viernes, 22 de agosto de 2008

20º Ordinario, 17 Agosto 2008.

Is. 56: 1, 6-7; Salmo 66; Rom. 11: 13-15, 29-32; Mt. 15: 21-28.

“¡Un solo día en la casa del Señor, vale más que mil lejos de Él!” Estar constantemente bajo su protección, vivir a su vera, “sentir la palma de su mano sobre nuestra cabeza”, como tiernamente expresa el salmo 139; ¡qué tranquilidad se experimenta cuando esta realidad se hace consciente! Desde ese contacto con Él, ciertamente se encenderán los corazones de tal forma que incendiaremos al mundo, amaremos al Señor no por lo que nos promete, y que ni siquiera alcanzamos a imaginar, sino por que Él “lo es todo”.

Ese fuego nos abrirá los ojos para encontrar en los demás y especialmente en aquellos que más nos necesitan, la fuerza para velar por sus derechos, para luchar por la justicia e invitar a la salvación. ¡Cuántas veces hemos escuchado a los profetas recordarnos que lo que agrada al Señor no son tanto los holocaustos, sino la fidelidad y la misericordia, signos indispensables para una verdadera convivencia humana. Si la insistencia persiste, y, más hoy en día, es porque señala el camino para llegar “al monte santo y colmarnos de alegría en la Casa de Oración”, así nos convertiremos en conductores de los pueblos para que alaben al Señor.

¡Que contraposición tan ilustrativa: el rechazo de unos se ha convertido en llamado para todos! La tristeza que expresa Pablo por el alejamiento de su pueblo, el elegido, lo ha empujado, movido por el Espíritu, a llevar la Buena Nueva a los gentiles. Sabe Pablo leer los signos de los tiempos y los interpreta de modo constructivo: el ver los judíos el gozo que llena los corazones de los “que antes eran rebeldes”, sin duda los impulsará a aceptar la misericordia que Dios siempre ofrece, porque “Él no se arrepiente de sus dones ni de su elección”.

Mirémonos atentamente: fuimos y seguimos siendo “elegidos”, porque Dios es fiel; ¿nos hemos vuelto rebeldes? Llamados a ser ejemplo y conductores de los pueblos, ¿nos desviamos del camino? ¡Demos gracias a Dios porque nos brinda la oportunidad de recapacitar, de desandar los equívocos, de retomar la senda que lleva al “monte santo, a la casa de oración”!

Oración, confianza, fe que crecen en tierra de “gentiles”, en medio de un pueblo hostil al judaísmo, en el corazón de una mujer cananea; el más grande acicate para implorar a Dios es el amor por los demás, por los más próximos y ahí está ella, gritando, quizá sin medir la hondura de sus palabras, “Señor, hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús la ignora, sigue caminando; los discípulos, no por compasión sino por propia conveniencia, interceden: “Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros”. La respuesta de Jesús a ellos y a la mujer, nos desconcierta, probablemente nos molesten, ¿cómo es que se resiste y aun parece injuriar a la extranjera? “He sido enviado a las ovejas descarriadas de la casa de Israel…, no está bien quitar el pan a los hijos y echarlo a los perritos”; cuando la necesidad y el amor son intensos, los obstáculos se hacen pequeños: “Es cierto, pero los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”¡ Cómo se hace presente el grito de Pablo: “¡Sé en Quién me he confiado!” La alabanza y el don no se hacen esperar: “Mujer, qué grande es tu fe, que se cumpla lo que deseas”. ¿Qué más cabría comentar después de que Jesús Camino nos redescubre el camino para llegar, como iniciamos, al Monte santo, a la Casa de Oración”? ¡Señor que puedas decir de nosotros lo que dijiste de la mujer cananea!