco podamos escucharlo, ni para qué esforzarnos en amar lo que es insensible, frío e impasible. En cambio si la fe es auténtica, producirá frutos de paz, de solidez, de increíble resistencia ante las adversidades que acosan al “justo”, porque está llena de “la sabiduría de Dios”, del Dios verdadero que nos manifiesta, por mil caminos, que “mira por nosotros”.

Con Él y desde Él recibiremos “el temple y valor” necesarios para ser testigos de la verdad y la justicia al precio que sea. Empeño nada fácil, y me atrevo a decir, menos aún ahora, pues nos exponemos a ser tildados de “extraños, raros y antisociales”, contrarios a “los valores” que deshumanizan y dominan las mentalidades y actitudes que nos rodean: poder, sexo, dinero, parecer; mentalidades que “usan” a las personas en vez de acogerlas con cariño, con entrega, con ansias de comunicarles vida y horizontes que les hagan sentir su dignidad.

No estamos muy lejos de aquella incomprensión que mostraron los discípulos, los cercanos, los que llevaban tiempo de convivir con Jesús, los que creían conocerlo pero lo encerraron en una idea preconcebida y totalmente nacida de perspectivas personales; seguían y seguimos “pensando según los hombres y no según Dios”.

Vivamos la escena, metámonos en ella, actuemos sinceramente: Jesús los lleva –y nos lleva- aparte, quiere que lo conozcamos, que al aceptarlo nos encaminemos al Padre, que le permitamos entrar en el corazón, en la mente y lo proyectemos en las obras. ¡Con qué atención y sin pestañear siquiera, escuchamos las confidencias de un amigo, su grito de apoyo y comprensión; guardamos silencio respetuoso o preguntamos, con delicadeza, lo no comprendido! Jesús deja entrever su interior, anuncia, por segunda vez, lo que le espera; es algo muy superior a los enfrentamientos que ha tenido con los escribas y fariseos, a la ocasión en que quisieron despeñarlo, a las preguntas capciosas con que lo han acosado, habla del sufrimiento y de la Pasión, de la muerte, y vuelve a anunciar la Resurrección. Los discípulos –nosotros- dejamos pasar de largo lo importante: la angustia del otro, se enfrascan -nos enfrascamos- en trivialidades, no entienden ni entendemos y para evitar la consecuencia de la verdad, seguimos teniendo miedo de pedir explicaciones”. ¿Nos hemos dejado tocar por esa comunicación, casi en secreto?, ¿han y hemos intentado “tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús”, como nos pide San Pablo en Filipenses 2: 5? ¿De qué discuten los discípulos?, no los juzguemos, comencemos por analizarnos a nosotros mismos y descubramos lo que Jesús ya nos había enseñado: “De lo que hay en el corazón, habla la boca”, (Lc. 6: 45). Que al menos la vergüenza de haberlo relegado nos deje mudos. “¿Quién es el mayor?”, la respuesta llega acompañada del ejemplo: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”; como el niño, el transparente, el sin dobles intenciones, el marginado, el olvidado, el que refleja mi presencia, el que es como Yo que vivo pendiente de la voluntad del Padre. Entonces se nos abrirán los ojos y nos encontraremos en él y al encontrarnos, encontraremos al Padre.

¿Esperamos mayor claridad en el camino a seguir?, por ello hemos pedido: “Concédenos descubrirte y amarte en nuestros hermanos para alcanzar la vida eterna”.