sábado, 11 de junio de 2016

11º Ordinario. 12 Junio del 2016.-



Primera Lectura: del libro del profeta Samuel 12: 7-10, 13
Salmo Responsorial, del salmo 31: Perdona, Señor, nuestros pecados.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 2: 16, 19-21.
Aclamación: Dios nos amó y nos envió a su Hijo, como víctima de expiación por nuestros pecados.
Evangelio: Lucas 7: 36 a 8: 3.

Persiste la súplica de la Iglesia confirmada por la conclusión de nuestra experimentada debilidad e inconsistencia: “Ayúdanos con tu Gracia sin la cual nada podemos”, pues con ella, después de conocer tus mandatos, seremos capaces de serte fieles.

En la 1ª lectura encontramos al profeta Natán que no se arredra de enfrentar la verdad, ni siquiera ante la máxima autoridad: el Rey David. Vive lo que después dirá Aristóteles. “Amicus Plato, sed magis amica veritas”; Platón es amigo, pero más amiga es la verdad.

El santo Rey David, el querido por Dios por haber encontrado en él al “varón de deseos”, se ha  dejado enredar por los finos hilos de la tentación que se fueron convirtiendo en cadenas que atenazaron, oprimieron, esclavizaron, desorientaron el sentido auténtico del ser y lo lanzaron a abismos mayores; David tratando de ocultar el mal hecho, llega hasta el asesinato.

La fuerza con que el profeta le echa en cara su pecado llega al clímax cuando pronuncia en nombre del Señor: “Me has despreciado al apoderarte de la esposa de Urías, el hitita, y hacerla tu mujer”...  Parecería que no hay escape, la sentencia está dictada ante la confesa mudez del reo; pero el corazón arrepentido siempre tiene cabida ante Dios; sin duda entre sollozos, David inicia el “miserere” que prolongó toda su vida: “¡He pecado contra el Señor”! La respuesta de Dios es inmediata: “El Señor perdona tu pecado. No morirás”.

Ojalá el Salmo haya sido una expresión nacida desde lo más profundo de nuestro corazón: “Perdona, Señor, nuestros pecados”, “A un corazón humillado y arrepentido, Tú nunca lo desprecias”,  y hayamos sentido que las palabras-oración proyectaban la realidad y volvían a nosotros, desde Dios, con el fruto de la alegría y de la paz.

Si acaso alguno todavía pensara que es fuerte y que por su “buena conducta”, por haber cumplido la Ley y los Mandamientos, siente que merecería ser justificado, que repiense lo que nos dice Pablo en el fragmento de la Carta a los Gálatas. La vida no nace de nosotros, nace de la fe en Cristo Jesús y su potencial es tal que si Pablo lo gritó, siendo hombre débil como nosotros, está también a nuestro alcance el hacerlo. ¡La tremenda fuerza que surge al apropiarnos personalizadamente ese: “Me amó y se entregó por mí”, nos hará exclamar agradecidos y admirados: “Es Cristo quien vive en mí..., y su gracia no fue estéril”.

Las palabras sobran cuando los hechos hablan. Penetremos la escena que nos narra San Lucas.

La soledad de sí misma, la tristeza y el arrepentimiento se visten de alabastro, de lágrimas y besos; ¡nada más hizo falta!

Y la mirada tierna de Aquel que nos ama sin medida, arropó a la mujer con la sonrisa, el perdón y la paz.

La reflexión nos descubre el proceso causal totalmente seguro: ¿queremos el perdón?, subrayemos el modo: “Se le perdona mucho, porque ha amado mucho”.