viernes, 22 de agosto de 2008

21º Ordinario, 24 Agosto 2008.

Is. 22: 19-23; Salmo 137; Rom. 11: 33-36; Mt. 16: 13-20.

La antífona de entrada nos hace prolongar el eco de la mujer cananea: “Salva a tu siervo que confía en Ti”; la confianza, nacida de la fe, nos ayuda a mantener constante nuestra voz: “pues sin cesar te invoco”.
¿A Quién invocamos?, “a Aquel de quien todo proviene”, a nuestro Padre “que todo lo ha hecho y hacia quien todo se orienta”. Otro momento propicio para adentrarnos hasta lo hondo de nuestro ser y preguntarnos si de verdad tratamos de vivir la realidad de ser: creados por Dios y encaminados, diariamente, hacia su encuentro, en alabanza, reverencia y servicio, en agradecimiento y en compromiso; si encontramos momentos de vacío, insistiremos en ese “invocarlo sin cesar”, para amar y anhelar lo.que nos promete y poder superar las preocupaciones, porque Él será nuestra única preocupación.

La relación de la primera lectura con la misión que confiere Cristo a san Pedro, reluce por sí misma; el Señor, por boca del profeta, confiere a Eleacím “la túnica, la banda y las llaves”, poder y autoridad para abrir y cerrar; todo en servicio del pueblo, para obrar siempre, con el cariño que distingue a quien es y se ha de comportar como “padre para todos los habitantes de Israel”. Jesús nombra a Simón Pedro, “Piedra sobre la que edificará su Iglesia”, la da la misma autoridad de “atar y desatar”, ya no limitada a Jerusalén sino que abarque todas las naciones, para el servicio y la liberación de todos los hombres. Ocasión propicia para pedir a nuestro Padre Bueno por el Papa, los obispos y cuantos tienen alguna autoridad, dentro y fuera de la Iglesia, para que no caigan en la tentación de buscarse a sí mismos, ni su propio provecho, su enriquecimiento, su encumbramiento…, sino que sean como el Señor Jesús “que no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida por todos”. (Mt. 20: 28)

En el pasaje del Evangelio continúa resonando en cada uno de nosotros y de cuantos buscan con autenticidad la verdad, la pregunta que Jesús hace a los discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”... Las respuestas genéricas, comparativas, totalmente extrañas al corazón, no le interesan y por ello su precisión: “¿Quién dicen ustedes que soy Yo?”. ¿Cuál es la realidad de tu relación conmigo, cuál la visión, la imagen, el compromiso, la adhesión, la fe? ¿Te dejas iluminar como Pedro, aunque de momento no alcances a comprender la hondura de tu respuesta? ¿Qué decirle y cómo decírselo, sin quedarnos en conceptos aéreos que alejan?
Pienso que pueden servirnos como pista las reflexiones de San Alberto Hurtado: “El cristianismo no es una doctrina abstracta, no es un conjunto de dogmas, preceptos y mandatos, ¡El Cristianismo es Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios, (que fue, y sigue siendo lo insoportable para muchos): “El Padre y Yo somos Uno…, quien me ve a Mí, ve al Padre…, Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Que la persuasión llegue desde dentro: “Cristo no es una devoción, ni siquiera la primera ni la más grande, ¡el Cristianismo es Cristo!” Que Él se apodere de mí, que deje que su Gracia actúe eficazmente y me atreva, por la fuerza del Espíritu Santo a expresar, humilde pero gozosamente: “Mi vivir es Cristo… Vivo yo, ya no yo, sino que Cristo vive en mí”; porque me he esforzado en conocerlo, en tratarlo, en seguirlo, y, con gran humildad, en imitarlo, con una fe “que me haga hambrear lo sobrenatural:¡ser Cristo!”

El mundo creerá en las obras, dudará de cuanto se quede en palabras: “¡Seamos realizadores de la Palabra, no nos quedemos simplemente en oyentes!”

¡Que caminemos no por tus caminos sino por Ti, Camino que conduces al Padre!