martes, 1 de junio de 2010

10º Ordinario, 6 Junio de 2010

Primera Lectura: del primer libro de los Reye 17: 17-24;
Salmo Responsorial, del salmo 29: Te alabaré Señor eternamente.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol San Pablo a los Gálatas 1: 11-19
Evangelio: Lucas 7: 11-17.

Antífona de entrada que llama al centro de nuestro ser, que nos hace elevar el ánimo y dar gracias, confesar, por experiencia, que no estamos solos, que hemos experimentado lo que decimos: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”. Las actuaciones de Elías y de Jesús, querámoslo o no, nos enfrentan a lo todos sabemos y esperamos, unas veces con miedo, otras con serenidad, éstas, si hemos permitido que, el Espíritu que habita en nosotros, ilumine el presente y el futuro, cercano o lejano, no lo sabemos, pero cierto: un día, será el último aquí y el primero junto al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, porque “no somos como los que no tienen esperanza”, (1ª. Tes. 4: 13); porque nos hemos dejado poseer por “la esperanza que no defrauda y que ya ha sido derramada en nuestros corazones”, (Rom. 5: 5); porque sabemos que “no tenemos aquí ciudad permanente”, (Hebr. 13: 14), somos peregrinos, vamos de pasada. Nos encaminamos, diariamente, al momento del abrazo para sentir lo que es el Amor del Padre, para constatar lo que Jesús vino a plantar en nuestra historia: la participación en la Vida Trinitaria. Ignoramos el “cómo”, aceptamos la realidad prometida: “creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”. (Credo).

Leemos en el libro de los Reyes que Israel se ha olvidado de Yahvé: Acab, hijo del rey se ha casado con Jesabel, hija del rey-sacerdote de Tiro, se multiplican los altares a Baal, las creencias extranjeras han secado la fe, ya no se invoca el nombre sagrado. El pueblo desaprueba pero no reacciona; llegan la sequía y el hambre y todos las atribuyen a la multitud de pecados, inclusive la viuda de Sarepta que ha recibido a Elías en su huída: “¿Qué te he hecho yo, hombre de Dios? ¿Has venido a mí casa para que me acuerde de mis pecados y se muera mi hijo?” El profeta responde con actos, como mediador, confiado en Dios, ora, es escuchado; por su intercesión vuelve la vida al niño y al entregarlo a la madre, ésta descubre la nueva vida: “Sé que tus palabras vienen del Señor”. ¡Señor, que descubramos tu presencia, tu cercanía, no sólo en momentos difíciles sino aun en los signos de la gris rutina de la vida!

En el Antiguo Testamento Yahvé da la vida y saca de la muerte; en el Nuevo Testamento, es Jesús quien crea la nueva vida, porque Él ha recorrido el camino que va de la muerte a la vida y quiere que su Vida se manifieste en aquellos que lo siguen; quiere que los hombres lleguemos a crear algo nuevo a través del servicio y del amor, de la compasión y la cercanía; como Él. Inicialmente desconcertante en su palabra: “no llores”, vivificante en su acción: “Joven, Yo te lo mando: Levántate”. No hubo más palabras, los ojos que se encontraron dijeron mucho más. Un Corazón divino y humano se manifiesta ante todos; la reacción inmediata de los presentes nos alecciona: “todos se llenaron de temor”, una actitud reverencial de adoración ante la trascendencia infinita de Dios, y “comenzaron a glorificar a Dios diciendo: un gran profeta ha surgido entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo”, el asombro convertido en acción de gracias.

Jesús continúa invitando a levantarnos, a crecer y crecer en la fe en Él: “Yo he venido al mundo como luz, para que ninguno que cree en mí quede a obscuras” (Jn. 12: 46), y esa luz ilumina el final: “Este es el designio de mi Padre: que todo el que reconoce al Hijo y cree en Él, tenga vida eterna y Yo lo resucite en el último día” (Jn. 6: 40)