sábado, 8 de agosto de 2020

19°. Ord. 9 agosto 2020.-

Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 19:9, 11-13
Salmo Responsorial, del salmo 84
Segunda Lectura: de la carta del apóstol pablo a los romanos 9: 1-5
Evangelio: Mateo 14: 22-33

Imagino al Señor respondiendo a nuestra plegaria: “Acuérdate, Señor, de tu alianza”, cómo nos dice: ¿Acaso alguien o algo puede permanecer en el olvido ante Mí?, los tengo presentes, les ofrezco siempre mi ayuda, sus voces no se apartan de mis oídos, son ustedes los que se olvidan de ustedes mismos y, lo que más me sorprende, es que se olvidan de Mí y de mi Alianza. Entonces oramos juntos: “haz crecer en nosotros el espíritu de hijos adoptivos tuyos, y que comencemos a gozar, ya desde ahora, de la herencia que nos tienes prometida”. Que el agua regrese a su cauce, que los corazones reconozcan el único camino, el Hijo Predilecto que nos salva de todas las tormentas, internas y externas.

En la primera lectura, la experiencia de Elías corrige cualquier imagen o concepto erróneos que hubiéramos podido concebir de Dios; ¡qué lejos de aquel Dios que infundía temor a los israelitas y que hablaba a Moisés con truenos, densas nubes y trompetas!; se nos muestra no en el huracán, o en el terremoto, no en el fuego, sino “en el murmullo de una suave brisa”. Nuestro Dios es cariño, tranquilidad, pacificación, ya no necesitamos taparnos el rostro como el profeta, necesitamos abrir los ojos para descubrirlo constantemente en Jesús: “la presencia del Dios invisible, quien me ve a Mí, ve al Padre”. A través de Jesús escuchamos las palabras del Señor, captamos que la salvación, no sólo está cerca, ya está dentro de nosotros “por el Espíritu que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre”.

Esta conciencia atestiguará, como nos da a conocer San Pablo, que la luz del Espíritu es tan fuerte, que nos haría exclamar, paradójicamente, como lo hace él: “Hasta aceptaría verme separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos”; paradoja, pues acaba de decirnos que “nada ni nadie podrá separarnos del amor de Cristo”. Es una expresión que revela el inmenso amor que tiene por la Buena Nueva, por la primera Iglesia, por su raza de la que nació Cristo. Es un esforzado intento para que reflexionen y reflexionemos en la maravillosa dignación de Dios que nos ha hecho hijos adoptivos en Cristo, verdadero Dios, verdadero Hombre, “bendito por los siglos de los siglos”.  Fruto de esta experiencia, si ha sido intensa, es el Aleluya: “Confío en el Señor, mi alma espera y confía en su palabra”.

Jesús nos deja el ejemplo práctico para encontrar al Padre: “Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba Él solo allí”. Nos hace recordar lo que ya había dicho: “Nunca estoy solo, mi Padre está conmigo”. Estar sin Jesús, en medio de la tormenta, nos llenará de pavor, la bruma de las tribulaciones y trabajos nos impedirá verlo, pero aguzará nuestros oídos para escucharlo: “Tranquilícense y no teman. Soy Yo”. Bajar al mar bravío, podremos hacerlo si no quitamos la mirada en Jesús, de otra forma, nos hundiremos. Que quede en nosotros la llama de la fe para gritar, como Pedro: “¡Sálvame, Señor!”. Su mano, su misericordia y su cariño por nosotros, nos salvará, aunque nos reprenda “por haber dudado”. La luz de su presencia nos impulsará a reconocerlo: “Verdaderamente Tú eres el Hijo de Dios”.