miércoles, 8 de septiembre de 2010

24º Ordinario, 12 Septiembre 2010.

Primera Lectura: del libro del Éxodo 37: 2-11, 13-14
Salmo Responsorial, del salmo 50: Me levantaré y volveré a mi padre.
Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol Pablo a Timoteo 1: 12-17
Aclamación: Dios ha reconciliado consigo al mundo, por medio de Cristo, y nos ha encomendado a nosotros el mensaje de la reconciliación.
Evangelio: Lucas 15: 1-32.

La liturgia de hoy está preñada de perdón, de comprensión, de amor misericordioso, de invitación a la confianza en el Padre, por Jesús, en el Espíritu Santo “dador de vida”. ¿Qué ser humano no necesita regresar a la paz interior, a que las raíces más hondas del ser reciban el agua que sana, la bendición que reanima, la luz que hace brillar de nuevo, con más intensidad un horizonte abierto, inacabable? ¿Nos encontramos entre aquellos que pueden, con honestidad aguardar, con la antífona de entrada: “A los que esperan en Ti, Señor, concédeles tu paz”? ¿Crece en nosotros la seguridad de que el Señor es fiel y que “nunca olvida sus promesas”? ¿Necesitaríamos recordárselo o más bien recordárnoslo?, su “mirada” de Padre jamás se aparta de nosotros, no podemos ni imaginar que alguien “se le pierda” y si un pueblo entero se extravía, si un solo ser humano trata de esconderse, de esquivar, de olvidar, de no reconocer al Padre amoroso, Él, sin violentar la libertad, va a su encuentro, renueva la invitación, propone todos los medios, acoge cariñoso, ofrece, como iniciamos la reflexión: el perdón sin condiciones, sin recriminaciones, sin pedir explicaciones, simplemente abrazando como sólo Él sabe hacerlo: con el amor vuelto a nacer.

Leamos con ojos iluminados por la fe, el fragmento del Éxodo. Dios no puede amenazar, pero necesitamos reflexionar y Él nos lo expresa con palabras a nuestro alcance, ¡vaya que nos conoce!: “perversión, cabeza dura, ceguera interna que intenta cambiar la realidad…”, de su parte se escucha una “amenaza”, parecería que “se enciende la ira que borraría al pueblo”…, ese no es el Padre que nos revela Jesucristo, no pueden caber en Él sentimientos de muerte y destrucción, ¡qué poco lo conocemos si queda en nosotros el más mínimo resabio de tal concepción! Su perdón aflora ante la pequeña intercesión de uno solo, Moisés; ¡cuánto más ante la intercesión del Hijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23: 34). Lo sintió en carne propia San Pablo; pidámosle sentirlo: “Dios tuvo misericordia de mí.., la gracia de nuestro Señor Jesucristo se desbordó sobre mí. Al darme la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús”.

Podríamos recitar de memoria las parábolas que narra San Lucas; las tres reafirman cuanto hemos reflexionado: el Padre “goza” porque Jesús “vino a buscar lo que estaba perdido” y lo ha encontrado, “vino a dar vida y a darla en abundancia”. Dejémonos cubrir por ese Amor misericordioso; más que disquisiciones, quedémonos contemplando una tras otra, o las tres o una de ellas, la que el Espíritu nos dé a saborear más: El Buen Pastor nos carga sobre sus hombros, nos mima, nos regresa a la Comunidad para que la alegría se acreciente; la fiesta por la pequeña moneda encontrada, produce el mismo fruto. Todo nuevo, anillo, túnica, sandalias, corazón y abrazo porque “el que estaba muerto ha vuelto a la vida”.

La única palabra, aunque mil veces gastada: ¡Gracias!, ha de salir, asombrada, engrandecida por esta luz pacificadora que incita no solamente a volver sino a quedarnos en la casa del Padre. Nuestra oración-petición: que el compromiso, sellado por el amor, permanezca y dé frutos y dé a conocer, a cuantos encontremos, con nuestras palabras y nuestras obras, que Dios es el Padre bueno de todos los hombres.