domingo, 17 de febrero de 2019

6º Ordinario, 17 febrero, 2019.-.


Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 17: 5-8
Salmo Responsorial, del salmo 1: Dichoso el hombre que confía en el Señor.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 15: 12, 16-20
Aclamación: Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo, dice el Señor.
Evangelio: Lucas 6: 17, 20-26.

Hablar de Dios, nos dice San Agustín, sólo con mucho respeto y por analogías, ¿cómo expresar al inexpresable? Dios no es ni roca ni fortaleza inexpugnable, ni baluarte, pero ¡cómo nos sentimos seguros al profundizar en el hondo sentido del contenido de tales comparaciones! Él es tranquilidad, seguridad y guía; con enorme confianza le pedimos: Tú, Señor, “Prometiste venir y morar en los corazones rectos y sinceros”, ven a nuestro interior, transfórmalo de tal forma que “nos haga dignos de esa presencia tuya”.

Si estás de corazón en cada cosa, con cuánta mayor razón en cada ser humano. ¡Vivir la realidad de tu presencia en mí, de mi presencia en Ti, me dará la fuerza necesaria para ser constante en el esfuerzo!

Jeremías nos habla en presente, no es una voz lejana dirigida sólo al Pueblo de Israel; la Palabra de Dios traspasa las edades, los tiempos y los sitios, es universal y nos pide que consideremos la realidad del paralelismo: “Maldito el hombre que confía en el hombre, y en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón”, será excluido de la promesa, se quedará estéril, será infeliz porque su fundamento es endeble. En cambio: “Bendito el que confía en el Señor y en Él pone su confianza”.

Viene a continuación la comparación que, sensiblemente, nos ilustra con la feracidad de la naturaleza, “será como árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces, que da fruto a su tiempo y nunca se marchita”; convirtámonos en hombres “que ponen su confianza en el Señor”, y vivamos el gozo intenso al saber, que Tú estás nosotros y nosotros contigo.

San Pablo nos sitúa en el centro de la Revelación que ha culminado en Cristo: la Resurrección. Procede a base de absurdos condicionales: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe. Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de los hombres. Pero no es así, Cristo resucitó como primicia de todos los muertos.” Misterio pascual, alegría que corona toda la entrega de Jesús y que nos envuelve, no en una esperanza utópica, sino en la certeza de que con Él daremos frutos eternos. Así entenderemos y superaremos lo que va en contra de nuestra visión inmediatista: persecución e insulto, maldición y rechazo, porque nos habremos aventurado a tomar en serio el Evangelio; saborearemos desde ahora, la recompensa sin medida: nuestros nombres escritos en el libro de la Vida.

Ignorar la Palabra, por dura que parezca, nos envolverá en “¡los ayes!”, por habernos dejado atrapar por las creaturas, por haber olvidado que el presente se esfuma, que las cosas se acaban, y habremos quebrado la línea trascendente al cambiarla por un gozo ilusorio.

Bienaventuranzas, paradoja que rompe los criterios, que invita a la conversión y al seguimiento de Cristo que lloró, fue pobre, sufrió y trabajó por la paz y la reconciliación, fue perseguido y entregó su vida por servir al bien y a la justicia.  “Bienaventurado” es aquel que se aventura bien, que busca y encuentra el Camino y lo sigue. ¿Cuál es nuestra decisión? Volvamos a pedir ser hombres y mujeres “de rectitud y sinceridad de vida”. El Espíritu nos ayudará a elevar la escala de valores.