martes, 8 de junio de 2010

Domingo 11° Ord. 13 junio 2010.

Primera Lectura: del segundo libro del profeta Samuel 12: 7-10, 13
Salmo Responsorial, del salmo 31: Perdona, Señor, nuestros pecados.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol San Pablo a los Gálatas 2: 16, 19-21
Evangelio: Lucas 7: 36 a 8: 3.

Cinco espejos en que mirarnos para exclamar, débiles, y, desde esa realidad, convencidos: “Ven en mi ayuda…”. Mil veces lo he escuchado, otras tantas vivido, una vez más pido eso que me falta: “sin tu gracia, nada puede mi –nuestra- humana debilidad”, solamente contigo conseguiremos ser y serte fieles.

David, Pablo, el fariseo, la mujer y el inmenso amor del Corazón de Cristo; veámonos, pero de manera insistente en el último.

David: poder que acapara y sucumbe, que busca, con ingenio pervertido, excusar su pecado; que poco antes, ante la parábola que le expone Natán ha externado su furia, sin mirarse a sí mismo: “Ese hombre merece la muerte”. Cuando el profeta lo pone ante su ser, después de hacer recuento de tantos beneficios con que Dios lo ha bendecido, el Rey medita, reconoce y pide perdón. ¡Qué grande es el Amor, qué comprensivo y magnánimo! “El Señor te perdona tu pecado. No morirás”. No existe otro camino para la reconciliación que dejarnos en manos de la misericordia; la moción viene de Dios, Él mismo nos ayuda a dar la respuesta sincera, y desde Él regresa la paz.

Pablo, acérrimo defensor de la Ley, ha comprendido que no es posible la purificación alegando los méritos propios; no es el cumplimiento de preceptos legales, no es aferrarse al grupo de “los elegidos”, sino abrirse a la fe y al inefable amor de Jesucristo lo que nos purifica y redime, el encuentro que identifica y hace proclamar, entusiasmado, el gozo recibido: “no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí, Él, que se entregó por mí”, y sólo con Él “no vuelvo inútil la gracia de Dios”. Dejémonos iluminar por este reflejo; dejemos que queme todo aquello que hace estéril la acción de la gracia en nosotros.

El fariseo invita a Jesús a comer a su casa; no rompe las reglas de hospitalidad, pues no eran “obligatorios” los detalles de ofrecer agua, aceite, ni el beso de saludo; actúa correctamente, pero “sólo correctamente”. Vemos retratado el “cumplimiento partido”: cumplo y miento. Relucen las apariencias, el corazón está distante y la lengua afilada. No sabemos si se quedó rumiando la parábola y dijo “sí” a la conversión.

La mujer ha saboreado lo agrio de la vida, la soledad, el desprecio, el abandono, la falsa felicidad y se encuentra vacía. Rompe todas las reglas al entrar en casa del fariseo, porque el impulso interior es muy fuerte. No habla, sencillamente, actúa. ¡Cuánta verdad la del dicho: más vale una acción que mil palabras! Y ella va, de acción en acción, dejando al descubierto su interior, ansioso de ser llenado por la comprensión, el cariño, la aceptación, el perdón, y sabe a Quién acercarse.

Jesús propone con delicadeza la parábola de los deudores; da tiempo para que la verdad reluzca por sí misma: “¿Cuál lo amará más?, la respuesta brota espontánea: “Supongo que aquel al que se le perdonó más”. El fariseo y nosotros somos hábiles para el juicio, pero tardos para la acción; Jesús deja que su Corazón se expanda y lleva a cabo la encomienda del Padre: “No he venido a juzgar sino a perdonar; he venido a buscar a los pecadores y a sanar a los enfermos”. (Jn. 3: 17 y Lc. 5: 32)

Todos los reflejos coinciden en la invitación a la conversión, a la fe y a la confianza, a la necesidad de escuchar, de viva voz: “Tus pecados te han quedado perdonados. Tu fe te ha salvado; vete en paz”. Reconciliación que devuelve la alegría que no termina. Amor que reencuentra al Amor y que acepta la encomienda de hacerlo florecer todos los días. ¡Que Jesús Eucaristía, nos reconforte y nos conceda vivirlo desde dentro!