martes, 21 de septiembre de 2010

26º ordinario, 26 septiembre 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Amós 6: 1, 4-7
Salmo Responsorial, del salmo 145: Alabemos al Señor, que viene a salvarnos.
Segunda Lectura: de la  1ª carta del apóstol San Pablo a Timoteo 6: 11-16
Aclamación: Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza.
Evangelio: Lucas 16: 19-31.

Reflexionando en la antífona de entrada nos percatamos de ese tiempo condicional: “podrías hacer recaer en nosotros, todo el rigor de tu justicia”; hay suficiente razón para ello; pero “la misericordia triunfa sobre el juicio”, nos asegura Santiago (2: 13), mas no por eso podemos “abusar de la paciencia de Dios”. La lucha es real: “¿No es una milicia lo que hace el hombre sobre la tierra?” (Job 7:1). Necesitamos de una ayuda especial, como la pedimos en la oración, “para no desfallecer”, porque las tentaciones abundan, porque la reflexión y la oración se ausentan, porque el conformismo crece junto con la indiferencia hacia los otros, y todo ello tiene consecuencias, aunque no las percibamos de inmediato. El frío interior insensibiliza el corazón, ciega los ojos, oculta la trascendencia, nos deja vacíos y borra nuestros nombres del Libro de la Vida, ¡no podemos permanecer impasibles!

Las lecturas de este domingo reconfirman la advertencia, que el domingo pasado, nos hicieron Amós y Jesús: el peligro real de sobrevalorar los bienes materiales, -premorales en sí mismos-, pero cuyo uso correcto o abuso egoísta, les dan, con nuestra intención y actuación, la moralidad o la ausencia de sentido; si ésta es la que predomina en nuestras decisiones,  rompemos la visión fraterna, servicial, humana, nos rompemos a nosotros mismos. Recordemos “la regla de oro” que ofrece San Ignacio de Loyola en el Principio y Fundamento: “todo lo demás lo dio Dios al hombre para que lo use, tanto cuanto, le ayude a conseguir el fin para que fue creado, y se abstenga de aquello que le impida conseguir ese fin”. Otra vez la oración: “obtener el cielo que nos has prometido”.
 
Amós, como todo verdadero profeta es audaz, claro, contundente, como deberíamos de ser los que decimos escuchar y vivir la Palabra de Dios.  “¡Ay de ustedes – los que viven del placer- y no se preocupan por las desgracias de sus hermanos”, que repetirá el mismo Jesús en Lc. 6: 24 “¡Ay de ustedes los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo”. ¿Qué clase de consuelo?: efímero, fugaz, incapaz de dar la felicidad que perdura. 

La parábola no trata de mostrar cómo será “el más allá”, sino cómo todo empieza desde “el más acá”. Pone de relieve las consecuencias de lo que realizamos si no tenemos en cuenta a los demás, especialmente a los que  -querámoslo o no-, nos necesitan. El rico, no tiene nombre, no tiene identidad, no hace el mal, sencillamente, tan fácil decirlo, no mira al que tiene a la puerta de su casa; la miseria y el dolor, ¡es mejor no verlos, fingir demencia, alejarlos de la experiencia!, ¿y luego?...  Lázaro, que significa “Dios ayuda”, confía en “el Señor que salva”. Lo sabemos, pero ¿lo aceptamos de verdad?, y Dios no defrauda.

La actitud que nos mantendrá preparados para “la venida de nuestro señor Jesucristo”, es la fe y el testimonio veraz, pero, como no sabemos “ni el día ni la hora”, necesitamos alimentarla con la Palabra, “Moisés y los profetas”, y con la corona que resume la Revelación: Jesucristo, “Rey de reyes y Señor de los señores”. ¡Señor, que aprendamos a conocerte y a seguirte, así no perderemos el camino!

miércoles, 15 de septiembre de 2010

25° Ordinario, 19 Septiembre 2010.

Primera Lectura: del libro del profeta Amós 8: 4-7
Salmo Responsorial, del salmo 112: Que alaben al Señor todos sus siervos.
Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol San Pablo a Timoteo 2: 1-8
Aclamación: Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza.
Evangelio: Lucas 16: 1-13.


Las palabras de Yahvé por boca de Amós, podrían, ser el titular de cualquier periódico de nuestros días, aunque quizá la mayoría de los lectores y los no lectores evitarían reflexionarlas y mucho más aplicárselas: “Escuchen esto los que buscan al pobre sólo para arruinarlo…Disminuyen las medidas, aumentan los precios, alteran las balanzas. obligan al pobre a venderse, -los compran y los venden como si fueran cosas-, hasta venden el salvado por trigo”. La clara sentencia de Dios no puede hacerse a un lado: “No olvidaré jamás ninguna de estas acciones”.  

¡Cómo entran en juego las consecuencias de la libertad, la pérdida de la visión de fraternidad, el pensarnos imperecederos, la creencia de que lo único que cuenta es poseer, adquirir en esta vida, todo cuanto sea posible! Si nosotros olvidamos, el Señor “no olvida”, que no es lo mismo que “no perdona”, lo hará si recapacitamos y tratamos de realizar lo que dijimos tanto en la antífona de entrada como en la oración colecta: “nos escuchará en cualquier tribulación en que me llamen”, y, sin duda la mayor tribulación es no aprender o no querer llamarlo desde aquello que nos impide crecer como personas, como auténticos seres humanos: la egolatría, la pasión por las riquezas y las posesiones terrenas que impiden “descubrir y amar a los hermanos”, y en ellos amar a Dios. “El que dice que ama a Dios a quien no ve y no ama a quien ve, es un mentiroso”. (1ª. Jn. 4: 20) 

La parábola del administrador infiel,  que escuchamos en el Evangelio, ha suscitado, desde antiguo, bastante perplejidad, si no la analizamos a fondo. Salta a la vista que Jesús no alaba, en boca del amo, la habilidad de quien lo ha defraudado; y más, porque no se sabe dónde acaba la parábola. Obviamente Jesús no puede alabar la deshonestidad ni la estafa; si continuamos atentamente la lectura, encontramos un fuerte llamado de atención a cuantos nos decimos cristianos; es Jesús mismo quien nos “reprende”: “los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios, que los que pertenecen a la luz”. ¿Dónde está nuestra habilidad para encontrar respuestas rápidas e inteligentes para enfrentar al mundo actual, para ser portadores de la verdad, para invitar con palabras y obras a que todo ser humano se deje invadir por la Luz?, o ¿también nosotros participamos, de algún modo, disimulada, solapadamente, de los criterios que impulsan a tener, a acumular, a aprovechar las circunstancias, aunque el prójimo sea pisoteado, rebajado, tirado a la cuneta como ser inservible? Sigamos escuchando: “Gánense amigos con ese dinero tan lleno de injusticias, - y aun cuando sea fruto de un trabajo honesto, compartan, den, ayuden, hagan un mundo más humano-, para que cuando ustedes mueran, los reciban en el cielo”. Que suene viva en los oídos y en el interior la sentencia de Pablo: “Dios ama al que da con alegría” (2ª. Cor. 9: 7) 

Sigamos los deseos del Señor conforme expresa Pablo, y de manera especial en estas fiestas del Bicentenario: “Hagamos oraciones, plegarias, súplicas y acciones de gracias, en particular, por los jefes de Estado y demás autoridades…”  Todos lo tenemos al alcance de la intención y de la fe: lo que nos sobrepasa, lo que los hombres no podemos, Él sí lo puede: “¿Entonces quién podrá salvarse? Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios; para Dios no hay nada imposible”. (Mt. 19: 26) 

Jesús, en esta Eucaristía dejamos en tus manos todas nuestras preocupaciones, sabemos que nos escuchas.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

24º Ordinario, 12 Septiembre 2010.

Primera Lectura: del libro del Éxodo 37: 2-11, 13-14
Salmo Responsorial, del salmo 50: Me levantaré y volveré a mi padre.
Segunda Lectura: de la 1ª carta del apóstol Pablo a Timoteo 1: 12-17
Aclamación: Dios ha reconciliado consigo al mundo, por medio de Cristo, y nos ha encomendado a nosotros el mensaje de la reconciliación.
Evangelio: Lucas 15: 1-32.

La liturgia de hoy está preñada de perdón, de comprensión, de amor misericordioso, de invitación a la confianza en el Padre, por Jesús, en el Espíritu Santo “dador de vida”. ¿Qué ser humano no necesita regresar a la paz interior, a que las raíces más hondas del ser reciban el agua que sana, la bendición que reanima, la luz que hace brillar de nuevo, con más intensidad un horizonte abierto, inacabable? ¿Nos encontramos entre aquellos que pueden, con honestidad aguardar, con la antífona de entrada: “A los que esperan en Ti, Señor, concédeles tu paz”? ¿Crece en nosotros la seguridad de que el Señor es fiel y que “nunca olvida sus promesas”? ¿Necesitaríamos recordárselo o más bien recordárnoslo?, su “mirada” de Padre jamás se aparta de nosotros, no podemos ni imaginar que alguien “se le pierda” y si un pueblo entero se extravía, si un solo ser humano trata de esconderse, de esquivar, de olvidar, de no reconocer al Padre amoroso, Él, sin violentar la libertad, va a su encuentro, renueva la invitación, propone todos los medios, acoge cariñoso, ofrece, como iniciamos la reflexión: el perdón sin condiciones, sin recriminaciones, sin pedir explicaciones, simplemente abrazando como sólo Él sabe hacerlo: con el amor vuelto a nacer.

Leamos con ojos iluminados por la fe, el fragmento del Éxodo. Dios no puede amenazar, pero necesitamos reflexionar y Él nos lo expresa con palabras a nuestro alcance, ¡vaya que nos conoce!: “perversión, cabeza dura, ceguera interna que intenta cambiar la realidad…”, de su parte se escucha una “amenaza”, parecería que “se enciende la ira que borraría al pueblo”…, ese no es el Padre que nos revela Jesucristo, no pueden caber en Él sentimientos de muerte y destrucción, ¡qué poco lo conocemos si queda en nosotros el más mínimo resabio de tal concepción! Su perdón aflora ante la pequeña intercesión de uno solo, Moisés; ¡cuánto más ante la intercesión del Hijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23: 34). Lo sintió en carne propia San Pablo; pidámosle sentirlo: “Dios tuvo misericordia de mí.., la gracia de nuestro Señor Jesucristo se desbordó sobre mí. Al darme la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús”.

Podríamos recitar de memoria las parábolas que narra San Lucas; las tres reafirman cuanto hemos reflexionado: el Padre “goza” porque Jesús “vino a buscar lo que estaba perdido” y lo ha encontrado, “vino a dar vida y a darla en abundancia”. Dejémonos cubrir por ese Amor misericordioso; más que disquisiciones, quedémonos contemplando una tras otra, o las tres o una de ellas, la que el Espíritu nos dé a saborear más: El Buen Pastor nos carga sobre sus hombros, nos mima, nos regresa a la Comunidad para que la alegría se acreciente; la fiesta por la pequeña moneda encontrada, produce el mismo fruto. Todo nuevo, anillo, túnica, sandalias, corazón y abrazo porque “el que estaba muerto ha vuelto a la vida”.

La única palabra, aunque mil veces gastada: ¡Gracias!, ha de salir, asombrada, engrandecida por esta luz pacificadora que incita no solamente a volver sino a quedarnos en la casa del Padre. Nuestra oración-petición: que el compromiso, sellado por el amor, permanezca y dé frutos y dé a conocer, a cuantos encontremos, con nuestras palabras y nuestras obras, que Dios es el Padre bueno de todos los hombres.