jueves, 18 de noviembre de 2010

Cristo Rey - 21 de noviembre de 2010.

Primera Lectura: del 2° libro de Samuel 5: 1-3
Salmo Responsorial, del salmo 121: Vayamos con alegría al encuentro del Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los Colosenses 1: 12-29
Aclamación: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el reino de nuestro padre David!

Evangelio: Lucas 23: 35-43.

El domingo de la indescifrable paradoja desde nuestra limitación, comprensible, y, ojalá, comprendida y vivida, desde la visión de Cristo, desde el Amor del Padre hecho palpable por nosotros en la entrega total del Hijo.

En la Antífona de Entrada leemos 7 realidades que, solamente es digno de recibir El Cordero Inmolado; 7 que es símbolo de plenitud, 7 que lo es todo, precisamente porque murió para abrirnos el verdadero Reino junto al Padre. No todo ser humano lo ha captado, lo ha aceptado, por ello pedimos “que toda creatura, liberada de la esclavitud, sirva a su majestad y la alabe eternamente.”

David, elegido por Dios rey y pastor del pueblo, es pálido reflejo de la realeza de Cristo: “El consagrante y los consagrados son todos del mismo linaje.” (Hebr. 2: 11) No tiene reparo en llamarnos “hermanos”; somos de su misma sangre. Cristo, Ungido, nos ha ungido para que seamos “Pueblo elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad.” (1ª. Ped. 2: 9) Por eso cantamos desde las entrañas: “Vayamos con alegría al encuentro del Señor”.

Participamos de una realeza diferente, de una herencia imperdible, “por su Sangre hemos sido lavados”. Íntimamente unidos a “Aquel que es el primogénito de toda creatura, Fundamento de todo, donde se asienta cuanto tiene consistencia, Cabeza de la Iglesia, Primogénito de entre los muertos, Reconciliador de todos por medio de su Sangre.” (Col. 1: 18) Vamos descifrando la paradoja: “Morir para vivir.”

“Yo soy Rey, pero mi reino no es de este mundo”, (Jn. 18: 37) había dicho a Pilato. No cede a la triple tentación postrera: “Si es el Mesías, el Hijo de Dios, que se salve a sí mismo”, le dicen las autoridades. “¡Sálvate a Ti mismo!”, le espetan los soldados. “Sálvate a ti y a nosotros”, se mofa uno de los ladrones. ¡Qué fácil hubiera sido desprenderse de los clavos y bajar de la Cruz!, ¡todos hubieran creído en Él!, pero no era esa la Voluntad del Padre y Jesús ya la había aceptado: “Si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya.” (Lc. 22: 42) ¡Qué difícil es para nuestra carne, para nuestro supuesto bienestar, para nuestra molicie y comodidad, aceptar este Reino tan diferente a los que conocemos! Aquí no hay lujo, no hay poder, no hay servidumbre, no hay ejército sino muerte y muerte cruel, deshonrosa, fracaso desdichado, y este es nuestro “Camino, Verdad y Vida…”, (Jn. 14: 6) necesitamos otros ojos y un corazón nuevo, una fe como la del buen ladrón para escuchar en nuestro último momento: “Yo te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Imitemos Dimas, hagamos, con una fe que supere las apariencias, nuestro mejor robo: El Reino.