miércoles, 29 de diciembre de 2010

Santa María, Madre de Dios.

Primera Lectura: Números, 6: 22-27
Salmo Responsorial, del salmo 66: Ten piedad de nosotros, Señor, y bendícenos.4: 4-7
Segunda Lectura: de la carta del apostol San Pablo a los galatas 
Aclamacion: En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres, por boca de los profetas. Ahora, en estos tiempos, nos ha hablado por medio de su hijo.
Evangelio: Lucas  2: 16-21. 

Aclamamos a María, Madre de Dios por haber aceptado, con su “¡fiat!, ser la Madre de Jesús, el Hijo Eterno del Padre, el Engendrado antes de los siglos pero que quiso, conforme al designio de Dios, comenzar a ser lo que nunca había sido: hombre, sin dejar de ser lo que siempre ha sido, es y seguirá siendo: Dios.

María en su fe, en su obediencia, en la confianza sin medida, se convierte en el Puente para que el Salvador, el Mesías anhelado, viva como uno de nosotros, en todo igual, menos en el pecado. Continuamos  ante el  misterio insondable del Amor de Dios por nosotros, palpamos su cercanía: El invisible, se hace visible en Cristo Jesús.

El acto de fe que tiene como actitudes fundamentales el conocer y el confiar, cree no por la claridad del contenido que se le comunica, sino por la Veracidad de Aquel que lo comunica: María, Madre de Dios, ¿quién podría, desde el proceso “racional”, penetrar esta maravilla?, en verdad “hay razones del corazón que la razón no entiende”, y menos aún si provienen del “Corazón de Dios”.

La Bendición que escuchamos en el Libro de los Números, nos alcanza a todos los que confiamos y queremos confiar en Dios: bendición que va acompañada de multitud de favores, de protección, de sincero interés para que progresemos, pero sobre todo de Paz. Bendición que necesitamos, no solamente para los días aciagos, sino para cada momento de nuestra existencia; ya nos advierte el mismo Señor: “invoquen así mi nombre y Yo los bendeciré”. Nos perdemos en mil vericuetos internos y externos y olvidamos que la salvación la tenemos al alcance del corazón y de los labios.

San Pablo enuncia, sin más: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos bajo la ley, a fin de hacernos hijos suyos”. Antes fue promesa de herencia, ahora, en Cristo, por María, ya es realidad; liberados de cualquier atadura para poder decir, sin miedo, con asombro, a Dios: “¡Abba!”, es decir: Padre. De siervos a hijos, de hijos a herederos en virtud de la gratuidad de Dios.

María, que a ejemplo tuyo, sepamos “guardar los recuerdos en el corazón”, eso nos posibilitará, un día, la magnitud de su comprensión; es lo que ha hecho la Iglesia: descubrir en Navidad y en la Pascua, que es en la debilidad donde actúa el poder de Dios. Como los pastores, que seamos audaces para proclamar cuanto has recibido y hemos recibido de parte de Dios en Jesucristo