viernes, 3 de junio de 2016

10º Ordinario, 5 Junio de 2016.-



Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 17: 17-24
Salmo Responsorial, del salmo 29: Te alabaré, Señor, eternamente.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 1: 11-19
Aclamación: Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
Evangelio; Lucas 7: 11-17.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”; las lecturas de este domingo propician que  reflexionemos sobre la muerte, aun cuando digamos que hemos superado el miedo, nos deja temblorosos, en penumbra de expectación y nos inspira a repetir desde lo más hondo de nuestro ser que de verdad queremos que el Señor sea nuestra luz y nuestra salvación.

La partida la hemos experimentado cercana cuando parientes o amigos han emprendido el vuelo; quizá nos hayamos imaginado tendidos en la cama o ya quietos en el ataúd; habremos recordado a Isaías: “Como un tejedor, yo enrollaba mi vida y de pronto me cortan la trama…” (38: 14), o a La Imitación de Cristo: “Piensa que pronto será contigo este negocio”. No estamos aún en esa circunstancia con el corazón apesadumbrado; todavía sentimos que la sangre fluye, que el latido es uniforme, que el aire llena nuestros pulmones, y damos gracias porque, con serenidad, llenos de confianza, constatamos que Dios es Dios de vida y con esa misma seguridad sabemos que nos espera al final del camino: “cada paso me acerca al momento del abrazo”, abrazo en el que, sin duda, sentiremos lo que es el Amor del Padre, la participación de lo que considerábamos el domingo antepasado: La Vida Trinitaria en nosotros y nosotros en Ella. ¡Qué confortador poder afirmar: no sé cómo será eso de la resurrección, pero CREO!

Viajamos con Elías a Sarepta, son tiempos tristes para Israel, los reyes han emparentado con pueblos vecinos, el nombre de Dios ha sido olvidado y persiste la idea de que por culpa de los pecados llegan las desgracias: “¿Qué te he hecho yo, hombre de Dios? ¿Has venido a mí casa para que me acuerde de mis pecados y se muera mi hijo?”  El profeta no inicia un diálogo, actúa como verdadero hombre de Dios. “Señor, devuélvele la vida a este niño”, y el Señor lo escuchó. Una vuelta a la vida, devolvió a la viuda, la verdadera vida: “Sé que tus palabras vienen del Señor”.

Jesús no se cansa de repetirnos: “Yo soy la resurrección y la vida, el que viene a mí, aunque muera, vivirá…; el que come mi carne y bebe mi sangre no morirá para siempre…; he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”, pero Él no es como nosotros: palabras, palabras y palabras, Él vive la congruencia, el amor hecho acto. Su  corazón, el más lleno de humanidad, se compadece, no exclusivamente en Naím sino desde siempre y para siempre: “No llores”, ¿a qué le habrán sonado estas dos palabras a la mamá del joven?, ¡sorpresa, asombro, incomprensión…! pero al ver a Jesus todo cambió, al cruzarse las miradas vio la vida, la paz, la serenidad. Jesús, no en lo escondido como Elías, ni invocando a Yahvé, sino ante todos y en la fuerza de su propio nombre dice: “Joven, Yo te lo mando: Levántate .El que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús lo entregó a su madre”. 

“Dios ha visitado a su pueblo”, comentan todos, y lo sigue visitando, sigue invitando a la vida, sigue ofreciéndola a cuantos hemos experimentado la muerte de la ilusión, de la esperanza, de la eternidad y nos pide que nos levantemos y ¡que hablemos!, que comuniquemos, que seamos testigos de la Gracia y de la presencia del Espíritu entre nosotros, que actúa en nosotros y nos sostiene para que divulguemos la alegría del Evangelio, para que convenzamos a cuantos nos encontremos en  el camino que “La gloria de Dios es que el hombre viva y viva feliz”.